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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (6 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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John llevaba un tiempo sin decir nada, aunque tampoco tenía nada que decir, los acontecimientos le superaban. Nadie de los presentes le había preguntado en ningún momento si quería formar parte de esta perentoria excursión al país de las pirámides y, dada su condición de funcionario público, no creía que se lo fuesen a consultar próximamente. El destino es caprichoso, tendría que volver a ejercer de arqueólogo.

Sir Arthur empezó a recoger todas las fotos y documentos esparcidos por la mesa, señal inequívoca de que la megareunión tocaba a su fin.

—Ni que decir tiene —dijo el Sir— que todo lo que ha oído o pueda oír en el futuro sobre este tema está sujeto al más absoluto secreto. Dentro de dos días, el lunes concretamente, partirá hacia El Cairo para reunirse con sus dos colegas, la señorita Mariette y el señor Khalil. El señor Jeremy Cohen le dará los detalles y hará de enlace entre usted y nosotros tres durante el tiempo que dure la misi… , perdón, la expedición —corrigió al vuelo—. Buena suerte, el señor Cohen le acompañará de vuelta a Londres y le pondrá al corriente de los detalles de su viaje.

Sir Arthur se levantó y le tendió la mano, gesto imitado con precisión suiza por Lord Stanley y el señor Allen.

John salió de la sala acompañado de Jeremy. Bajaron las escaleras y salieron a la calle. La oscuridad se había hecho dueña absoluta de la ciudad.

Salir al exterior alivió un poco a John, aunque todavía no era muy consciente de lo que se le venía encima.

Se dirigió a Jeremy con una media sonrisa en los labios.

—Veo que vas prosperando, te han hecho enlace.

Jeremy no pudo evitar reírse por dentro, se sentía ahora más cerca de su subordinado.

—Sí, todo el mundo prospera, hasta yo —contestó—. Ven por aquí, iremos en mi coche, te dejaré en tu casa y hablaremos un rato por el camino.

No estaban lejos de Londres, Ashford estaba a pocos kilómetros de la capital y era lo suficientemente tarde como para no encontrar mucho tráfico.

De pronto John recordó porque era conocida la pequeña Ashford, era la cuna de John Wallis, el matemático descubridor del infinito. Ese sí que era un buen trabajo, investigar el infinito. John se entretuvo en especular si a Wallis le dio tiempo a hacerlo a lo largo de su vida o dejó inconclusa su imponente tarea.

Jeremy interrumpió tan divertido pensamiento. Ya estaban camino de la City.

—Bueno John, yo estoy tan sorprendido como tú, si te sirve de algo. Esto es del todo inusual. Los que estaban sentados en esa mesa eran todos peces gordos, tanto como para acabar con la malla de cualquier red.

Jeremy era de los que miraba al copiloto largamente cuando hablaba, aunque condujese a toda velocidad. John sólo era capaz de atender a la carretera, incluso cuando iba de acompañante.

—Ayer me llamó Johnson —volvió a decir Jeremy— y me contó que nos necesitaban para algo urgente, que dejásemos todos los asuntos pendientes aparcados hasta nueva orden. Aunque, por lo que parece, tú te vas a llevar la parte del león, mi función se limita a darte un par de objetos, dejarte pasado mañana en un avión y esperar tus informes desde Egipto sentado en una cómoda oficina de Scotland Yard. Será una buena vida, por mí no te des mucha prisa desenterrando momias.

John no tenía fuerzas para responder a Jeremy, ni siquiera recordaba quién era ese Johnson. El esfuerzo intelectual de aquella tarde le había dejado mentalmente exhausto.

Se concentró en las luces de Londres, miles de ellas refulgían mientras le echaban su pulso crepuscular a la noche. Una vez, hace años, se imaginó que cada luminaria era verdaderamente una antorcha llevada por la mano de un hombre y que, físicamente, las teas no estaban quietas sino que sus portadores se desplazaban siguiendo un camino invisible, un plan preestablecido de antemano. El movimiento del coche hacía muy real esta ilusión fantasmagórica.

2

Una fábrica tras los andamios. Eso es lo que miraba relajadamente Marie Mariette arrellanada en su banco favorito. Siempre que tenía un momento venía a sentarse frente al Centro de Arte y Cultura Georges Pompidou y pensaba a qué se parecía la impresionante estructura de tubos conjurados, cables cismáticos, tuberías insurrectas, gaseoductos díscolos, alambres cruzados, gárgolas truncadas, turbinas de aviación, vidrios y planchas de acero del revolucionario edificio.

