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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (8 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 1
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Detrás de aquello surgían criaturas similares de la oscuridad, entrando torpemente en el tren. Entraban por todas las puertas.

Kaufman estaba atrapado. Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando su equilibrio, preparado para una batalla con esos monstruos antiguos. Habían metido una antorcha en el vagón que iluminaba las caras de los líderes.

Eran completamente calvos. La carne cansada de sus rostros estaba estirada fuertemente sobre sus cráneos, de forma que brillaba por la tirantez. Había manchas de descomposición y enfermedad sobre su piel, y en algunas zonas el músculo se había podrido con un pus negro, por el que sobresalía el hueso del pómulo o de la sien. Algunos estaban desnudos como bebés, con los cuerpos pastosos y sifilíticos casi asexuados. Lo que una vez fueron pechos eran como bolsas de cuero colgando del torso, los genitales habían encogido.

Más desagradables que los que iban desnudos eran los que se cubrían con ropas. Pronto se dio cuenta de que la tela pútrida que les rodeaba los hombros o que llevaban atada en mitad del diafragma estaba hecha de pieles humanas. No una, sino una docena o más, amontonadas a la buena de Dios, como patéticos trofeos.

Los líderes de esta grotesca cola para comer ya habían llegado a los cuerpos y posaron las manos gráciles sobre los pedazos de carne, acariciando de arriba abajo la piel afeitada, de una forma que sugería placer sensual. Las lenguas bailoteaban fuera de las bocas, salpicando de baba la carne. Los ojos de los monstruos se abrían y cerraban con hambre y excitación.

Por fin uno de ellos lo vio.

Sus ojos dejaron de pestañear un momento y se clavaron en él. Una mirada inquisitiva le asomó a la cara, era como una parodia del desconcierto.

—Tú —dijo. Su voz estaba tan consumida como los labios de donde salía.

Kaufman levantó un poco la cuchilla, calculando sus posibilidades. Habría cerca de unos treinta en el vagón, y muchos más afuera. Pero parecían muy débiles y no tenían más armas que sus pieles y huesos.

El monstruo volvió a hablar con una voz bastante bien modulada cuando la recuperó; era el gorjeo de un hombre antaño cultivado, antaño encantador.

—Viniste después del otro, ¿no es verdad?

Miró de reojo el cuerpo de Kaufman. Estaba claro que había comprendido muy rápidamente la situación.

—Viejo, en cualquier caso —dijo, con sus húmedos ojos posados otra vez sobre Kaufman, estudiándolo cuidadosamente.

—Que te jodan —dijo éste.

La criatura esbozó una sonrisa forzada, pero casi había olvidado la técnica y el resultado fue una mueca que descubrió una boca con los dientes colocados sistemáticamente en fila.

—Ahora tienes que hacer esto para nosotros —dijo, con una sonrisa bestial—. No podemos sobrevivir sin comida.

La mano dio unas palmaditas al trasero de carne humana. Kaufman no supo qué replicar ante esa idea. Se limitó a observar con repugnancia cómo las uñas se deslizaban por la hendidura de las nalgas, valorando la curvatura del tierno músculo.

—Nos repugna tanto como a ti —dijo la criatura—. Pero estamos obligados a comer esta carne o si no moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.

Sin embargo, esa cosa estaba babeando.

Kaufman recuperó la voz. Era débil, más por confusión de sentimientos que por miedo.

—¿Qué sois vosotros? —Recordó al hombre de la barba en la cafetería—. ¿Sois accidentes de algún tipo?

—Somos los padres de la ciudad —dijo la cosa—. Y las madres, hijas e hijos. Los constructores, los legisladores. Hicimos esta ciudad.

—¿Nueva York? —dijo Kaufman—. ¿El Palacio de los Placeres?

—Antes de que nacieras tú, antes de que naciera cualquier ser vivo.

Mientras hablaba, las uñas de la criatura acariciaban por debajo de la piel el cuerpo destrozado y arrancaba la fina tira elástica del apetitoso músculo. Detrás de Kaufman las otras criaturas habían empezado a descolgar los cuerpos de las correas, posando las manos con la misma satisfacción sobre los suaves pechos y los costados de carne. También la habían empezado a despellejar.

—Nos traerás más —dijo el padre—, más carne para nosotros. El otro era débil.

Kaufman lo miró con reticencia.

—¿Yo? —dijo—. ¿Daros de comer? ¿Por quién me tomas?

—Lo tienes que hacer por nosotros y por otros más viejos que nosotros. Para los que nacieron antes de que se planeara la ciudad, cuando América era un bosque y un desierto.

La frágil mano señaló el exterior del tren.

La mirada de Kaufman siguió el dedo extendido en dirección a la penumbra. Fuera del tren había algo que no descubrió antes; más grande que nada humano.

