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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (30 page)

BOOK: La tumba perdida
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Carter la dejó de nuevo sobre la mesa y fue hasta la puerta del despacho.

—¡Ahmed! —gritó.

—Sí, mudir —respondió el egipcio con serenidad.

—Prepara, por favor, el coche para ir al embarcadero. He de hacer una visita urgente en la otra orilla.

Ahmed juntó las manos y asintió con la cabeza y un instante después esas mismas manos comenzaron a dar palmas para llamar a los otros miembros del servicio.

Carter metió la carta en el sobre, se la guardó en el bolsillo del pantalón, cogió su chaqueta y su sombrero y salió del despacho.

Cuando llegó al zaguán, el coche ya le esperaba. Unos minutos después ya estaba en el embarcadero dispuesto a tomar el siguiente barco que cruzara el Nilo en dirección a Luxor. No tuvo que esperar mucho tiempo.

Un rato después el arqueólogo cruzaba, como había hecho en tantas ocasiones en los últimos meses, la entrada a las oficinas del gobernador de la provincia de Kena. A medida que avanzaba, sus zancadas se fueron agrandando. Ignoró a los funcionarios que amablemente le saludaban y fue directo al despacho de Jehir Bey.

Cuando estuvo frente a la puerta, ni siquiera llamó. Sombrero en mano, entró en el despacho como un elefante en una cacharrería; le seguían dos funcionarios que intentaban avisarle de que sería recomendable anunciar su visita. Pero ya era demasiado tarde.

En el otro extremo del gran salón de madera que acogía el despacho del político, Carter encontró a Jehir Bey y a su colega de aventuras François Lyon.

—Buenos días, señores —dijo irrumpiendo en el despacho con la carta del Departamento de Obras Públicas en la mano.

Los dos hombres volvieron la cabeza y lo miraron con expresión de sorpresa.

—Buenos días, señor Carter —dijo el gobernador sin demasiado entusiasmo—. No le esperaba esta mañana.

—Créame, tampoco yo tenía previsto venir, señor gobernador. Mi agenda está llena de trabajo y me fastidia terriblemente perder horas de mi precioso tiempo para venir a verle. Pero las circunstancias me obligan. —Carter arrojó sobre el escritorio de Jehir Bey el sobre amarillo con la carta firmada por P. M. Tottenham.

Al ver el sello del Departamento de Obras Públicas, el gobernador frunció el ceño.

—François, por favor, déjanos solos —dijo a su secretario.

Lyon desapareció por una puerta lateral que daba a un despacho anexo.

—Exijo una explicación. —Carter señalaba la carta.

Jehir Bey tomó el documento oficial con cierto protocolo. En su rostro no había ningún tipo de sorpresa; todo parecía indicar que en el fondo estaba esperando ese momento.

—He de confesarle, señor Carter, que en cierto modo su visita no me sorprende.

—Luego intuyo que está al corriente de lo que aquí se dice —le atajó el inglés.

El gobernador de la provincia de Kena evitó responder a aquella pregunta, dejó la carta de nuevo sobre la mesa y abrió una pitillera.

—¿Desea fumar? —le invitó el egipcio.

—Como comprenderá, no he venido a compartir un cigarrillo con su excelencia —replicó Carter con cierta burla en la voz.

Jehir Bey cogió un cigarrillo y lo encendió con un fósforo.

—La situación —dijo por fin el egipcio con desesperante parsimonia— ha cambiado sustancialmente desde el desgraciado fallecimiento de lord Carnarvon. —Jehir Bey volvió el rostro hacia el inglés y exhaló una espesa bocanada de humo que le sirvió de parapeto.

—La situación no ha cambiado en absoluto —replicó Carter—. La casa Carnarvon renovó el contrato para la campaña del año próximo; todos y cada uno de los apartados estipulados en ese contrato deben respetarse. Por otra parte, hay que preparar un plan de trabajo para desmantelar las capillas doradas de la cámara funeraria, y eso exige cierto sosiego; saber por lo menos que no habrá ningún tipo de problema ni injerencia por parte de su gobierno.

