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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (10 page)

BOOK: La Torre de Wayreth
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Iolanthe estaba completamente de acuerdo.

La peregrina los condujo a la Corte del Inquisidor. No permitió que Slith entrara, ni siquiera que esperara fuera a Iolanthe, como se ofreció a hacer. La peregrina sacudió la cabeza y al sivak no le quedó más remedio que marcharse.

Iolanthe detestaba aquel lugar. Odiaba los sonidos espeluznantes, las imágenes aterradoras y los olores insoportables, que siempre le inspiraban un terror indescriptible. La peregrina oscura la observaba con aire de suficiencia, con la esperanza de que el miedo la traicionase. Iolanthe se cogió la falda de la túnica y pasó junto a la mujer para entrar en la Corte del Inquisidor.

Se trataba de una estancia amplia y oscura, excepto por un haz de agresiva luz que caía desde un origen desconocido y formaba un círculo iluminado en el centro. En un extremo, el Señor de la Noche se hallaba sentado en un banco elevado, que le otorgaba un aire de magistrado. El verdugo, al que se conocía como Ejecutor, estaba de pie a su lado. El Ejecutor era el encargado de llevar a cabo las torturas y cumplir las ejecuciones, y era un hombre bajo y de constitución recia. Nada podía decirse de su cuello, pues no tenía, pero sí de los marcados músculos de sus brazos, de los que estaba increíblemente orgulloso y que lucía siempre que podía. Por eso vestía la misma túnica negra y larga que los demás clérigos, pero sin mangas; ése era el método más eficaz para presumir de bíceps. Alrededor de la habitación se repartían varios peregrinos oscuros, que hacían las veces de guardias y siempre se mantenían en las sombras.

Iolanthe entró con cautela, sin ver muy bien dónde ponía los pies, pues el círculo de intensa luz sumía la oscuridad en sombras aún más impenetrables.

Si hubiese querido, el Señor de la Noche podría haber rezado a su reina para poder bañar la habitación con su luz profana. Sin embargo, prefería mantener su tribunal entre sombras. Al situar a la víctima bajo la luz cegadora, y dejar el resto de la estancia sin iluminar, la pobre desdichada se sentía aislada, sola y vulnerable.

Iolanthe se quedó cerca de la puerta, más por instinto que porque realmente tuviera la esperanza de escapar si algo salía mal. Hizo una reverencia al Señor de la Noche. Este era un humano de edad avanzada, alrededor de los setenta años, de altura media y enjuto. El cabello largo y gris, que siempre llevaba cuidadosamente peinado, y su expresión amable y benévola le daban la apariencia de un viejo caballero lleno de bondad.

Hasta que se descubrían sus ojos.

El Señor de la Noche veía las simas más oscuras a las que podía caer el alma de los hombres, y se deleitaba con ello. Lo complacían el dolor y el sufrimiento de los demás. El Ejecutor infligía las torturas bajo la atenta mirada del Señor de la Noche, quien reaccionaba ante los gritos y el martirio de formas tan perversas que incluso aquellos a su servicio lo miraban con miedo y aversión. Los ojos del Señor de la Noche estaban tan carentes de vida como los de un tiburón, tan vacíos como los de una serpiente. El único momento en que se adivinaba en ellos un destello coincidía con el culmen de sus pavorosos placeres.

El Señor de la Noche hacía que Iolanthe se estremeciera, y la hechicera no era muy dada a sentir miedo. Al fin y al cabo, ella era la amante de Ariakas, el segundo hombre más peligroso de Ansalon. Incluso el emperador tenía que reconocer a regañadientes que el Señor de la Noche era el primero.

Con aquellos ojos sobrecogedores clavados en ella, Iolanthe no estaba dispuesta a darle la satisfacción de descubrir su falta de valor. Le dedicó una ligera reverencia y después, como si ya estuviera cansada de su imagen, dirigió su mirada hacia el prisionero. Descubrió, para su gran sorpresa, que la víctima era un mago, que era joven y que vestía la túnica negra. Se le cayó el alma a los pies. Ya no cabía duda de por qué el Señor de la Noche la había llamado.