El montón de criaturas se apartó para permitirle examinar más de cerca lo que estaba ahí fuera, pero sus pies no se movieron.

—Adelante —dijo el padre.

Kaufman pensó en la ciudad que había amado. ¿Eran éstos sus padres, sus filósofos, sus creadores? Tuvo que creer que así era. A lo mejor había gente en la superficie —burócratas, políticos y autoridades de todo tipo— que conocían este horrible secreto y cuyas vidas estaban consagradas a proteger a estas abominaciones dándoles de comer, como los salvajes ofrecen corderos a sus dioses. Había algo terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, no en la inteligencia consciente de Kaufman, sino en su personalidad más recóndita, más antigua.

Sus pies, que ya no obedecían a su cerebro, sino a su instinto de adoración, se movieron. Atravesó el pasillo entre los cuerpos y bajó del tren.

La luz de las antorchas empezaba a iluminar débilmente la ilimitada oscuridad exterior. El aire parecía sólido, se espesaba con el olor de tierra antigua. Pero Kaufman no olía nada. Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudo hacer para evitar tropezar de nuevo.

Ahí estaba el precursor del hombre. El americano primigenio, cuya tierra natal era ésta, y no Passamaquody o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía, estaban mirándolo.

Su cuerpo se estremeció. Le castañetearon los dientes.

Podía oír los ruidos de esa anatomía: latidos, crujidos y sollozos.

Se movió un poco en medio de la oscuridad.

El ruido de su movimiento fue doloroso. Como el de una montaña al levantarse.

Kaufman levantaba la mirada en dirección a él y, sin pensar qué estaba haciendo o por qué, se postró de rodillas, sobre la mierda, ante el padre de los padres.

Todos los días de su vida estaban encaminados a éste, todos los momentos apresuraban este momento imprevisible de terror sagrado.

Si hubiera habido bastante luz en este infierno para verlo entero, tal vez su tibio corazón habría estallado. Con la que había, notó que su pecho se estremecía al ver lo que vio.

Era un gigante. Sin cabeza ni miembros. Sin un rasgo que fuera análogo al de un hombre, sin un órgano que tuviera sentido, o sentidos. Era como un banco de peces, si es que se podía comparar con algo. Miles de hocicos moviéndose al unísono, echando brotes, floreciendo y marchitándose rítmicamente. Era iridiscente, como el nácar, pero más oscuro a veces que cualquier color que Kaufman conociera o pudiera nombrar.

Eso fue todo lo que pudo ver; era más de lo que quería. Había mucho más en la oscuridad, parpadeando, boqueando y aleteando.

Pero no pudo seguir mirando. Se dio la vuelta y, mientras lo hacía, tiraron desde el tren una pelota que rodó hasta pararse delante del padre.

Por lo menos creyó que era un balón, hasta que se fijó con más atención y reconoció en él a una cabeza humana, la cabeza del
Carnicero
. Le habían pelado la cara a tiras. Tirada delante de su señor, relucía de sangre.

Kaufman apartó la mirada y volvió andando al tren. Todas las partes de su cuerpo parecían llorar, menos sus ojos. Estaban demasiado calientes por lo que habían visto; hicieron que sus lágrimas se evaporaran.

Dentro, las criaturas ya habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar de su órbita el dulce bocado azul de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en la boca. A los pies de Kaufman yacía el cadáver descabezado del
Carnicero
, que aún sangraba profusamente de las heridas del cuello.

El pequeño padre que había hablado antes se puso delante de Kaufman.

—¿Nos servirás? —le preguntó suavemente, como se pide a una vaca que nos siga.

Él miraba fijamente la cuchilla, el símbolo del trabajo del
Carnicero
. Las criaturas ya abandonaban el vagón arrastrando tras ellos cuerpos a medio comer. A medida que se retiraban las antorchas del vagón volvía la oscuridad.

Pero, antes de que desaparecieran todas las luces, el padre alargó la mano y cogió por la cabeza a Kaufman, y le hizo volverse para que se contemplara en el mugriento espejo de la ventana del vagón.

Fue un reflejo rápido, pero pudo ver perfectamente lo cambiado que estaba. Más blanco que cualquier ser vivo, cubierto de mugre y de sangre.

La mano del padre aún aferraba la cara de Kaufman; le metió el dedo índice en la boca y se lo hundió en la garganta, agarrando con la uña la raíz de la lengua. La intromisión le dio náuseas, pero no le quedaba voluntad para repeler el ataque.

—Sirve —dijo la criatura—. En silencio.

Se dio cuenta demasiado tarde de la intención de los dedos.

Aprisionaron repentinamente su lengua y la voltearon en la raíz. Conmocionado, dejó caer la cuchilla. Intentó chillar, pero no emitió ningún sonido. Tenía sangre en la garganta, oyó cómo le rasgaban la carne y se contorsionó de dolor.