—Lo entiendo, lo entiendo… Pero aquí se trata de detalles que no aparecen aclarados en el contrato de excavación.

—¿Por ejemplo? —preguntó el arqueólogo con altivez.

—Como bien señala la carta que ha recibido del Departamento de Obras Públicas, la excavación no debe interrumpir el ritmo de visitantes al Valle de los Reyes. Además, en ese recorrido turístico también se debería incluir, al menos una vez a la semana, la visita a la tumba de Tutankhamón.

—Eso es una locura —protestó el inglés—, retrasaría increíblemente los trabajos de restauración de las piezas.

—Señor Carter, estamos hablando de un solo día; la semana tiene siete…

—Señor gobernador, veo que ignora los detalles más simples de la arqueología. La tumba está repleta de objetos muy delicados. Si la visita se realizara el martes, por ejemplo, el lunes habría que recoger y embalar todo el material para que la tumba quedara limpia para los turistas, y el miércoles habría que volver a sacarlo todo para poder trabajar. Serían tres días, excelencia, casi la mitad de la semana…

—Lógicamente intentaríamos compensar las molestias con…

—Nosotros no comerciamos con el tiempo —le cortó Carter—. Si así fuera, ya habríamos organizado visitas guiadas a la tumba. Los agentes de Thomas Cook nos han ofrecido la posibilidad de llevar turistas y siempre lo hemos rechazado. Y créame que la oferta ha sido tentadora, pero la tumba de Tutankhamón no está en venta.

—No está en venta y, sin embargo, por alguna razón canalizan el flujo de noticias hacia el periódico que más les interesa y dejan de lado, de una manera muy poco elegante, por cierto, a los rotativos egipcios.

Carter no podía ofrecer una respuesta evasiva a esa cuestión. Jehir Bey tenía razón en sus argumentos.

—Lord Carnarvon decidió dar la exclusiva a The Times —improvisó el inglés— para focalizar en un solo medio toda la información y para evitar perder el tiempo hablando con todos.

—Una opción que me consta ha reportado a la excavación pingües beneficios.

—El dinero se reinvierte automáticamente en los trabajos científicos que se llevan a cabo en la tumba. Los ingleses no empleamos los métodos de apropiación a los que ustedes son tan aficionados.

—Señor Carter, le ruego que retire ese comentario. Es totalmente inapropiado y vejatorio hacia el pueblo que represento.

—Tiene usted razón. Lo retiro. Desde luego, mis humildes servidores no son de tan baja estofa. Me refería, como habrá intuido, a gente de su calaña. Sí, no ponga cara de sorprendido. A usted le preocupa tanto solventar los problemas de su pueblo como a mí saber qué temperatura hace ahora mismo en el Polo. Le da igual. Todo le da igual. Sólo piensa en el dinero, en cómo llevarse la mayor tajada del pastel. Un pastel al que usted no ha aportado absolutamente nada. Desde su posición, abusa del poder que le da su cargo para conseguir lo que por medio del trabajo no ha obtenido nunca.

Cuando el arqueólogo acabó su discurso, permaneció quieto ante el escritorio del gobernador, con las manos apoyadas en el respaldo de una de las sillas que había frente a él.

—¿Ha terminado ya, señor Carter? Ha sido una disertación brillante pero carente de sentido. El problema aquí es la prensa egipcia, a la que ustedes han arrinconado de una manera, si me permite decirlo, inconcebible.

—La prensa egipcia está recibiendo la misma información que el resto de los periódicos europeos y americanos.

—Sí, la misma información, tarde y mal. Es ofensivo que una noticia que tiene lugar en el Valle de los Reyes la conozcan antes en Londres que en la propia ciudad de Luxor, a pocos cientos de metros de donde está la tumba.

Jehir Bey se interrumpió al oír que la puerta lateral de su despacho se abría.

