Las siete puertas del infierno (42 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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—¿En qué piensas? —le preguntó Casiopea, arrancándole de sus ensoñaciones.

Emergiendo de las nubes, daba la impresión de que la luna se balancease entre el mástil y los cordajes de su falucho. Fuera por juego o por timidez, el hecho era que parecía divertirse ocultándose detrás de la vela mayor para surgir un instante después iluminando el rostro de Emmanuel.

—En lo que nos espera —respondió—. En la sangre que haremos correr.

—No correrá ninguna sangre —replicó Casiopea—. Porque vamos a dejarles atrás, ¿no es verdad?

—Por desgracia, mi arte y mi experiencia en la navegación no son nada comparados con los del gran Chefalitione o con la magia negra. Porque me temo que es ella la que hincha las velas de nuestros perseguidores.

—Ella o los
djinns
—dijo Casiopea.

—O también podríiia ser oootra cosa —declaró Rufino, al que el halcón había traído de vuelta de la bóveda celeste.

—¿Qué, por ejemplo? —le preguntó Casiopea.

—Naaada.

Como un niño atrapado en falta, Rufino apartó la mirada.

—Te encuentro muy misterioso hoy…

—¿Vuelves a sosteneeerme? —reclamó Rufino haciendo como si no hubiera oído.

Entonces, como si empuñara un farol, Casiopea le sujetó delicadamente por el gancho que tenía en el cuello y lo orientó hacia sus perseguidores.

—Es un barco, sí, y se acerca.

—Y ahí arriba —ironizó Casiopea mostrando la luna—, ¿cuántas ubres tienen las vacas?

Rufino hizo una mueca.

—No cueeentes conmigo para revelarte ese secreeeto —replicó.

—En todo caso, monseñor —intervino Emmanuel—, me alegra comprobar que la privación de los brazos y las piernas no os ha estropeado la vista.

—Incluso cabeza abaaajo, veo mejor que nuuunca. Y oigo un montón de cooosas también… —declaró Rufino con aire conspirativo.

—En ese caso, no olvidéis que a veces es aconsejable mantener la boca cerrada.

A modo de respuesta, Rufino se encerró en un silencio prolongado solo perturbado por los gritos de los pájaros.

—Gaviotas —comentó Casiopea—. Eso quiere decir que la costa no está lejos.

—Tal vez deberíamos ponernos a cubierto en una cala y esperar un par de días —propuso Emmanuel.

—Es una posibilidad —aprobó Casiopea.

—Si es la que pensáis poner en práctica, es ahora o nunca —dijo Kunar Sell desde el lugar del puente donde se había estirado para descansar al lado de su gran hacha de doble filo.

Todos sonrieron porque habían creído que dormía. Y tal vez era el caso, efectivamente. Pero cuando el peligro asomaba la nariz, Kunar Sell se ponía de inmediato en estado de alerta y recuperaba todo su vigor y coraje. El danés se incorporó tan fresco como después de una buena noche de reposo, caminó hasta ellos y miró a su vez hacia la vela que se agrandaba, lenta pero inexorablemente, en el horizonte.

—Aprovechamos la noche para encontrar una cala y nos ocultamos en ella. Ellos pasan de largo, nos buscan… Y no nos encuentran.

—Queda un problema por resolver —advirtió Emmanuel—. Si podemos verles, eso significa que ellos también nos ven.

—No forzosamente —objetó Casiopea—. Su vela se ha vuelto brillante por no sé qué sortilegio… Nosotros, que solo nos servimos de la fuerza de los vientos y las corrientes para avanzar, no tenemos ese inconveniente. Pero es verdad que si la luna quisiera echarnos una mano, nos ayudaría a encontrar una cala y luego iría a ocultarse enseguida.

Dirigieron la mirada a la luna, y en ese momento, como si se encontrara a su servicio, el astro lanzó un fino rayo de luz hacia una cala situada a solo unas brazas de distancia.

Allí podrían ocultarse.