—Estáis metida en un buen problema, señora Iolanthe —anunció el Señor de la Noche con su suave voz—. Como veis, hemos capturado a vuestro espía.

El Ejecutor sonrió y tensó sus bíceps.

—¿Mi espía? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¡No había visto a ese hombre en mi vida!

El Señor de la Noche la estudió atentamente. Su diosa le había concedido el don de saber cuándo le mentían, aunque no solía utilizarlo. Normalmente no le importaba si la gente decía la verdad o no, pues los torturaba de todos modos.

—Y, sin embargo, ambos tenéis en común vuestro plumaje de pajarracos.

—Ambos vestimos la túnica negra, si es eso a lo que os referís —repuso Iolanthe con desdén—. No somos los únicos. Supongo que vuestro señor no conoce a todos y cada uno de los siervos de Takhisis de este mundo.

—Os sorprendería —contestó el Señor de la Noche con aspereza—. Pero si realmente no os conocéis, permitidme que yo haga las presentaciones. Iolanthe, os presento a Raistlin Majere.

«Raistlin Majere —repitió Iolanthe para sí—. No es la primera vez que oigo ese nombre...»

Entonces lo recordó.

«¡Por Nuitari!» Iolanthe miró fijamente al joven. «¡Raistlin Majere era el hermano de Kitiara!»

7

El mago

La bruja

Y el loco

DÍA QUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La luz cegadora caía sobre Raistlin, sobre él sólo, y hacía que pareciera que era la única persona en la habitación. Iolanthe se acercó para observarlo mejor.

El joven se apoyaba en un bastón de madera rematado en una garra de dragón que sostenía un globo de cristal. Iolanthe se percató al instante de que era un artilugio mágico e imaginó que, además, extremadamente poderoso.

La otra mano del mago jugueteaba nerviosamente con una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Era una bolsa que no tenía nada de especial, como las que los hechiceros utilizaban para guardar los ingredientes necesarios para sus conjuros. Iolanthe se fijó en que el mago llevaba varias, sin duda, todas contendrían diferentes componentes. La mano del mago no se separaba de una en concreto.

A pesar de que inmediatamente se preguntó qué contendría aquella bolsa que merecía tanta atención, no le dio demasiadas vueltas. Estaba mucho más interesada en la mano en sí que en la bolsa. La piel relucía con un brillo dorado, como si el mago la hubiese sumergido en ese metal precioso. Aquel extraño color era resultado de algún hechizo mágico, no cabía duda, pero ¿de cuál y por qué?

Levantó los ojos desde la mano del mago hasta su rostro. Raistlin se había quitado la capucha y se había quedado con la cara al descubierto. Iolanthe buscó en sus rasgos algún parecido con su hermana. No encontró ninguno. Era guapo, o podría haberlo sido si no estuviera tan delgado, tan pálido y consumido. La piel de su rostro tenía el mismo brillo dorado que sus manos.

Sus ojos eran fascinantes; grandes y de mirada intensa, con las pupilas negras en forma de reloj de arena. Se volvió para mirarla con aquellos ojos desconcertantes e Iolanthe no vio en ellos admiración ni deseo, como veía en los ojos de prácticamente cualquier hombre que la miraba. Entonces descubrió la razón.

Aquellos ojos estaban malditos. Los llamaba «la maldición de Realanna», por la legendaria hechicera que había creado el hechizo. Todos los seres vivos sobre los que Raistlin posaba su mirada aparecían ante él envejecidos, marchitos y moribundos. La veía como sería en el futuro, tal vez una arpía vieja, fea y desdentada.

Iolanthe se estremeció.

