Read La tumba de las luciérnagas Online

Authors: Akiyuki Nosaka

Tags: #Drama, Relato

La tumba de las luciérnagas (3 page)

BOOK: La tumba de las luciérnagas
3.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Antes de nada, dejó a Setsuko al cuidado de unos parientes lejanos que vivían en Nishinomiya con quienes habían convenido acogerse mutuamente en caso de incendio; la familia se componía de una mujer viuda, un hijo que estudiaba en la Escuela de Marina Mercante y una hija, y alojaban además a un huésped, empleado en las aduanas de Kôbe. El siete de junio al mediodía, el cadáver de su madre debía ser incinerado al pie del monte Ichiô; al quitarle las vendas que envolvían sus muñecas para sujetar con alambre la placa de identificación, la piel de la madre, que Seita podía ver al fin, apareció tan ennegrecida que nadie hubiera creído que perteneciera a un ser humano y, en el momento de cargarla sobre una parihuela, multitud de gusanos cayeron rodando rítmicamente al suelo; bajó la mirada, cientos, miles de gusanos se retorcían sobre el pavimento del aula de trabajos manuales, ignorados por quienes los iban aplastando bajo sus pies con gesto impasible mientras sacaban los cadáveres: cuerpos ennegrecidos similares a troncos quemados que envolvían en una estera de paja antes de cargarlos en un camión, o bien cadáveres de muertos por asfixia, por heridas, y aun otros, que iban alineando, sin envolver siquiera, dentro de un autobús desprovisto de asientos.

En una explanada al pie del monte Ichiô, una fosa de unos diez metros de diámetro donde se amontonaban desordenadamente vigas, pilares de madera y
shoji
[16]
de edificios derruidos como medida de seguridad; depositaron los cadáveres sobre aquel montón y los miembros del cuerpo de vigilancia antiaérea fueron vaciando en la fosa cubos de petróleo con ademanes que recordaban los ejercicios de entrenamiento de extinción de incendios; luego encendieron un trapo y, al arrojarlo dentro, se levantó una humareda negra y el fuego empezó a arder; los cadáveres, envueltos en llamas, que caían rodando eran prendidos con un gancho de palo largo y devueltos a la hoguera; a su lado, sobre una mesa cubierta por una tela blanca, se alineaban a centenares cajas de madera de apariencia miserable: era en ellas donde más tarde depositarían los huesos.

Alejaron a los parientes, diciendo que entorpecían el trabajo y, durante la noche que siguió a aquella incineración que no había oficiado siquiera el monje más mísero, repartieron los huesos metidos en las cajas de madera, donde figuraba el nombre del difunto escrito con carboncillo, como si, ¡qué gran utilidad la de la placa de identificación!, dieran a cada cual su parte en la cola del racionamiento. Pese al humo negro que se había alzado de la hoguera, los huesos eran inmaculadamente blancos.

Ya era plena noche cuando Seita llegó, al fin, a la casa de Nishinomiya, «¿Mamá todavía está malita?» «Se ha herido en el bombardeo», «¿Y el anillo, ya no se lo pondrá más? ¿Me lo ha dado a mí?» Seita escondió la caja con los huesos dentro de un pequeño armario empotrado que había encima de una estantería y, por un momento, imaginó el anillo ciñendo aquellos huesos blancos; horrorizado, alejó enseguida esta visión de su pensamiento, «Este anillo es muy valioso, guárdalo», le dijo a Setsuko que estaba sentada sobre un colchón, jugando con las fichas de
ohajiki
y con el anillo. Seita no lo sabía, pero su madre, como medida de seguridad, había enviado a casa de los parientes de Nishinomiya kimonos, ropa de cama y mosquiteras; la viuda, señalando los paquetes envueltos en unos
furoshiki
de estampado arabesco que se amontonaban en un rincón del pasillo, dijo en un tono dulzón que ocultaba a duras penas la envidia: «¡Qué suerte pertenecer a la armada, ¿no? Todo te lo llevan en camión!»; al abrir una canasta de mimbre, aparecieron la ropa interior de Seita y de Setsuko y los kimonos de uso diario de la madre; dentro de un baúl para guardar vestidos occidentales había kimonos de paseo de largas mangas; el olor a naftalina que los impregnaba le hizo sentir nostalgia.

