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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (4 page)

BOOK: La séptima mujer
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Armelle Vilars concluyó su trabajo.

—A las once veré al fiscal —anunció Nico.

—El informe de la autopsia estará sobre su mesa. Te enviaré una copia por correo electrónico. Descripción de las heridas infligidas, resultados de las pruebas toxicológicas y sexológicas, fase del embarazo, conclusión e impresiones sobre la causa y el momento de la muerte, naturaleza del arma…

No había nada más que añadir. Abandonó el lugar como abrumado por una pesadilla. Marie-Héléne Jory esperaba un hijo. ¡Menudo drama! Se imaginó a su hijo, Dimitri, un robusto chico de catorce años, su mayor alegría. Suspiró cuando un dolor sordo en la parte superior del estómago le arrancó una mueca de dolor. Sus pensamientos vagaron hasta recalar en la doctora Dalry. De repente deseó verla. Sabría cómo distraerlo y arrastrarlo lejos de esas sórdidas historias.

Su teléfono móvil sonó una vez más: era la voz de Tanya.

Asuntos personales
3

—¡Es casi medianoche, Nico! —se preocupó su hermana—. Estaba segura de que te localizaría en el móvil.

—Ha sido un día muy largo, me iba ya para casa…

—Habrías podido llamarme al salir del hospital.

El tono maternal lo divirtió. Tanya tenía dos años menos que él y mostraba esa actitud protectora típicamente femenina. ¿Qué haría sin ella?

—Lo siento muchísimo, no he tenido tiempo.

—De todas formas, sé lo que te han dicho. Alexis se puso en contacto con la doctora Dalry.

El doctor Alexis Perrin era su cuñado y en contadas ocasiones su médico generalista.

—¿Y qué pasa con el secreto médico? —preguntó para intentar hacerla rabiar.

—Quéjate a mamá si quieres —contestó ella con tono de broma.

Su madre, Anya Sirsky, de origen ruso —sus padres habían huido de su país natal en 1917—, cultivaba sus raíces con delectación. El único desdoro era que se había casado con un Sirsky, polaco integrado desde hacía varias generaciones. Sus antepasados rusos debían de haberse revuelto en la tumba: ¡casarse con un polack! Esa madre espigada de largos cabellos rubios tirando a blancos, mirada azul transparente, fuerte carácter, actriz en la más pura tradición eslava, pasaba de la risa a las lágrimas en un fracción de segundo. Esa madre, entusiasta de Griboiedov, Pushkin, Lermontov y Gogol, podía declamar versos enteros de sus autores preferidos; durante toda su vida la había oído recitar esos poemas con una voz ligeramente ronca reconocible entre todas. Nico esbozó una tierna sonrisa al recordar a esa madre, personaje pintoresco similar a una heroína de novela.

—Al menos, telefonéame el miércoles, cuando tengas los resultados de la fibroscopia. No olvides que soy tu hermana y que por tanto es normal que me preocupe de lo que te ocurre. ¿Quién lo haría si no?

Tanya nunca dejaba de echarle en cara que fuera un soltero empedernido.

—¿Conoces a la doctora Dalry? —se atrevió a preguntarle con un tono indiferente.

—Estudió con Alexis en la facultad de medicina. Han seguido en contacto. ¿Por qué?

—Por nada.

—«Por nada»… Permite que lo dude. Uno, porque te conozco y por lo general nunca pierdes tiempo haciendo preguntas inútiles. Dos, eres mi hermano y sigo esperando que te intereses en serio por una mujer.

—Tanya, tienes demasiada imaginación. Sólo quería asegurarme de que estaba en buenas manos.

—Las mejores, ya conoces a Alexis. A propósito, ¿estás libre para cenar el jueves?

—No hay problema. Pero no te molestes en invitar a la última señorita que hayas conocido.

Su hermana suspiró ruidosamente.

—Prometido —soltó con tono de desesperación—. Ahora ve a acostarte. ¡Y llámame el miércoles!

Nico regresó a su domicilio, en la Rue Oudinot, en el distrito VII de París. Abrió la puerta cochera azul situada entre el Ministerio de los DOM-TOM
[3]
y la clínica Saint-Jean. Como siempre, se detuvo a admirarlo. Un jardín en pleno París. Una pequeña alameda privada que daba a varias casas individuales adornadas con hermosas flores y cubiertas de hiedra. A lo lejos se divisaba la torre Montparnasse iluminada. Aquí uno se encontraba en el corazón de la capital, pero sin ruidos molestos. Nunca habría tenido los medios de costearse ese entorno sin la herencia de su padre. Su familia había hecho fortuna en los negocios a base de trabajo, intuición y, sin duda, algo de suerte. Él no se sentía totalmente ajeno a ese éxito: con frecuencia había echado una mano al paterfamilias. Esta situación le permitía ejercer su profesión como una auténtica pasión, liberada de cualquier restricción financiera. El día en que ya no soportara esa intensa vida profesional, podría dejar la policía y vivir de sus rentas.

