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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (28 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Después del suicidio general, el señor y la señora Lisbon renunciaron al intento de llevar una vida normal. La señora Lisbon dejó de asistir a la iglesia y, cuando el padre Moody se presentó en su casa para ofrecerle sus consuelos, nadie le abrió la puerta.

—Estuve llamando al timbre con insistencia, pero fue como si nada —nos explicó.

Durante todo el tiempo que Mary estuvo en el hospital, la señora Lisbon sólo apareció una vez. Herb Pitzenberger la vio asomarse por el porche trasero de la casa con un montón de hojas manuscritas, apilarlas y prenderles fuego. Nunca supimos qué eran aquellas hojas.

Más o menos en esa época la señora Carmina D'Angelo recibió una llamada del señor Lisbon pidiéndole que volviera a poner la casa en venta (había renunciado a hacerlo poco después del suicidio de Cecilia). La señora D'Angelo le indicó, con todo el tacto de que fue capaz, que el estado en que se encontraba la casa en aquellos momentos no facilitaría la venta, pero el señor Lisbon respondió:

—Lo sé muy bien, pero es que he avisado a un chico.

El chico en cuestión resultó ser el señor Hedlie, profesor de inglés de la escuela. Como era verano y no trabajaba, llegó en su Volkswagen, cuyo guardabarros lucía una pegatina en la que seguía pidiendo apoyo para el último derrotado candidato demócrata a la presidencia. Al bajar del coche no llevaba el formal conjunto de chaqueta y pantalón habitual en un profesor de escuela, sino una túnica verde y amarilla y unas sandalias de piel de lagarto. El cabello le cubría las orejas y el hombre se movía con el aire bohemio y desgarbado propio de los profesores en vacaciones, época en que recuperan la indisciplina. A pesar de su pinta de líder de comuna, se puso a trabajar con ahínco y, en el espacio de tres días, sacó de la casa de los Lisbon una montaña de desechos. Mientras el señor y la señora Lisbon se alojaban en un motel, el señor Hedlie se enfrentó con la casa y se dedicó a eliminar esquíes, cajas de acuarelas, bolsas de ropa y un Hula Hoop. Sacó a rastras el baqueteado sofá marrón y lo cortó por la mitad al ver que no pasaba por la puerta. Llenó bolsas y más bolsas de basura con agarradores, talonarios viejos, montones de cachivaches acumulados, llaves inútiles. Lo vimos atacar las excrecencias que se habían ido formando en todas las habitaciones y recogerlas con la pala, y observamos que el tercer día se ponía una máscara de cirujano para protegerse del polvo. Ya no nos hablaba con oscuras frases griegas, ya no se interesaba por los partidos de béisbol que jugábamos en los solares, todas las mañanas comparecía con la desesperanzada expresión de quien aspira a secar un pantano con una esponja de cocina. Al levantar esteras y tirar toallas, liberaba en oleadas el olor de la casa, y muchos pensaban que no se ponía la máscara de cirujano para protegerse del polvo sino de aquellas exhalaciones de las hermanas Lisbon, que seguían vivas en la ropa de cama y en las tapicerías, en el papel de las paredes que ya se estaba desprendiendo, en espacios de alfombra nueva flamante que habían estado debajo de tocadores y mesillas de noche. El primer día el señor Hedlie se limitó a la planta baja, pero el segundo ya se aventuró hasta el saqueado serrallo que eran los dormitorios de las chicas, vadeándolos con los tobillos hundidos en prendas de vestir que emitían la música de tiempos pasados. Al retirar una bufanda nepalí de detrás del cabecero de la cama de Cecilia, le sorprendió el tañido de unos cascabeles verdes oxidados que colgaban de los flecos. Al distenderse, los muelles de la cama proferían lamentos de dos notas. De las almohadas nevaba piel muerta.

Vació seis estantes del armario de arriba y tiró montones de toallas de baño y de paños de aseo, fundas deshilachadas de colchón con manchas de color rosa o limón, mantas empapadas de las comidas campestres que derramaban los sueños de las muchachas. En el estante superior encontró y tiró suministros médicos: una botella de agua caliente con la textura de la piel inflamada, un frasco de vidrio azul marino de Vicks VapoRub con marcas de dedos en la pomada, una caja de zapatos llena de ungüentos para la tiña y la conjuntivitis, pomadas para las partes íntimas, tubos de aluminio abollados, aplastados o arrollados igual que serpentinas de fiesta. También aspirinas infantiles con sabor a naranja que las hermanas Lisbon tomaban como si fueran caramelos, un viejo termómetro (¡oral!) metido en su estuche de plástico negro, así como una variedad de artilugios, introducidos o aplicados a los cuerpos de las chicas; en resumen, todos los mejunjes terrenales que había empleado la señora Lisbon a lo largo de los años para mantener a sus hijas vivas y en buen estado.