Les asignaron una habitación de tres
tatami
al lado del recibidor; como tenían cédula de damnificados, les correspondía una ración especial de arroz, latas de salmón, carne de ternera y legumbres cocidas; además, cuando excavó entre escombros y cenizas ya frías el lugar que supuso correcto dentro de un perímetro de dimensiones tan reducidas que lo sorprendió: «¿Aquí vivíamos todos nosotros?», encontró en perfecto estado los víveres que había guardado en el brasero de cerámica Seto; alquiló una carreta e invirtió todo un día en transportarlos, cruzando los cuatros ríos: Ishiya, Sumiyoshi, Ashiya y Shukugawa, hasta dejar apilada toda aquella comida en el recibidor; con todo, la viuda siguió con sus reproches: «¡Vaya vida de lujo se dan las familias de los militares!», mientras iba, con aire satisfecho, repartiendo orgullosamente entre los vecinos unas ciruelas conservadas en sal que no le pertenecían; había restricciones en el suministro de agua y contar con un joven fuerte como Seita para acarrearla desde un pozo que estaba a trescientos metros de la casa representaría una gran ayuda; la hija, alumna de cuarto año de la escuela superior femenina movilizada en la fábrica de aviones Nakajima, incluso cuidó por unos días de Setsuko durante su permiso.

En el pozo, una mujer de la vecindad cuyo marido estaba en el frente y un estudiante de la universidad de Dôshisha, que paseaba con el torso desnudo y con una gorra en la cabeza, tenían la osadía de aparecer cogidos de la mano, convirtiéndose, así, en la comidilla del vecindario; no se hablaba menos de Seita y de Setsuko, aquellos pobres niños, hijos de un teniente de la armada, que habían perdido a su madre en un bombardeo y a quienes todo el mundo compadecía después de que la viuda pregonara interesadamente su historia por todo el barrio.

Al anochecer, las ranas croaban en un depósito de agua cercano y, a ambos lados de la caudalosa corriente que venía fluyendo desde el depósito a través de la hierba espesa, las luciérnagas titilaban posadas una sobre cada hoja; al alargar la mano hacia ellas, su luz se veía parpadear entre los dedos, «¡Mira, cógela!», depositaba una sobre la palma de la mano de Setsuko, pero ésta la cerraba con todas sus fuerzas y aplastaba la luciérnaga en un instante: en la palma de su mano quedaba un penetrante olor acre, arropados en la negra placidez de las tinieblas de junio, porque en Nishinomiya, al pie de la montaña, los ataques aéreos se sentían todavía como algo ajeno.

Envió una carta a la base naval de Kure dirigida a su padre a la que nadie respondió, luego fue a comprobar cuánto dinero tenían en la agencia Rokkô del banco de Kôbe y en la agencia Motomachi del Sumitomo, bancos que recordaba muy bien porque un día, de regreso, había importunado a su madre para que le comprara ya no sabía qué; anunció a la viuda que en la cuenta había unos siete mil yenes y ella se henchió de orgullo, «¡Pues a mí, cuando murió mi marido, me dieron setenta mil yenes de gratificación del retiro!», y añadió, presumiendo ahora de su hijo: «Yukihiko estaba sólo en tercer año de bachillerato, pero saludó con tanta corrección al presidente de la compañía, que lo felicitó y todo. ¡Mi hijo vale mucho!», eran palabras llenas de sobreentendidos, dirigidas a Seita, quien no podía evitar dormirse por las mañanas, ya que tenía dificultades en conciliar el sueño y se despertaba por las noches gritando de terror; en menos de diez días, las ciruelas del tarro, los huevos en polvo y la mantequilla se habían agotado, las raciones especiales para damnificados también habían desaparecido y, de sus dos raciones de tres
shaku
de arroz, la mitad se convirtió en soja, cebada y maíz; la viuda temía que aquellos dos niños en pleno crecimiento acabaran comiéndose incluso su ración y, poco después, al servir las gachas de arroz aguado con legumbres que tomaban tres veces al día, hundía pesadamente el cazo hasta el fondo de la olla y daba el arroz a su hija, mientras a Seita y a Setsuko les llenaba el tazón de caldo y legumbres; debía remorderle la conciencia de vez en cuando porque solía decir: «Como la niña está trabajando para la patria, debe comer bien para tener fuerzas», sin embargo, en la cocina, se la oía rascar sin descanso la olla con el cazo para desprender el arroz que se había adherido al fondo, el arroz más suculento, aromático y pastoso, sin duda alguna; al imaginar a la viuda devorándolo con fruición, Seita, más que enfadarse, sentía cómo se le hacía la boca agua. El huésped que trabajaba en aduanas conocía todos los recovecos del mercado negro y solía regalarle a la viuda latas de carne de ternera, almíbar y salmón para ganarse su favor, porque le gustaba mucho la hija.