Casiopea dirigió la maniobra, su falucho viró de bordo, y la luna hizo lo mismo, para después resguardarse tras una nube.

Capítulo 58

Antes de que me vaya para no volver al país de las tinieblas y de la sombra densa, donde reinan la oscuridad y el desorden, donde la propia claridad parece la noche oscura.

Job, X, 21—22

—¿Dónde estamos? —preguntó Emmanuel sin que pudiera saberse si se interrogaba a sí mismo en voz alta o dirigía la pregunta a alguien en concreto.

A decir verdad, todo el mundo se preguntaba lo mismo a bordo del falucho.

Lo único que sabían era que se encontraban rumbo a Bab el-Mandeb, a medio camino de las costas de África y de la Arabia interior, o dicho de otro modo, rodeados por todas partes por el enemigo. Desiertos de arena parda,
djinns
y bandidos en el oriente; junglas, demonios caníbales y tribus de antropófagos en el occidente. El norte no era mejor: de ahí venían sus perseguidores. Y en cuanto al sur, su destino, ahora les parecía más peligroso dirigirse a él que cambiar de rumbo momentáneamente y esperar.

—A falta de estrellas —dijo Casiopea—, es imposible determinar nuestra posición con precisión; pero supongo que estamos a dos o tres días de nuestro destino. Tendremos que navegar con precaución. El riesgo es encallar contra las rocas. No conocemos estas costas. ¿Quién sabe qué peligros ocultan?

—Coloquémonos a ambos lados del barco y sondeemos el fondo —sugirió Kunar Sell.

Uno de los marinos propuso que llevaran antorchas al puente.

—¡No! —gritó Casiopea—. Nada de antorchas. Nada que pueda advertir a nuestros perseguidores que cambiamos de rumbo. Ya que la luna es nuestra amiga, aprovechemos la oscuridad y naveguemos lo más cerca posible de la costa.

Así, después de varios meses de búsqueda, Casiopea volvía a encontrarse en una situación que le recordaba en muchos aspectos a la que había vivido al abandonar Marsella, casi dos años atrás. Las únicas diferencias: un falucho y una tripulación maquillada de árabe habían sustituido a
La Stella di Dio
y a sus marinos procedentes de todas las riberas del Mediterráneo; Chefalitione y Conrado de Montferrat ya no estaban; Kunar Sell se había unido a su expedición, y Emmanuel había reemplazado a Simón.

Casiopea echaba en falta a veces al impaciente joven que les había acompañado, a su padre, a Taqi y a ella misma, en todas sus aventuras. Si habían encontrado la Vera Cruz, era también, en parte, gracias a él. Recordó el episodio en que Simón se había hundido su propio cuchillo de combate en el vientre para verificar si la cruz que habían descubierto era realmente la Vera Cruz… «Si esta cruz es la Vera Cruz, Dios no permitirá que muera», había declarado entonces. Y había sobrevivido. Pero ¿acaso aquello probaba algo?

Recordó también que aquella noche, mientras velaban a un quebrantado Simón, ella había declarado a Morgennes: «Sé quién eres».

¡Qué ironía! Sí, Morgennes era efectivamente el hombre que Felipe de Alsacia y Chrétien de Troyes le habían enviado a buscar; el caballero cuyas aventuras habían servido de modelo a Chrétien de Troyes para Perceval, el héroe de su último relato. ¿Cuántos años había pasado recorriendo Oriente en busca de un mito, de una ficción, de una leyenda, que era su padre?

Y si el
litterato
no había conseguido terminar su
Cuento del Grial
, tal vez por falta de inspiración, ¿quién era ella para pretender hacerlo cuando Morgennes seguía escapándosele?

Lanzó un suspiro.

—¡Detengámonos ahí! —exclamó Kunar Sell detrás de ella—. Más cerca nos arriesgamos a estrellarnos…

—¿Por qué? —preguntó Casiopea.

—¿No oís?