Fue entonces cuando encontramos los álbumes de los Grand Rapids Gospelers, de Tyrone Little and the Believers y de todos los demás. Cada noche, cuando el señor Hedlie se marchaba cubierto por una película blanca que hacía que pareciese treinta años mayor, íbamos a revisar toda aquella mezcolanza de tesoros y basura que depositaba junto al bordillo. Nos sorprendía la extraordinaria libertad que le había concedido el señor Lisbon, puesto que el señor Hedlie no sólo se desembarazaba de envases reembolsables, como latas de betún para los zapatos (por los centros de plata) sino también de fotografías de familia, de un Water Pik que todavía funcionaba y de una tira de papel de carnicero en la que había quedado consignado el crecimiento de cada una de las hermanas Lisbon a intervalos de un año. Lo último que tiró el señor Hedlie fue el aparato de televisión vacío, que Jim Crotter se llevó a su dormitorio, y dentro del cual encontró la iguana disecada con la que Therese había aprendido biología. Tenía la cola arrancada y le faltaba la puerta trampilla del abdomen, por lo que quedaban a la vista los diferentes órganos de plástico numerados. Como es lógico, recogimos las fotografías de familia y, después de organizar una colección permanente en la casa del árbol, nos repartimos las restantes echándolas a suertes. La mayor parte de esas fotografías habían sido tomadas hacía muchos años, en una época que parecía más feliz, con interminables comidas campestres en familia. Una fotografía muestra a las hermanas Lisbon sentadas al estilo indio, equilibradas en la inclinación del prado (el fotógrafo había inclinado la cámara) por el contrapeso de un brasero japonés humeante situado hacia la mitad de la colina. (Lamentamos decir que esta fotografía, documento número cuarenta y siete, no fue encontrada últimamente en el sobre correspondiente.) Otra de las favoritas es la serie de instantáneas del tótem, tomadas en un parque de atracciones, y en la que el rostro de cada una de las chicas sustituía a un animal sagrado.

Sin embargo, a pesar de todas estas nuevas pruebas referentes a las vidas de las hermanas Lisbon y la repentina disolución de la unidad familiar (prácticamente se dejaron de hacer fotos más o menos cuando Therese cumplió doce años), nos enteramos de muy pocas cosas que no supiéramos ya. Daba la impresión de que la casa podía estar vomitando desechos eternamente, una marea incesante de zapatillas desparejadas y de vestidos colgados de perchas que parecían espantapájaros. Pero después de pasarlo todo por un filtro, seguíamos sin saber nada. Sin embargo, la marea tocó a su fin. Tres días más tarde el señor Hedlie se abrió paso hacia la casa, salió, abrió la puerta principal por vez primera y bajó los escalones del porche para colocar junto al letrero que decía EN VENTA otro más pequeño que decía VENTA DE OBJETOS USADOS. Aquel día, y los dos siguientes, el señor Hedlie presentó un inventario que no sólo incluía la vajilla desportillada propia de una venta de objetos usados, sino también los artículos que suelen ponerse a la venta en la liquidación de una propiedad. Acudió todo el mundo, no precisamente para comprar, sino simplemente para poder entrar en la casa de los Lisbon, transformada en una zona limpia y espaciosa que olía a pino. El señor Hedlie había tirado toda la ropa blanca, todo cuanto había pertenecido a las muchachas, todas las cosas rotas, y sólo había dejado los muebles, las mesas limpiadas con aceite de linaza, las sillas de la cocina, los espejos y las camas, y cada mueble llevaba una etiqueta blanca en la que figuraba el precio escrito con una caligrafía afeminada. Los precios eran inamovibles, no se admitían regateos. Estuvimos deambulando por la casa, subimos y bajamos, tocamos las camas donde las hermanas Lisbon ya no dormirían nunca más o los espejos en los que jamás volverían a verse reflejadas. Nuestros padres no eran dados a comprar muebles de segunda mano y, como es lógico, tampoco a comprar muebles contaminados por la muerte, pero entraron en la casa para curiosear, como todo el mundo, en respuesta al anuncio del periódico. Se presentó también un cura ortodoxo griego acompañado de un grupito de rotundas viudas. Después de pasar un buen rato graznando como cornejas y metiendo la nariz allí donde no debían, las viudas amueblaron el nuevo dormitorio de la parroquia con la cama provista de dosel que había pertenecido a Mary, el tocador de castaño que había sido de Therese, el farolillo chino de Lux y el crucifijo de Cecilia. Vinieron otras personas, que poco a poco fueron llevándose todo lo que contenía la casa. La señora Krieger encontró sobre una mesa colocada junto la puerta del garaje una paga y señal dejada por su hijo Kyle y, después de convencer al señor Hedlie de que aquel dinero era de su hijo, pudo volver a rescatarlo por tres dólares. Lo último que vimos fue un hombre con bigote de cepillo que cargaba la maqueta del velero en el maletero de su Eldorado.