El parecido con su hermana parecía ser algo más espiritual que físico. Iolanthe reconoció la ambición implacable de Kitiara en la mandíbula recta de su hermano; su severa determinación en la expresión seria del joven; su orgullo y confianza en sí misma en los hombros echados para atrás. No obstante, se percibían cualidades de las que Kitiara carecía. Iolanthe notó cierta sensibilidad en los dedos largos y finos de Raistlin, y una mirada velada en sus ojos. Había sufrido a lo largo de su vida. Había experimentado el dolor, tanto físico como espiritual, y lo había superado con la fuerza pura de su indómita voluntad.

También se dio cuenta, y ése era un dato muy interesante, de que no tenía marcas. No le habían pegado. No le habían arrancando la piel a tiras ni lo habían dejado a merced de los perros. No lo habían descoyuntado en el potro ni el Ejecutor le había arrancado los ojos. De algún modo, Raistlin había logrado evitar al Señor de la Noche. Y para Iolanthe, ese mero hecho era ya fascinante.

Volvió a mirar al Señor de la Noche y comprobó que realmente estaba molesto y frustrado.

—Nunca antes había visto a esta persona —insistió Iolanthe—. No sé quién es ni de dónde viene.

Eso era mentira. Kitiara le había contado todo lo relacionado con su «hermanito» y su infancia en Solace. Recordó que Raistlin tenía un gemelo, un chico fuerte y simplón que se llamaba Carignman o algún nombre raro que sonaba parecido. En teoría siempre estaban juntos. Iolanthe se preguntó qué habría sido del gemelo de Raistlin.

El Señor de la Noche la miraba con gravedad.

—No consigo creeros, señora.

—Yo tampoco consigo entender nada de esto, vuestra señoría —contestó Iolanthe exasperada—. Si tanto os preocupa que este joven mago sea un espía, ¿por qué le habéis permitido entrar en el templo?

—No se lo permitimos —fue la respuesta glacial del Señor de la Noche.

—Entonces los guardias draconianos de alguna de las puertas deben de haberle echado...

—No lo hicieron —contestó el Señor de la Noche. Iolanthe parpadeó, confusa.

—¿Y cómo...?

El Señor de la Noche saltó al oír aquella palabra.

—¡Cómo! ¡Esa es la pregunta que quiero que alguien me responda! ¿Cómo ha aparecido aquí este mago? No entró por la puerta principal. Los peregrinos oscuros no lo habrían permitido.

Iolanthe sabía que eso era cierto. A ella misma nunca la dejaban pasar sin molestarla, y eso que llevaba la autorización del emperador.

»
No entró por ninguna de las cinco puertas de los ejércitos de los Dragones. He interrogado a los oficiales draconianos y todos me juran por las cinco cabezas de Takhisis que no le han permitido pasar. Es más —el Señor de la Noche hizo un gesto hacia el joven—, él mismo admite que no entró por ninguna de esas puertas. Apareció de la nada. Y se niega a decir cómo consiguió evitar todos nuestros hechizos protectores.

Iolanthe se encogió de hombros.

—No es mi intención daros consejos, pero he oído que vuestra señoría conoce formas de persuadir a las personas para que os digan todo lo que queréis saber.

El Señor de la Noche entrecerró los ojos.

—Lo he intentado. Algún tipo de fuerza lo protege. Cuando el Ejecutor trató de «interrogarlo», Majere quiso lanzar el hechizo del círculo de protección. No fue más que el esfuerzo de un aprendiz y pude frustrarlo, por supuesto. Entonces el Ejecutor intentó sujetarlo. Pero no pudo.

Iolanthe estaba atónita.

—Ruego que me perdonéis, señor, pero ¿qué queréis decir con que «no pudo»? ¿Qué hizo este joven para detenerlo?

