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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (10 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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- ¿Y yo seré el capitán? -me preguntó Cesarión, rodeando la embarcación a medio terminar y asomándose por encima de las barandillas para contemplar la cubierta.
- Sí, pero hasta los siete años deberás tener siempre a un capitán auxiliar adulto -le contesté.
Y el adulto tendría que ser un experto. No quería que mi familia sufriera más accidentes en el mar.
- ¿Qué nombre le pondré al barco? -preguntó.
- Un nombre maravilloso -le contesté-. Pero eso lo tendrás que decidir tú.
Me miró con su característica expresión de perplejidad tan propia de una persona mayor.
- ¡Será muy difícil! -dijo en tono quejumbroso.
Con la llegada del Año Nuevo romano llegó también la perdición del primer conspirador. Trebonio -que no había apuñalado directamente a César pero había desempeñado un destacado papel entreteniendo a Antonio para que no interfiriera en el asunto de los Idus- se había ido tranquilamente a asumir el gobierno de la provincia de Asia. Era evidente que no le remordía la conciencia al marchar a la provincia que tan generosamente le había concedido César. Pero Dolabela, uno de los miembros del bando de César, lo persiguió hasta Asia, y allí le arrebató la provincia, tras combatir contra él. Le cercenó la cabeza, que primero depositó a los pies de la estatua de César y después la arrojó a las calles de Esmirna, donde los niños jugaron con ella como si fuera una pelota.
Así empezó el castigo. Me alegré cuando lo supe. Hubiera deseado tener la ensangrentada cabeza a mis pies, propinarle un puntapié, machacarle los ojos contra el empedrado y aplastarle el cráneo.
En Roma, Octavio y Antonio se estaban convirtiendo en enemigos declarados, sobre todo como consecuencia del empeño de Cicerón en poner al Senado en contra de Antonio. El orador soñaba con gobernar Roma, con ser el sabio mentor y guía del impresionable y obediente joven. Al final él, Cicerón, se convertiría en estadista y sería el salvador de su país. ¡Qué poco conocía a Octavio! El necio e iluso era él.
Pero el arrogante anciano escribió y pronunció toda una serie de discursos contra Antonio, y al final consiguió que el Senado le declarara la guerra. Los discursos estaban llenos de mentiras y tergiversaciones pero resultaban entretenidos, como ocurre con todas las calumnias. Nadie mejor que Cicerón para difamar a alguien con ingeniosas palabras e insinuaciones. Lo pagó con su vida, pero no sin antes haber estado casi a punto de hacerle perder la suya a Antonio.
Mis vaticinios se hicieron realidad. Tras pasar algún tiempo en Atenas, Bruto se dirigió a Macedonia y Casio se trasladó a Asia. Ambos se unirían y se harían fuertes en Oriente, lo cual daría lugar a una guerra.
Casio emprendió la tarea de desbancar a Dolabela de su puesto de gobernador, y Dolabela me pidió el envío de las legiones romanas. Una vez más ocurrió lo que yo había predicho. No tuve más remedio que entregárselas, pues si no se las hubiera enviado a Dolabela Casio las hubiera reclamado. Sin embargo, antes de que llegaran a Dolabela, Casio se apoderó de ellas.
¡Mis legiones habían caído en manos del enemigo, del asesino de César! Después Casio persiguió a Dolabela en Siria y lo rodeó finalmente en la ciudad de Laodicea. Al saberse derrotado, Dolabela se suicidó. Casio se alzó con la victoria y ahora gobernaba toda el Asia Menor y Siria. Tenía catorce legiones a su disposición, ocho de las cuales se las habían proporcionado los gobernadores de Siria y Bitinia, cuatro eran de Alieno y habían sido capturadas durante su viaje desde Egipto, y dos pertenecían al vencido Dolabela. ¡Catorce legiones nada menos!