—Tiene una llamada desde la oficina de la orilla oeste —dijo François Lyon asomando la cabeza—. Es referente a la tumba de Tutankhamón y… al señor Carter.

El gobernador supo leer en la mirada de su secretario.

—Muy bien, pásamela.

Jehir Bey descolgó el teléfono y saludó. Carter consiguió relajarse y, separándose de la mesa, caminó de manera distraída frente a los cuadros que decoraban aquel atiborrado despacho. Sabía que hablaban de él, pero no le dio importancia. No era algo insólito; el noventa y nueve por ciento de las noticias que salían de la orilla oeste le tenían como protagonista. Y la mayoría de las veces no eran buenas. Era algo habitual.

—Me temo que no tiene mucha suerte esta mañana, señor Carter —dijo el gobernador cuando colgó el teléfono.

—Viniendo de usted, espero cualquier cosa —repuso el egiptólogo en un tono ácido.

—Esto parece grave. Era uno de los inspectores que trabaja en el Valle de los Reyes, Ibrahim Habib.

—Lo conozco, es uno de los inspectores del Servicio de Antigüedades en Luxor. Me pregunto por qué le llama a usted.

—Han descubierto una caja de vino de Fortnum & Mason en el almacén de la tumba de Ramsés XI. Al parecer, dentro hay una talla de madera que representa la cabeza de un niño saliendo de una flor de loto.

—Sí, hasta hace unos meses estaba en mi casa. La llevé al almacén a petición de monsieur Lacau. Él está al tanto de todo esto.

—Pues los inspectores del valle desconocían ese detalle y se preguntan qué hace una pieza tan excepcional en una caja medio escondida entre los objetos que, según me dice Ibrahim, usted había dispuesto llevarse en breve a El Cairo, y no precisamente al museo…

—Eso es absurdo —protestó Carter—. Monsieur Lacau conoce la historia de esa talla. Se descubrió entre los escombros del pasillo que lleva a la antecámara. Es cierto que pidieron que se etiquetara correctamente. Hasta ahora sólo aparece en los dibujos genéricos del pasillo y en los grupos de piezas descubiertos allí.

—¿Y por qué no la han etiquetado correctamente, señor Carter?

—Excelencia —dijo el inglés con ironía—, los últimos dos meses han sido completamente anómalos en los trabajos de la tumba. El fallecimiento de lord Carnarvon nos ha retrasado, no ha habido tiempo material ni siquiera para ponernos al día en lo que respecta a la rutina de investigación con las piezas nuevas.

—Me temo que esa historia no la creerá nadie. El inspector me ha llamado porque sospecha que usted quería llevarse esa talla, que, por lo que cuenta, debe de ser magnífica.

—¿Cómo se atreve a sospechar siquiera que trafico con objetos descubiertos en la tumba? —exclamó Carter, muy irritado.

—No solamente lo sospecho, al parecer hay pruebas que así lo afirman. Una valiosa joya en el mercado de antigüedades… Ha pedido personalmente al señor Burton que tome cuanto antes las fotografías oportunas, dibujos, etcétera, y de inmediato será embalada hacia el Museo de El Cairo.

—El señor Burton trabaja en mi equipo, no para ustedes. Está tergiversando las cosas, gobernador. No existe ningún problema, pero usted está actuando de forma deshonesta porque se siente frustrado por no encontrar lo que busca.

—¿Y qué busco, señor Carter? —preguntó el egipcio.

—Busca la tumba maldita. Creía que robando un ostracon en el que aparece un listado de tumbas ya tenía la clave necesaria para dar con ella.

—¡Usted descubrió Tutankhamón gracias a esa piedra! —replicó Jehir Bey—. Es un arqueólogo mediocre. Cuando uno de mis hombres dé por fin con esa tumba, como si fuera el juego de un ilusionista, no se sorprenda de que la prensa me coloque al mismo nivel que usted.