Aunque el exterior de la casa continuaba en mal estado, el interior volvía a estar presentable y, en el curso de las semanas siguientes, la señora D'Angelo consiguió vender la casa a la joven pareja que actualmente vive en ella, si bien ahora ya no puede decirse que sea «joven». Llevados por un primer impulso, consecuencia de disponer de mucho dinero, hicieron una oferta al señor Lisbon que éste aceptó, pese a que la suma era muy inferior a la que él había pagado. La casa estaba casi completamente vacía y lo único que quedaba en ella era aquel altar levantado a Cecilia, un amasijo ensortijado de restos de cera que se había amalgamado con el alféizar de la ventana y que, por superstición, el señor Hedlie se negó a tocar. Nos figurábamos que no veríamos nunca más al señor y a la señora Lisbon e iniciamos, ya entonces, el imposible proceso de intentar olvidarlos. A nuestros padres pareció resultarles más fácil y volvieron a sus partidos de tenis por parejas y a sus intercambios de cócteles como si tal cosa. Ante los suicidios finales reaccionaron con un leve sobresalto, como si no les sorprendiera del todo o incluso hubieran esperado algo peor, como si ya los hubiesen previsto con anterioridad. El señor Conley se ajustó la corbata de tweed que se ponía incluso para cortar el césped y sentenció:

—El capitalismo ha tenido como resultado un bienestar material, pero también una bancarrota espiritual.

Y prosiguió con una conferencia de salón sobre las necesidades humanas y los estragos causados por la competitividad y, pese a ser el único comunista que conocíamos, advertimos que sus ideas sólo diferían de las de los demás en grado. El corazón de las hermanas Lisbon había quedado contaminado por la podredumbre que existía en el corazón del país. Nuestros padres opinaban que esto tenía que ver con la música que escuchábamos, con nuestra falta de bondad o con la relajación moral en lo que al sexo se refería, cosa que nosotros desconocíamos. El señor Hedlie hizo alusión, de paso, a la Viena fin
de siécle,
igualmente testigo de un estallido similar de suicidios entre los jóvenes, achacando la situación a la desgracia de vivir en un imperio agonizante. Era algo que estaba relacionado con el retraso con que el correo entregaba la correspondencia, con los baches que no se reparaban, con el modo en que nos robaba el ayuntamiento, con los motines raciales, o con los ochocientos un incendios que se habían producido en los alrededores de la ciudad durante la Noche del Diablo. Las hermanas Lisbon pasaron a convertirse en el símbolo de todo lo que funcionaba mal en el país, de los males que éste infligía incluso a sus ciudadanos más inocentes y, con intención de que las cosas fueran mejor, un grupo de padres donó a la escuela un banco en memoria de las muchachas. Originariamente concebida para conmemorar simplemente el recuerdo de Cecilia (el proyecto se había puesto en marcha ocho meses atrás, después del Día de la Aflicción), la donación del banco pudo ser reformulada con el tiempo justo para incluir en ella el recuerdo de las demás hermanas Lisbon. Era un banco pequeño, hecho con la madera de un árbol procedente de la parte alta de la península. El señor Krieger, que había adaptado algunas máquinas de su fábrica de filtros de aire para poder hacer el banco, dijo que era de «madera virgen». Una placa llevaba una simple inscripción: «En memoria de las hermanas Lisbon, hijas de esta comunidad».

Por supuesto que en aquellos momentos Mary aún vivía, pero la placa no dejaba constancia del hecho. Unos días más tarde volvió del hospital, después de permanecer dos semanas en él. Como sabía que se negarían, el doctor Hornicker ni siquiera pidió al señor y a la señora Lisbon que asistieran a las sesiones terapéuticas. Sometió a Mary a la misma batería de tests que había aplicado a Cecilia, lo que permitió dictaminar que no había en ella pruebas de trastorno psíquico como esquizofrenia o síndrome maníaco-depresivo.

—Las valoraciones demostraron que era una adolescente relativamente bien adaptada. Por supuesto que no tenía un futuro brillante, de modo que le recomendé una terapia continuada que le permitiera superar el trauma. Pero tenía buen aspecto, y un nivel elevado de serotonina.

Mary volvió a una casa sin muebles. El señor y la señora Lisbon, que habían regresado del motel, acamparon en el dormitorio principal. Facilitaron a su hija un saco de dormir. Como es lógico, el señor Lisbon se mostró reticente con respecto a los días que siguieron al triple suicidio, apenas si nos habló del estado en que Mary volvió a casa. Once años antes, cuando las hermanas Lisbon todavía eran pequeñas, la familia llegó a casa una semana antes que el camión de las mudanzas, por lo que también habían tenido que acampar, dormir en el suelo y leer cuentos a la luz de una lámpara de queroseno. Era extraño, pero durante sus últimos días en la casa el señor Lisbon volvió a recordar todo aquello.

—A veces, en plena noche, me olvidaba de todo lo que había ocurrido. Bajaba a la planta baja y por un momento tenía la impresión de que acabábamos de mudarnos y de que las niñas dormían en la tienda de campaña que habíamos instalado en la sala de estar.

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