Después se produjo el golpe más duro de todos: Casio convenció a Serapio, mi gobernador de Chipre, de que le entregara todos los barcos de mi nueva flota que se encontraban estacionados allí. Entonces la flota zarpó rumbo a Asia para reunirse con Casio.
¡Qué gran perfidia! ¡Los asesinos no sólo se estaban haciendo fuertes sino que, además, se habían apoderado de mis fuerzas!
A continuación Casio volvió los ojos hacia Egipto y anunció su propósito de invadirnos y capturarnos, por haber enviado nuestras legiones en auxilio de Dolabela. Dijo que ya era hora de que recibiéramos un castigo y les cediéramos nuestros recursos a ellos… los Libertadores, tal como se hacían llamar.
La peste estaba causando estragos después de los daños provocados por la carestía de alimentos. Los cielos lanzaban rayos contra mi reino, como si pretendieran derribarlo. Yo luché con todas mis fuerzas. Más reuniones con mis ministros. Mardo, Epafrodito y Olimpo apenas pudieron descansar a lo largo de aquellas semanas. Todas las mañanas se amontonaban los cadáveres de la gente que había muerto durante la noche. No se podían embalsamar, porque nadie quería tocarlos, y por esta razón se quemaban como si fueran basura.
Una mañana después de una noche especialmente desastrosa, Olimpo me entregó un manuscrito, rogándome encarecidamente que lo leyera. El autor había escrito una brillante descripción de la enfermedad.
- ¿De qué nos sirve una descripción? -le pregunté-. Todo el mundo puede describir la enfermedad. Fiebre, sed, erupción de diviesos, negros tumores que revientan, muerte inmediata. Pero ¿cómo se puede detener? Esta es la cuestión.
- Te ruego que lo leas. Contiene ciertas ideas sobre la propagación de la enfermedad.
- Muy bien. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de detener la enfermedad. -Miré a Epafrodito-. ¡Supongo que debe de haber algo acerca de todo eso en vuestras escrituras!
Me miró sonriendo.
- ¿Y tú cómo lo sabes?
- ¿Acaso hay algo que no esté en ellas? Bueno, dime entonces con que se curó.
- No se curó con nada -confesó Epafrodito-. Hubo una sucesión de plagas de ranas, mosquitos, moscas, langostas, tumores, pero se enviaron por una causa. No eran desgracias naturales.
- ¿Y qué causa tiene esta plaga? ¡No puedo creer que los dioses estén ayudando a nuestros enemigos! ¿Ahora tendremos que esperar a que también haya plagas de moscas, ranas y langostas?
La combinación de la peste, la carestía de alimentos y la pérdida de la mitad de la flota nos había dejado al borde de la ruma, pero seguíamos trabajando en la otra mitad que teníamos en Alejandría. ¡Como Casio se atreviera a venir a por ella, moriría en el intento!
Un mensajero llegó a caballo desde Siria enviado por su amo Casio, que en aquellos momentos estaba atacando a Rodas para conseguir dinero y barcos. Lo recibí en la sala de audiencias, sentada en mi elevado trono y vestida con mis ropajes de ceremonia más espléndidos.
Cuando entró en la sala, su atuendo de soldado romano despertó en mi memoria antiguos recuerdos. Fue como ver la cáscara de César: el peto que tanto me gustaba, las tiras de cuero que producían un seco ruido al caminar, la capa echada sobre los hombros. Me pareció una parodia que aquel hombre tan bajito y esmirriado vistiera las mismas prendas.
Apenas inclinó la cabeza ante mí, pero tuvo que esperar a que yo le concediera mi venia para poder hablar.
- ¿Qué deseas? -le pregunté fríamente.
- Vengo en nombre de Cayo Casio Longino -contestó-. Mi comandante te pide que le envíes el resto de tu flota a Siria. Con carácter inmediato.
A pesar de lo mucho que despreciaba a los asesinos, sabía que el arte del disimulo, las demoras y las evasivas son armas tan poderosas como un desafío directo. El hombre que no puede dominar su rostro y sus palabras en presencia de un enemigo tiene los días contados. Así pues, esbocé una hipócrita sonrisa y extendí las manos en gesto de impotencia.