Casiopea aguzó el oído y percibió, a su derecha, el ruido del viento en los árboles y gritos de animales, minúsculos arrullos de pájaros nocturnos que intercambiaban señales: «¡Por aquí! ¡Comida!».

Penetrando con los ojos en una oscuridad tan intensa como su desconcierto, creyó distinguir la línea gris de una costa, bordeada de árboles cuyos troncos se apretaban estrechamente los unos contra los otros.

—Dime, halcón…

Apenas tuvo tiempo de iniciar la frase y el ave ya había abandonado la borda para volar hacia la orilla.

Un grito perforó la oscuridad. Casiopea vio entonces la forma de un jinete brillando en la lejanía. Inmóvil y luminiscente, parecía un fantasma en lo alto de un faro.

«¡Taqi!», pensó enseguida. Pero ¿cómo había podido surgir así, en el otro extremo del mundo? En cualquier caso, Casiopea no se entretuvo en buscar explicaciones:

—¡Por aquí! —se limitó a decir a sus compañeros.

Se escuchó otro grito en los aires, un grito que procedía del mismo lugar que les señalaba Casiopea.

—Merecéis el noble título de «dama Halcón» —proclamó cortésmente Kunar Sell.

—Merece ser llamada «gentil dama» —dijo Emmanuel.

Casiopea renunció a comentar tan amables palabras.

—¿Es que no le veis? —les preguntó.

—¿A quién? —preguntó Kunar Sell.

—Al jinete, ahí a lo lejos, en la costa. Debe de encontrarse sobre un acantilado, porque parece estar más alto que la línea del horizonte.

Emmanuel y Kunar Sell volvieron la mirada hacia el lugar que ella les indicaba, pero no vieron nada.

—Ni la más pequeña estrella —dijo Emmanuel en tono apenado.

Casiopea tomó a Rufino en brazos y lo orientó hacia el caballero luminiscente.

—¿Y tú? ¿Le ves?

Rufino entrecerró los ojos.

—Me parece que síii… —susurró—. Veo una sombra neeegra en medio de las sooombras, un vacío perfilado en las tinieeeblas.

—¡Pero si no es una sombra! ¡Al contrario, brilla!

Su declaración fue acogida con un profundo silencio. Pero ella sabía que era Taqi. Como en otro tiempo en el volcán, al pie del Krak de los Caballeros o junto a la puerta de Hierro, había venido a salvarla. Mejor que la estrella de los Reyes Magos, la guiaba lejos de los peligros, hacia un lugar más seguro. «Primo Taqi, mi viejo compañero de viaje; no me has abandonado…»

Cuando ya casi se habían detenido, de pronto unas frondas surgieron sobre ellos, como unas manos gigantescas que quisieran sacarlos del mar para introducirlos en las fauces del bosque. Un marino soltó un grito y se lanzó al agua. Al ruido del salto siguió el de sus brazadas.

—¡Una playa! —exclamó poco después.

El hombre agitaba los brazos para que le vieran.

—¡Ve con cuidado, desventurado! —le gritó Emmanuel—. ¿No te han dicho que este mar está infestado de tiburones?

—Y de cocodrilos —añadió plácidamente Kunar Sell empuñando su hacha.

El hombre sonrió ampliamente, y su sonrisa dibujó una corta línea blanca por encima de las olas. Por lo que se veía, los tiburones y los cocodrilos no le asustaban.

—¡Venid!

Con ayuda de sus señales, llevaron el barco más cerca de la costa; luego, otros marineros saltaron por la borda, seguidos enseguida por Kunar Sell y Emmanuel, y entre todos tiraron del falucho para conducirlo a la orilla.

—Un esfuerzo máaas —cacareaba Rufino animándolos desde la proa—. Asíii, asíii. ¡Bieeen!

Un choque seguido del ruido del casco raspando la arena indicó que habían tocado tierra. Casiopea saltó a su vez al agua y ayudó a los marinos a arrastrar el falucho bajo los árboles.

—¡No olvidéis abatiiir el máaastil! —añadió Rufino.