Descorrió el cerrojo de la puerta de entrada. Inmediatamente, notó una presencia. Una de las tres ventanas de la planta baja estaba entornada. Cogió el arma, que llevaba en una funda en el lado derecho del cinturón. Avanzó en la oscuridad y sin hacer ruido. Los cristales dejaban pasar la luz dorada de la luna. Un pequeño pasillo desembocaba en el comedor y la cocina. Decidió tomar la escalera en dirección al primer piso, donde había un confortable salón, su dormitorio y el baño anexo. Se quitó los zapatos antes de poner el pie en el primer escalón para ser lo más silencioso posible. Percibía el ligero aliento de una respiración; estaba seguro de que alguien había entrado en su casa. Cuando llegó al primer piso, no pudo reprimir un suspiro de alivio: su hijo dormía en el sofá de cuero negro. Volvió a enfundar la pistola y se acercó lentamente al adolescente. La semejanza era tan sorprendente que parecía su clon, con algunos años menos. El cuerpo era alargado y musculoso, los rasgos, finos, la melena rubia necesitaba un buen corte de pelo, los párpados estaban cerrados sobre unos ojos azul profundo. El muchacho disponía de un dormitorio y de un cuarto de baño en el segundo piso, al lado del despacho. Le había dado tiempo a ponerse el pijama. Nico decidió no despertarlo y, cogiendo una manta, lo tapó con ternura. Subió hasta arriba y observó que las cosas de su hijo estaban esparcidas por el suelo y la cartera vaciada sobre la cama. Él y su mujer tenían la custodia compartida de Dimitri, y aquella semana no le tocaba a él. Una vez más, podía apostar a que madre e hijo se habían peleado. Dimitri se parecía tanto a su padre que Sylvie no podía evitar tomarla con él. Y entonces, los antiguos rencores se reavivaban. Le costaba soportar su complicidad; habría querido tener la exclusividad del amor de su hijo. ¿Qué podía hacer él, salvo intentar objetivamente allanar los problemas entre Sylvie y el chico? Sabía lo importante que era ese entendimiento por el bien de todos. Incluso disuadía a Dimitri de instalarse definitivamente en su casa. No porque no lo deseara, sino porque era demasiado arriesgado por Sylvie. Decidió llamar a su ex mujer por teléfono.

—¿Nico? —la oyó decir al instante.

—Sí, soy yo —contestó—. Está aquí, no te preocupes. Te habría llamado antes pero acabo de volver a casa. Se ha quedado dormido en el sofá.

Al otro extremo de la línea se hizo el silencio…

—Sylvie, ¿sigues ahí?

—Sí… Ya no sé qué hacer con él —resopló, desamparada.

Le temblaba la voz, presagio de la tormenta. Sylvie se venía abajo con facilidad.

—No es la primera vez que ocurre. Tómatelo con un poco de distancia. Suéltale las riendas. Ya verás como irá mejor.

—No estoy tan segura, sólo te quiere a ti.

—No empieces otra vez, ya hemos hablado de ello miles de veces. Es verdad que él y yo estamos muy unidos. Pero eso no quita que tú seas su madre, que te quiera y que te necesite.

—No lo sé… Ya no lo sé…

Se había puesto a llorar. Él debía guardar la calma para no hacer más difícil la situación.

—Esta custodia compartida…

—Escucha, Sylvie, nunca la pondré en tela de juicio, te lo prometí. Así que deja de comerte la cabeza con esas estupideces. Vete de vacaciones con Dimitri y hablad. De todas formas, mañana te lo envío de vuelta, es tu semana. Mientras tanto, acuéstate, yo haré lo mismo.

—De acuerdo —admitió con una voz quejosa.

Colgó y volvió donde estaba su hijo, que dormía apaciblemente. Se agachó y lo besó en la frente. Regresó a su dormitorio, soltó la funda del cinturón y guardó la pistola en la caja fuerte. Una buena ducha, y ya estaba bajo las sábanas. Era casi la una de la mañana. Cerró los ojos e instantáneamente la imagen del cuerpo de Marie-Héléne Jory apareció. Primero en el decorado de su piso, en medio del salón, luego en el frío espacio del depósito de cadáveres. Las incisiones de la forense se superponían a las heridas del agresor. Un loco peligroso. Un criminal que disfrutaba con el pavor de su víctima. Estaba convencido de que habría otros asesinatos.

Con esta angustiosa certeza se quedó dormido.

MARTES
Al día siguiente del crimen
4

La noche había sido una auténtica pesadilla. Unas veces Marie-Héléne Jory resucitaba para que la mataran delante de sus ojos y él, incapaz de hacer el menor gesto, la veía torturada por un desconocido enmascarado y retorciéndose presa de un dolor inhumano. Luego, ella moría, con la mirada fija vuelta hacia él. Otras veces era la doctora Dalry quien aparecía, dulce y atenta. Deseaba abrazarla, pero no lo lograba. Se había despertado varias veces, obligado a beber leche para intentar calmar el ardor de estómago que lo atenazaba.