- Gustosamente lo haría -contesté, con palabras que sonaron abominables a mis propios oídos-, pero mi país está devastado por la plaga. La flota todavía no se halla a punto y no consigo encontrar trabajadores que puedan continuar las labores de construcción, y tanto menos marineros que la tripulen. Nuestra situación es desesperada. Te diré más, has dado muestras de una gran valentía cruzando nuestras fronteras, aun a riesgo de tu vida.
Desplazó el peso del cuerpo de uno a otro pie. Observé que era patizambo.
- ¿De veras? -preguntó con aspereza.
- Sí. La peste ataca por doquier, y uno de nuestros médicos ha expuesto recientemente una teoría según la cual la enfermedad se transmite por el aire. -Miré a mi alrededor con semblante preocupado-. Eso explicaría su misteriosa capacidad de atacar inesperadamente. Nadie está a salvo, en especial los extranjeros, que parecen muy susceptibles a sus efectos.
- Pues yo me encuentro muy bien -replicó en tono agresivo.
- ¡Loado sea Marte! -exclamé-. ¡Que los dioses te sigan protegiendo!
- Enviaremos a nuestros hombres para tripular los barcos -añadió-. Nos tienen que ser entregados de inmediato.
- Pues claro -dije-. Pero de nada servirá enviarlos mientras no acabe la peste y la flota no esté terminada. No se puede zarpar con unos barcos sin quilla y sin mástiles. Terminaremos la construcción de la flota cuanto antes y os la entregaremos.
- ¡No toleraremos demoras! -replicó-. ¡No juegues con nosotros!
Le hice una indicación a uno de mis servidores, y éste llamó por señas a dos hombres que se encontraban en la antesala. Estos entraron portando unas parihuelas con un cadáver y las depositaron a los pies del mensajero, el cual retrocedió y pegó un brinco hacia un lado al ver el hinchado y maloliente cadáver.
- ¿Acaso eso es jugar con vosotros? ¿Tú crees que esta víctima bromea?
El hombre se tapó la nariz y apartó la cabeza. Hice señas de que retiraran las parihuelas.
- Por lo visto tienes un estómago muy fuerte -dijo finalmente el mensajero, volviendo a respirar con normalidad-. ¡No creas que nos vas a disuadir de nuestro propósito con estas dramáticas y repulsivas exhibiciones!
- ¿Por qué? ¿Cómo podría yo hacer tal cosa? Cosas peores se ven en los juegos romanos -dije-. Ningún hombre de verdad se echaría hacia atrás ante un cadáver lleno de cagadas de mosca. Sí, tendréis vuestra flota tan pronto como sea posible.
- Mi comandante te verá muy pronto en persona, cuando marche sobre Egipto. No te engañes pensando que podrás manejarlo a tu antojo con tus triquiñuelas. -Su manera de mover constantemente los hombros me estaba atacando los nervios. Sentía deseos de decirle que parecía un titiritero. Finalmente se quedó quieto-. Deberías saber lo que le ha ocurrido a Marco Antonio, ese perro cesarino. Trató de arrebatarle a Décimo la provincia de la Galia Cisalpina…
¡Décimo, el vil traidor! Décimo que se había apoderado de la provincia que César le había encomendado, como había hecho el perverso Trebonio. ¡La afrenta era demasiado grande como para poder soportarla!
- … desafiando al Senado, que lo había declarado enemigo público…
¡El Senado! ¿Qué les habría dicho Cicerón?
- … y le puso sitio en Mutina. Pero Décimo y un ejército enviado por el Senado lo derrotó, obligándolo a huir a través de los Alpes con sus legiones. Ahora nos hemos enterado de que está resistiendo allí, perdido entre la nieve que le llega hasta los hombros y obligado a comer raíces. Este va a ser su final -dijo el mensajero, asintiendo enérgicamente con la cabeza mientras echaba la barbilla hacia fuera con semblante satisfecho.