Dos marinos, ágiles como monos, volvieron a saltar a bordo, retiraron los calces que mantenían el mástil en su lugar y lo dejaron tendido sobre el puente. Lanzando un grito, el vigía saltó a las ramas de un azufaifo, desde donde les dirigió furiosos gestos de cólera. ¡Le habían arrebatado su árbol! Una vez el falucho hubo quedado bien a cubierto, tres hombres se apresuraron a camuflar el puente con hojas de palmera.

—Ahora esperemos —dijo Emmanuel.

Había llegado el momento de salir a conseguir provisiones. Se constituyeron dos grupos, uno encargado de abatir loros, monos pequeños y hormigueros, y otro de descubrir una fuente donde llenar los toneles.

—En cuanto a mí —declaró Casiopea—, quiero trepar a lo alto del acantilado donde he creído ver a mi jinete.

—Voy contigo —dijo Emmanuel—. No sabes nada de estos parajes ni de los peligros que pueden ocultar. No quiero que te suceda ninguna desgracia.

—Yo me quedaré para vigilar el campamento —dijo Kunar Sell hundiendo en la arena la base de su hacha en un gesto de desafío.

Emmanuel y Casiopea caminaban lo más cerca posible de la orilla, procurando evitar las olas que regularmente les lamían los tobillos. Estaba todo muy oscuro, tan oscuro que hubiera podido creerse que el mar brillaba más que el cielo. Los árboles formaban una muralla confusa, viva. A intervalos, las ramas se agitaban bajo el efecto de una brisa. A veces, extraños murmullos surgían de la maleza para recordarles que no estaban solos.

—¿Crees realmente que era Taqi? —preguntó Emmanuel siguiendo los pasos de Casiopea.

—Estoy completamente segura.

Su bota se arrancó de la arena mojada con un siseo y se hundió de nuevo en el siguiente paso.

—¿De modo que no está en el infierno?

—No lo sé. Ya no sé dónde está el infierno, ni si Taqi se encuentra todavía en él, ni siquiera si mi padre…

Emmanuel guardó silencio. Al contrario que Simón, no se había manifestado con respecto a Morgennes. De hecho parecía que hubiera puesto término a su duelo por él, como si Morgennes hubiera muerto al mismo tiempo que el Emmanuel del Hospital, el orgulloso caballero que no había querido dejar a Reinaldo de Châtillon el privilegio de matarle.

—Poco importa, te creo —declaró tragando saliva—. A donde tú vayas, yo iré…

—Te lo agradezco —respondió ella, por más que aquella frase le recordara a Simón.

Sin embargo, no había comparación posible entre los dos caballeros. Mientras Simón se había dejado invadir por el mal, Emmanuel había sabido mantenerse bueno. Emmanuel era alguien luminoso, en quien se podía confiar… «Como Taqi», pensó al recordar a su primo, por quien había sentido siempre una infinita ternura.

Emmanuel no se cansaba de contemplar a Casiopea, cuya delicada silueta se destacaba en la noche mientras empezaba a ascender ágilmente por la pendiente, sin ahorrar esfuerzos y al mismo tiempo sin que pareciera sufrir por ello. Emmanuel nunca la oía jadear ni tomar aliento. Ella nunca se detenía para descansar un instante con las manos apoyadas sobre las rodillas y el tronco inclinado hacia delante. ¿Acaso esta mujer era de acero? ¿Estaba hecha de un metal tan misterioso y sólido como la espada que llevaba en el costado izquierdo? Emmanuel nunca había conocido a nadie que mostrara tanta determinación en todos sus actos.

Después de varias horas de marcha, llegaron por fin a lo alto de un acantilado. En el cielo, el grito de un pájaro les confirmó que efectivamente era el lugar que buscaban. El lugar donde había aparecido Taqi. Porque aunque nadie —aparte de Casiopea y tal vez de Rufino— hubiera visto al jinete, el halcón sabía bien que había estado allí.

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