El pabellón Georges Pompidou había sido diseñado por los arquitectos Richard Rogers, Renzo Piano y Gianfranco Franchini para que desempeñase la función de museo de arte contemporáneo de la ciudad de París. Pensaron que para dejar más espacio libre a las colecciones bien podían dejar por fuera de la fachada todos los elementos que normalmente se ocultan en las entrañas de cualquier construcción: conductos de aire acondicionado, ascensores, escaleras, cañerías de agua fría y caliente, desagües, líneas eléctricas, generadores y calderas. El resultado era uno de los más insignes ejemplos de lo que simulaba ser arte industrial, una especie de esqueleto que parecía un edificio a medio acabar, una pinacoteca sin fachada, un circo sin toldo, un histrión sin máscara, una factoría sin nada que producir.

Esto es lo que se conocía. Lo que la gente ignoraba, sobre todo los turistas extranjeros despistados, es que los llamativos colores de los elementos constructivos o deconstructivos respondían a pautas visuales preestablecidas por los arquitectos. Usaron el azul para los colectores de aire, el verde para la distribución de agua, el amarillo para los elementos de la red eléctrica y el rojo para la estructura de las escaleras. Siempre hay un código que nos permite interpretar la realidad, si no tenemos que inventarlo.

A Marie, después de contemplar tantas fachadas monumentales custodiadas por ruinosas estatuas, de transitar por largas y polvorientas salas columnadas y de estudiar innumerables muros de piedra provistos de arcanas inscripciones jeroglíficas, todo fruto de su trabajo en el departamento de egiptología de la Universidad de París, le producía cierto bienestar mental reemplazar el ordenado y vetusto granito por el anárquico y futurista acero del Centro Pompidou.

A veces se maravillaba por la relativamente poca diferencia temporal que había entre las pirámides y el edificio contemporáneo que contemplaba, solamente 5.000 años. Una minucia, sobre todo si se tenía en cuenta que el hombre actual, el mismo hombre que vemos repetido por cientos cuando escudriñamos cualquier calle o cualquier plaza, llevaba más de 190.000 años hoyando la misma tierra. ¡Qué poca distancia en el tiempo y qué estilos tan opuestos!

Toda la evolución del arte y la arquitectura se presentaba ahora ante sus ojos.

¿Será que, desde el mismo momento que podemos ver y conocer lo que hacían nuestros ancestros, tenemos la necesidad perentoria de hacer algo distinto, algo que no pueda compararse con lo ya realizado en el pasado, algo que nos diferencie de nuestros congéneres?

Marie sabía que no todas las épocas de la historia habían sido tan abiertas a la innovación y a la variedad como la nuestra. El periodo egipcio o el medieval eran ejemplos perfectos de inmovilismo cultural. De hecho, la fiebre por la novedad y por dar un paso más allá es la excepción en la historia del hombre y no la regla; pero al final, pensaba, el cambio siempre acababa triunfando, el tiempo era su mejor aliado.

Marie había empezado a jugar con la idea de que, en este instante, estaba contemplando un astillero. Un enorme astillero en pleno proceso de construcción de un barco, tal vez un petrolero. Estaba observando en este preciso momento la máscara de proa del enorme buque inconcluso y como los obreros subían y bajaban por las escaleras mientras cambiaban de turno.

Cuando la palabra "turno" se acabó de formar en su mente cayó en la cuenta que la hora de reposo, que se había otorgado a modo de neutralización de una copiosa comida, estaba a punto de expirar y que debía acudir a una cita.

Hoy era domingo, sin embargo hacía tiempo que no había fiestas para ella. La mañana había sido tranquila, pero esta tarde tenía otra nueva reunión con el jefe de relaciones externas de la Universidad de París, Henri Legentil.

Legentil era el burócrata que se ocupaba de conseguir las oportunas subvenciones y ayudas estatales para el mastodonte en el que se había convertido la institución docente parisina desde que empezó su actividad, allá por el lejano siglo XII. Ahora la universidad estaba dividida en 13 unidades autónomas con edificios repartidos por toda la ciudad. Aunque La Sorbona, nombre por el que era más popularmente conocida, tenía forma de hidra, siempre hay un cuerpo del que salen las cabezas.

Uno de los que movían los hilos financieros de ese cuerpo era Henri Legentil, antiguo profesor de economía que había ido embutiéndose cada vez más en las estructuras administrativas de la institución de enseñanza. Marie ya había hablado varias veces con el funcionario. Éste le había hecho asistir a unas cuantas reuniones en las que estaban presentes importantes personalidades del gobierno francés, pero que nada tenían que ver con la ciencia o con la egiptología.