«¿Vamos a la playa?», un día despejado de la estación de las lluvias, Seita, preocupado por el terrible sarpullido que cubría la piel de Setsuko, pensó que las manchas desaparecerían si las frotaba con agua salada; era difícil adivinar qué razonamientos habría seguido la mente infantil de Setsuko para explicarse la desaparición de su madre, pero lo cierto era que apenas preguntaba por ella y que había pasado a depositar toda su confianza en su hermano mayor, «¡Oh, sí! ¡Qué bien!»; hasta el verano pasado, su madre alquilaba una casa en Suma donde solían pasar todo el verano: Seita dejaba a Setsuko sentada en la arena e iba y venía nadando desde la orilla hasta las boyas de vidrio de las redes de los pescadores que flotaban mar adentro; en la playa había un puestecillo que, pese a ser un sencillo merendero, servía un
sake
dulce con sabor a jengibre y ellos dos lo bebían soplando; de regreso les esperaba el
hattaiko
[17]
que había hecho su madre: Setsuko se lo embutía en la boca y, al atragantarse, su cara acababa embadurnada, toda, de
hattaiko
… «¿Lo recuerdas Setsuko?», tenía ya estas palabras en los labios, pero se dijo que era mejor no despertar los recuerdos de la niña hablando sin ton ni son.