Experimenté una sensación de mareo y aturdimiento, como si se me hubiera ladeado el trono y hubiera caído. ¡Antonio perdido en la nieve, medio muerto de hambre y de frío! No era posible. Sólo entonces me di cuenta de lo mucho que confiaba en su victoria y de lo grande que era mi esperanza de que enderezara la situación. «Soy la mano derecha de César», había dicho. ¿Acabarían ahora con la mano derecha de César?
Iba a desaparecer el único romano que quedaba de entre los que yo respetaba, dejando al mundo sumido en un auténtico caos. Sólo se podría elegir entre un villano y otro, y ya no quedaría ningún hombre honrado en ninguna parte. Antonio tenía sus debilidades, pero eran debilidades de la carne, no del espíritu… a diferencia de las de sus enemigos.
El hombre me estaba estudiando el rostro. ¿Habría leído mis pensamientos?
- ¿Qué ha sido de Décimo? -pregunté con serenidad.
Hizo una mueca de furia.
- Décimo ha tenido que huir -reconoció-. Octavio no vio clara la colaboración con él.
Y con razón. Octavio jamás se hubiera aliado con el asesino de César.
- ¿Adónde ha ido?
- Intentó trasladarse a Grecia para reunirse con Bruto, pero el ejército de Octavio le cerró el paso y tuvo que huir a la Galla, donde vagaba sin rumbo como un fugitivo. Al parecer, un caudillo de allí lo ha asesinado.
Experimenté una inmensa alegría. ¡Otro asesino de César que había muerto asesinado!
- Dicen que el caudillo era un agente de Antonio -reconoció el hombre.
¡Oh, gloria y alabanza a Antonio!
- Pero Antonio no vivirá para saberlo -añadió-. A esta hora ya habrá muerto y será un cadáver congelado.
No. Me negaba a imaginarme la escena.
- Todo está en manos de los dioses -dije finalmente-. No podemos saber qué horribles acontecimientos desencadenaron los Idus de marzo hasta que todos ellos sigan su curso.
- El hecho en sí fue una muestra de nobleza -añadió el hombre-, y los libertadores actuaron impulsados por los más altos motivos.
- Los dioses lo juzgarán -dije.
Ni siquiera con mi férrea voluntad conseguí dar una respuesta cortés pues mi mayor deseo hubiera sido estrangular a aquel hombre. Pero ¿por qué darle a Casio la satisfacción y el pretexto para vengarse de mí? Quería ganar la batalla de las voluntades y, a poco que el destino me favoreciera, apuñalar yo misma a Casio con su propio puñal, el que me había arrebatado mi amor. Pero para ello necesitaba acercarme a él. Lo abrazaría sólo para matarlo. Dejaría que se adormeciera su habitual cautela y le haría creer que el hecho de acercarse no entrañaba ningún peligro. Sí, que viniera a Alejandría. Le organizaría un festín de bienvenida con vino, canciones, manjares exquisitos… y su propia daga clavada en su vientre hasta la empuñadura.
Visitaba a diario el santuario de Isis y vertía agua sagrada delante de su estatua como ofrenda, pidiéndole por la vida de Antonio con una pasión que ya creía perdida. No había pensado en él de forma consciente hasta que el mensajero de Casio me comunicó la devastadora noticia de su cruel destino. Su ausencia dejaría un vacío en el mundo que ni yo misma conseguía explicarme. Pensaba que si desaparecía Antonio, el sol se hundiría para siempre en el horizonte y daría paso a una noche infinita ¿Era sólo porque Antonio brillaba gracias al reflejo de la luz de César? ¿Era porque todos los demás romanos me parecían despreciables? Me resultaba imposible explicármelo. Sólo sabía que le suplicaba a Isis que lo ayudara, y que estaba dispuesta a prometerle cualquier cosa con tal de que protegiera su vida.
BOOK: La seducción de Marco Antonio
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