Carter respondió, alterado:

—¡Diga usted lo que quiera, gobernador, pero no fue el ostracon lo que me llevó hasta la tumba de Tutankhamón! —Luego, con voz algo más tranquila, prosiguió—: Al menos reconoce que su único interés es encontrar esa tumba. Lo que viene después no hace falta que me lo diga; ahórreselo, excelencia —repitió con sorna—. Todo el mundo en Luxor conoce sus sistemas de gobierno basados en el crimen, el robo y la extorsión. Y usted afirma que pertenece a un partido nacionalista… Creo que no me queda más por escuchar en este despacho. Está todo bien claro. Pero no olvide que se equivoca. No sabe dónde está esa tumba, y por mucho que busque no la encontrará. Aunque tuviera todos los textos del valle en sus manos, su avaricia le cegaría una y otra vez, confundiéndole y enredándole en una búsqueda que no le llevará a ningún sitio. Créame, abandone. Todo será en vano.

—Diría que usted sí sabe dónde está esa tumba…

—Lo que sí sé es dónde no está. Ésa es una información que sólo se consigue con el trabajo diario de muchos años, después de haber pisado el lugar días enteros desde los primeros rayos del sol hasta que la oscuridad se apodera del valle. Y de eso, mi querido gobernador, usted no sabe nada. Una antigüedad no es una pieza que se tasa con un precio para conseguir un dinero fácil. Es mucho más que eso. Pero tales sentimientos y experiencias le son totalmente ajenos.

Carter aferró con fuerza el sombrero y dio media vuelta hacia la puerta del despacho del gobernador.

—No sé si daré con esa tumba —le espetó Jehir Bey antes de que abriera la puerta—, pero de lo que estoy seguro es de que usted no la va a encontrar. No voy a cejar ni un solo instante en intentar expulsarle del Valle de los Reyes.

—Una vez más, me amenaza con argumentos deleznables, algo realmente lamentable siendo egipcio y ocupando el cargo que ocupa.

—No le consiento que…

—El que no se lo consiente soy yo, señor gobernador. No estoy dispuesto a que se vulneren los derechos de la casa de Carnarvon, a la que muy orgullosamente represento, ni en esta afrenta ni en ninguna otra. Téngalo muy presente.

—Los rumores sobre la maldición de Tutankhamón son cada vez mayores. Los periódicos ingleses, a los que usted mismo desatiende, llenan sus páginas con la muerte de lord Carnarvon y la de su famoso Pájaro de Oro. Sería una lástima que al llamémoslo descubridor de la tumba también le sucediera algo. Vaya con cuidado. Los espíritus del pasado pueden aparecer en cualquier momento y darle un terrible disgusto.

—Acabar conmigo no le otorgará la habilidad para encontrar la tumba. Puede tener una clave, puede incluso conocer su localización exacta, pero hay una cosa que usted ignora y que sólo un arqueólogo de dilatada experiencia como yo sabe: una tumba es un ser vivo; si ella quiere, usted la descubrirá, pero si no, la entrada se hundirá en la arena más y más y le resultará imposible acceder a ella.

Capítulo 18

El joven faraón sabía que aquella mañana las cosas no iban a desarrollarse como esperaba.

Al igual que todas las semanas, Tutankhamón se disponía a reunirse con sus asesores, con las personas que él entendía que eran de su confianza, para debatir y tomar decisiones. Con la restitución de los antiguos dioses, parecía que la calma había regresado, pero realmente no era así. Los reinados de Akhenatón y, especialmente, de su sucesor, Semenkhare, habían sido breves en comparación con los de otros reyes que habían gobernado la tierra de Kemet. Era necesario un gran esfuerzo para alcanzar la anhelada normalidad. Pero Tutankhamón creía que esa armonía no llegaría nunca si los sacerdotes de Amón seguían intercediendo en la política. Ay había pedido que Ramose asistiera a la reunión. Al joven rey no le agradaba la idea, pero sabía que no podía negarse; de hacerlo, tal como le advirtió el tesorero Maya, despertaría sospechas entre los ambiciosos sacerdotes y se abrirían viejas heridas.

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