—¡Nada! —contestó el Señor de la Noche—. No hizo nada. Intenté que desapareciera la magia que estuviera utilizando, pero no había nada que hacer desaparecer. No obstante, cada vez que el Ejecutor se le acercaba, sus manos temblaban. Entonces, uno de los guardias trató de echarle un lazo de cuerda, pero la soga cayó al suelo. Intentamos hacernos con su bastón, pero el clérigo que quiso cogerlo casi se quema la mano.

En ese momento intervino Raistlin. Tenía una voz bien modulada, aterciopelada.

—Expliqué a vuestra señoría que no estoy bajo la protección de ningún hechizo mágico. Es la Reina Takhisis quien me ampara.

Iolanthe miró a Raistlin con admiración. Ya había decidido que haría lo que pudiera para rescatar al hermano de Kitiara de las garras del Señor de la Noche. La Dama Azul le estaría agradecida, pues siempre se había mostrado orgullosa de sus medio hermanos, e Iolanthe estaba esforzándose por ganarse la confianza y la consideración de la poderosa Señora del Dragón. No obstante, la hechicera estaba empezando a apreciar al joven por sí mismo.

De todos modos, tenía que ser cuidadosa, medir bien sus pasos.

—Y entonces, señor, ¿por qué me habéis mandado llamar en plena noche? Todavía no me lo habéis dicho.

—Os he traído aquí para que podáis demostrar vuestra lealtad a su Oscura Majestad quitándole el bastón —contestó el Señor de la Noche—. Estoy seguro de que ese bastón lo protege. Cuando ya no lo guarde ninguna fuerza mágica, el Ejecutor podrá encargarse de él. Pagará por negarse a responder a nuestras preguntas, de eso podéis estar segura.

Nunca antes le habían pedido que «demostrara su lealtad» y la hechicera se preguntó con nerviosismo qué podría hacer. No quería entregar a Raistlin al Ejecutor, experto en el arte de la tortura. Arrancaba extremidades. Desollaba vivas a sus víctimas. Les ponía anillos de hierro ajustables, llenos de pinchos, alrededor de la cabeza y, lentamente, apretaba los tornillos. Introducía puntas al rojo vivo por diferentes orificios del cuerpo. Siempre paraba justo antes de que el prisionero muriera y lo reanimaba con hechizos para que siguiera soportando su martirio.

Iolanthe decidió que tenía que ganar tiempo.

—¿Le habéis preguntado por qué ha venido, señor?

—Esa respuesta ya la conocemos, señora —repuso el Señor de la Noche, fulminándola con la mirada—. Igual que vos.

El peligro trepaba por el ruedo de la falda de Iolanthe y le acariciaba la nuca con sus dedos fríos. Ariakas no se encontraba en Neraka. Había viajado a su cuartel general en Sanction, muy lejos de allí. Y con todos esos rumores que sugerían que el emperador estaba dejando escapar la victoria, el Señor de la Noche podía ir haciéndose cada vez más osado. Hacía tiempo que pensaba que debería ser él quien llevara la Corona del Poder. Quizá Takhisis empezara a pensar lo mismo.

Iolanthe necesitaba saber qué tipo de monstruo se escondía entre las sombras, esperando para abalanzarse sobre ella.

—No sé lo que queréis decir —repuso con frialdad antes de volverse hacia el joven hechicero—. ¿Por qué has venido al Templo de Takhisis?

—Se lo he dicho a su señoría una y otra vez. He venido a presentar mis tributos a su Oscura Majestad —contestó Raistlin.

«¡Está diciendo la verdad!», comprendió Iolanthe con asombro. Distinguía el respeto en su voz cuando nombraba a la Reina Oscura, un respeto que no era superficial, ni fingido ni servil. Era un respeto nacido del corazón, no de la amenaza de recibir una paliza. ¡Qué fantástica ironía! Probablemente Raistlin Majere era la única persona que quedaba en Neraka que sentía un respeto así por la reina Takhisis. Y ésa era la razón por la que sus leales siervos iban a condenarlo a muerte.

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