Se dirigieron a la playa bordeando el riachuelo; en el camino asfaltado que corría en línea recta, había detenidas unas carretas de tiro donde iban cargando diversos fardos que sacaban de las casas; un joven rechoncho, con gafas y una gorra de la Escuela Primera de Bachillerato de Kôbe, llevaba entre los brazos un montón de libros muy voluminosos y los depositó en la carreta mientras el caballo sacudía la cola con apatía; tras girar a la derecha, desembocaron en el dique del río Shukugawa; a medio camino, estaba la cafetería Pabonii donde servían
agar-agar
con sabor a sacarina y allí solían detenerse a tomar uno; la pastelería Yûhaimu de Sannomiya que había permanecido abierta hasta el final; medio año antes, con motivo del cierre de la tienda, habían hecho una hornada de tartas montadas y su madre había comprado una; el dueño de la pastelería era judío, por cierto, como lo era también aquella multitud de refugiados que el año quince de Shôwa
[18]
llegó a la mansión de ladrillo rojo que se encontraba cerca de Shinohara, donde Seita estudiaba matemáticas: aunque eran jóvenes, todos llevaban barba, a las cuatro de la tarde se dirigían en fila india al baño público y, pese al calor del verano, se cubrían con un grueso abrigo; había uno que calzaba los dos zapatos del pie izquierdo y andaba cojeando, ¿qué habrá sido de ellos?, ¿los habrán obligado a trabajar en una fábrica, como es de suponer tratándose de prisioneros? Los prisioneros trabajan duramente; así lo dicen: en cuanto a esfuerzo, éstos se sitúan en primer lugar; en segundo, los estudiantes; en tercero, los movilizados y, en cuarto lugar, los obreros de verdad; éstos suelen hacer tabaqueras metálicas con duraluminio, reglas con resina sintética y cosas por el estilo; con gente como ésa, ¿cómo diablos se va a ganar una guerra? El dique del río Shukugawa se había convertido en una huerta donde se abrían las flores de la calabaza y del pepino; en la zona que se extendía hasta la carretera nacional no se veía ni un alma y, dentro del bosquecillo que la bordeaba, unos aviones de tamaño mediano, de reserva para la lucha final en territorio japonés, permanecían en silencio, cubiertos por una exigua red de camuflaje que no era más que una simple excusa. En la playa, niños y ancianos llenaban botellas de un
shô
[19]
con agua de mar, «Setsuko, desnúdate», Seita empapó una toallita de agua, «Puede que esté un poco fría», y frotó repetidas veces las zonas de aquella piel tersa, ya de mujercita, donde se multiplicaban las manchas rojas, en los hombros y en los muslos; el baño en Manchitani iban a tomarlo a casa de unos vecinos que vivían dos casas más allá; eran siempre los últimos en entrar y, al bañarse envueltos en las tinieblas de las restricciones de luz, Seita jamás tenía la sensación de haberse lavado; el cuerpo desnudo de Setsuko, que veía de nuevo, era blanco como el de su padre; «¡Mira! ¿Qué le pasa a aquel hombre? ¿Está durmiendo?», al lado del dique de protección había un cadáver cubierto con una estera de paja bajo la que asomaban unas piernas desmesuradamente grandes en comparación al cuerpo, «¡Déjalo! ¡Es mejor que no lo mires! Oye, en cuanto haga un poco más de calor, podremos nadar. Yo te enseñaré», «¡Si nadamos, tendremos aún más hambre!», también Seita se veía acuciado, en los últimos tiempos, por una insoportable sensación de hambre, hasta el punto de que, cuando se sacaba alguna espinilla caprichosa que le había aparecido en el rostro, se metía inconscientemente aquella grasa blanca en la boca; le quedaba algún dinero, pero carecía de experiencia en la compra clandestina, «¿Por qué no intentamos pescar algún pez?», pensó que no debería ser difícil atrapar un
bera
, o quizá un
tenkochi
[20]
; como último recurso, decidieron buscar algas, pero sólo había algunos sargazos podridos flotando al vaivén de las olas.

Cuando se anunció el estado de alerta, decidieron volver a casa y, al pasar por delante del hospital Kansei, de súbito oyeron resonar la voz de una joven: «¡Eh, mamá!», una enfermera se arrojó a los brazos de una mujer de mediana edad que llevaba una bolsa al hombro, su madre recién llegada del campo, sin duda; Seita, embobado, contempló la escena medio con envidia, medio con fascinación, pensando: «¡Qué expresión tan bonita tiene esta enfermera!»; «¡Evacuación!», Seita dirigió maquinalmente la mirada hacia el mar: unos B-29 sobrevolaban las aguas profundas de la bahía de Osaka en vuelo rasante arrojando minas; debían haberse agotado ya todos los objetivos a incendiar, porque en los últimos días los bombardeos a gran escala se habían ido alejando cada vez más.

«Los kimonos de tu madre, me sabe mal decírtelo, pero ya no sirven para nada, ¿qué te parece si los cambiamos por arroz? Ya hace tiempo que yo voy intercambiando esto y lo otro para poder completar lo que nos hace falta», la viuda añadió que su madre se hubiera alegrado por ello; sin esperar siquiera una respuesta, abrió el baúl de vestidos occidentales y, con mano experta, que delataba las repetidas veces que debía haber registrado el contenido del baúl mientras ellos estaban ausentes, sacó dos o tres kimonos y los puso encima del
tatami
, «Con eso creo que podremos conseguir un
to
[21]
de arroz. Tú también tienes que alimentarte bien, Seita, tienes que ponerte fuerte para cuando seas soldado».

BOOK: La tumba de las luciérnagas
3.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Head of the Saint by Socorro Acioli
Love Me: Oakville Series:Book 5 by Kathy-Jo Reinhart
Nothing to Fear by Jackie French Koller