Luego salió la mano de su boca, y los dedos escarlatas, cubiertos de baba, tenían su lengua cogida entre el índice y el pulgar delante de su cara.

Kaufman estaba mudo.

—Sirve —dijo el padre, y se metió la lengua en la boca, mascándola con manifiesta satisfacción. Kaufman cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.

El padre ya se iba, arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de los ancianos se habían escondido una noche más en su madriguera.

El altavoz crujió.

—A casa —dijo el conductor.

Las puertas silbaron al cerrarse, el tren vibró al volver a circular por él la corriente. Las luces se encendieron parpadeando, se apagaron y se volvieron a encender.

El tren se puso en marcha.

Kaufman estaba en el suelo; le rodaban lágrimas por el rostro, lágrimas de desconsuelo y resignación. Sangraría hasta morir —decidió—, donde yacía. No importaba que muriera. Al fin y al cabo era un mundo loco.

El conductor lo despertó. Abrió los ojos. La cara que lo miraba era negra, y no hostil. Sonreía. Kaufman intentó decir algo, pero su boca estaba sellada con sangre seca. Sacudió la cabeza como un idiota tratando de escupir una palabra. No emitió más que gruñidos.

No estaba muerto. No se había desangrado.

El conductor lo puso de rodillas, hablándole como si tuviera tres años.

—Tienes trabajo que hacer, colega: están muy contentos contigo.

Se había chupado los dedos y le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos.

—Tienes mucho que aprender antes de mañana por la noche…

Mucho que aprender. Mucho que aprender.

Sacó a Kaufman del tren. Nunca había visto antes esta estación. Tenía azulejos blancos y era absolutamente prístina; el nirvana de un jefe de la estación. Ninguna pintada ensuciaba las paredes. No había máquinas de billetes, pero tampoco puertas, ni pasajeros. Ésta era una línea que sólo ofrecía un servicio:
el Tren de la Carne
.

Los limpiadores del turno de mañana ya estaban atareados eliminando la sangre de los asientos y del suelo del tren. Alguien desnudaba el cuerpo del
Carnicero
, preparándolo para despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todo el mundo trabajaba. Por una reja del techo la luz del alba entraba a raudales.

De las vigas caían motas de polvo dando vueltas y vueltas. Las observó, absorto. No había visto nada tan bonito desde que era niño. Precioso polvo. Vueltas y vueltas, vueltas y más vueltas.

El conductor había conseguido separarle los labios. Tenía la boca demasiado herida para poder moverla, pero por lo menos podía respirar fácilmente. Y el dolor ya empezaba a calmarse.

El conductor le sonrió, y luego se volvió al resto de los trabajadores de la estación.

—Me gustaría presentaros al sustituto de Mahogany. Nuestro nuevo carnicero —anunció.

Los encargados de la limpieza miraron a Kaufman. Había cierto respeto en sus rostros, cosa que a él le pareció conmovedora.

Levantó la vista a la luz del sol, que ahora caía a su alrededor. Agitó la cabeza, queriendo decir que quería subir al aire libre. El conductor asintió y lo condujo a un conjunto de escaleras y, a través de un pasadizo, hasta la calle.

Hacía un día precioso. El brillante cielo de Nueva York estaba rayado de filamentos de nubes rosa pálido, y el aire olía a mañana.

Las calles y avenidas estaban prácticamente vacías. A lo lejos un taxi atravesaba de vez en cuando un cruce, y su motor era un murmullo; un corredor pasaba sudando por el otro lado de la calle.

Muy pronto aquellas aceras desiertas estarían atestadas de gente. La ciudad se dedicaría a sus negocios en la ignorancia: sin conocer jamás sus cimientos ni saber a qué debía su vida. Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillas y besó el sucio asfalto con los labios ensangrentados, jurando en silencio eterna lealtad a su causa.

El Palacio de los Placeres
acogió esta muestra de adoración sin un comentario.

El charlatán y Jack

El geniecillo no acertaba a averiguar por qué los poderes (que puedan presidir el tribunal por largo tiempo, que por largo tiempo puedan iluminar las cabezas de los condenados) lo habían mandado desde el infierno a seguir los pasos de Jack Polo. Siempre que elevaba una demanda, por mediación del sistema, a su amo, planteando la simple pregunta de «¿Qué estoy haciendo aquí?», se le contestaba con un rápido reproche por su curiosidad. «No es asunto tuyo», era la réplica. «Tú hazlo. O muere en el intento.» Y, después de seis meses de perseguir a Polo, el geniecillo empezaba a ver en la extinción una salida fácil. Este interminable juego del escondite no beneficiaba a nadie y sólo contribuía a su inmensa frustración. Temía las úlceras, la lepra psicosomática (enfermedades a las que estaban sujetos los demonios inferiores como él) y, sobre todo, temía perder del todo el control y matar al hombre en el acto en un arrebato irreprimible de resentimiento.

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