A pesar de todo, llegó con antelación a su cita de las ocho con Rost y Kriven. Aparcó el coche en su plaza reservada. Dos agentes de uniforme, vestidos con aparatosos chalecos antibalas, vigilaban permanentemente los alrededores de la Dirección de la Policía Judicial de París; uno de ellos levantó la barrera roja y blanca que daba acceso al pequeño aparcamiento exterior. Salió del coche, encajonado entre el imponente edificio y el tráfico del Quai des Orfèvres. Pasó directamente el control de entrada y los agentes le obsequiaron con un respetuoso: «Buenos días, señor comisario de división». Sus pasos resonaron en el pasillo enlosado que llevaba al patio interior. A la izquierda, bordeó el muro del recinto, hasta la puerta acristalada que empujaba varias veces al día para entrar en los locales de la Policía Judicial. Subió los tres pisos de la famosa escalera recubierta de un llamativo linóleo negro. Las paredes habían perdido su color crema y parecían realmente sucias. El conjunto del edificio, demasiado exiguo, destartalado, recordaba las condiciones laborales de otra época, poco dignas de un servicio como el que él dirigía. ¿Desde hacía cuánto les prometían obras de renovación? Los visitantes, impresionados por la notoriedad de la casa, siempre quedaban sorprendidos por esa decrepitud. Nico entró en su despacho, una de las pocas dependencias de tamaño desahogado de la planta. El mobiliario, los colores, todo era anticuado; pero tenía todo el espacio que deseaba y, sobre todo, la vista del Sena. El inevitable retrato del presidente de la República ocupaba la plaza de honor de un pequeño mueble frente a la puerta de entrada. Se instaló en su sillón de cuero marrón ante un gigantesco escritorio sobre el que se amontonaban los comunicados internos: denuncias de la noche anterior, junto a los casos pendientes, evaluación de los riesgos terroristas a los que se exponía el territorio nacional como consecuencia de los conflictos de Oriente Medio… Los ojeó rápidamente hasta que Jean-Marie Rost y David Kriven interrumpieron su lectura, como habían acordado.

El joven comandante, con cara de cansado, tendió a su superior una bolsa llena de cruasanes recién hechos. Nico cogió uno sin vacilar; no se le iba ese dolor en la parte superior del estómago…

—Pareces agotado, David —se preocupó el comisario.

—No me he quitado esta historia de la cabeza en toda la noche —renegó el comandante, visiblemente contrariado.

Hablaba, por supuesto, del asesinato de Marie-Héléne Jory. Nico lo observó, condescendiente. Había confiado en que su joven compañero fuera capaz de establecer la línea de demarcación: cerrar el expediente, volver a casa. Pero no había forma; se revivían las imágenes, se pensaba una y otra vez en los interrogatorios, se dudaba indefectiblemente, sumido en el horror de la pesadilla, incluso después de llevar varios años en la casa.

—Lo siento, David.

—No es culpa tuya. En esta jodida brigada, estamos todos en el mismo barco. Tú también pareces agotado.

No hacía falta contestar. ¿Quién puede ser indiferente a la tortura y el asesinato? A Nico sólo le sorprendió el cinismo y el desamparo que exhibía el comandante Kriven. Ese joven que se las daba de fanfarrón era en realidad un policía como los demás. En el fondo, resultaba bastante tranquilizador.

—Ya lo verás, David, esas dificultades desaparecen con la edad —dijo para zanjar el tema, mientras le guiñaba un ojo al comisario Rost.

El comandante Kriven no le creyó, pero le agradeció que hubiese pronunciado esas palabras tranquilizadoras. Nico subrayó su declaración dando una amistosa palmada en el hombro a su subordinado, y el ambiente recobró cierta serenidad.

—El interrogatorio de Paul Terrade no ha aportado nada especial —continuó Nico—. El hombre parece ajeno a lo que sucedió y su testimonio parece sincero. Su novia estaba embarazada de un mes, y es necesario comprobar si Terrade era el padre.

—¡Qué espanto! —exclamó Kriven.

—Lo sé… Terrade no me habló de ello. ¿Está al corriente? ¿Lo sabía ella misma? Es lo que debemos esclarecer esta mañana. ¿Rost?

—Propongo que incorporemos el grupo de Théron a la investigación para ganar tiempo. Antes de que acabe el día hay que encontrar a los médicos que trataban a la pareja, ir al banco para escudriñar sus cuentas, darse una vuelta por la Sorbona y seguir interrogando a los empleados y colegas de Terrade, la familia y los amigos.

—Lo del grupo de Théron me parece bien —concedió Nico.

Pensó, en efecto, que el equipo de Joel Théron no sobraría para obtener el máximo de datos en tan poco tiempo. De las cuatro secciones que dirigía, tres de ellas trabajaban en los delitos comunes, es decir, homicidios, secuestros, desapariciones y agresiones sexuales… La cuarta constituía la sección antiterrorista, especialmente activa desde el 11 de septiembre de 2001. Los hombres de su equipo destinados en esa sección estaban agotados, como su adjunto y él mismo, continuamente en la brecha. Ya temía las fiestas de fin de año. En ese momento, qué casualidad, reinaba una relativa calma en los casos criminales. Así que el grupo de Théron podía completar al equipo de Kriven en el expediente Jory.

BOOK: La séptima mujer
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