La arqueóloga no estaba acostumbrada a tanto revuelo, pero la culpa la tenía en parte ella, quizá debía haber actuado de otra forma cuando se percató del verdadero significado de la serie de fotografías que realizó en su último viaje a Egipto.

No hay nada más excitante que sacar a luz verdades y conocimientos que llevan enterrados milenios bajo las arenas, por eso le gustaban las excavaciones arqueológicas; sin embargo, esta vez parecía que más bien había destapado la caja de Pandora y habían escapado de nuevo todos los males y lacras de la humanidad.

Marie había encontrado la entrada de la tumba de Sheshonk I por pura casualidad, ni siquiera ese día estaba trabajando, simplemente había salido a dar una vuelta por el desierto una vez terminada la dura campaña de exhumación y clasificación de restos que estaba llevando a cabo en un templo funerario de los alrededores de Sakkara. Se podía decir, sin faltar a la verdad, que ese día estaba haciendo turismo y no arqueología.

Una vez acabada la dura temporada de excavaciones, Marie decidió quedarse un tiempo en un hotel de Hulwan, ciudad al sur de El Cairo, y dedicar una semana a hacer unas cuantas excursiones por los alrededores. Nunca se cansaba de contemplar desierto.

En una de ellas se dirigió unos 50 kilómetros al sur por el margen occidental del río Nilo, siguiendo la carretera hasta la altura de la aldea de Kafr Jirzah, un pueblo dedicado a la agricultura y a la pesca situado a orillas del Nilo, y torciendo en dirección al lago Birkat Qarun. A veces, si el terreno estaba en condiciones, dejaba los caminos y se aventuraba a conducir el 4x4 hasta algún montículo solitario, se paraba allí y se ponía, plácidamente, a admirar el paisaje.

El contraste entre los intensos verdes de las orillas del gran Nilo y los ocres de las áridas dunas, tostadas insistentemente por el impenitente sol, era un espectáculo que siempre la hechizaba. Era la lucha de la tierra contra el agua, de la muerta arena contra el río que trae la vida.

Eso es lo que hizo ese día, divisó una colina atrayente y se dirigió hacia ella. Dejó el coche en la ladera, se caló un sombrero de ala ancha y escaló la pedregosa elevación. Cuando hubo coronado la cima se sentó tras la sombra de un gran peñasco y miró a su alrededor. Sólo pudo recrear la vista durante 15 minutos; aunque era muy temprano, Ra, el dios sol, empezaba a proclamar con inclemente tenacidad que todavía seguía reinando en Egipto.

La arqueóloga se levantó para descender de su atalaya y volver a refugiarse en su vehículo, fue entonces cuando descubrió la gran losa. Estaba todavía semienterrada, en la planicie, al pie del otero al que había subido.

A Marie le asaltó de pronto la ya familiar embriaguez de lo desconocido. Se paró en seco y se mantuvo en suspenso unos segundos, una piedra labrada en esta zona era patentemente inusual, aunque todo el país era una gigantesca necrópolis, debía haber más momias debajo que personas arriba. Seguramente algún fuerte viento del desierto la había sacado a la luz después de guardar el secreto de su propietario durante una buena porción de eternidad.

Únicamente se distinguía una pequeña porción de la esquina superior derecha de la piedra, pero no cabía duda, había sido tallada por la mano del hombre. El día ya había avanzado lo suficiente como para considerar una locura el ponerse a desenterrar ningún vestigio arqueológico, por muy importante que fuera; además, no había traído material de trabajo, ni siquiera una mísera cámara de fotos, se suponía que estaba de vacaciones. Lo único que hizo fue observar su hallazgo, tocarlo tímidamente, seguramente para cerciorarse de que era real y no un espejismo fruto de la insolación, y memorizar el paisaje que lo rodeaba. Después volvió al vehículo y consultó el GPS del que estaba provisto el todoterreno alquilado. Apuntó las coordenadas, volvió a comprobarlas una vez más y regresó al hotel de Hulwan mientras trazaba, todavía excitada, un plan de acción.

Al día siguiente volvió al lugar, muy temprano, antes de que amaneciese. Localizó el lugar con ayuda del navegador del coche y, en cuanto empezó a clarear, se puso a rescatar del olvido aquello que había estado perdido durante tanto tiempo.

Ahora sí había traído las herramientas adecuadas. Con un pequeño pico de puntas truncadas empezó a vencer la resistencia de la dura arena amalgamada hasta que ésta se deshizo en pequeños terrones. Después limpió la superficie de la gran masa cuadrangular con una brocha. Ante los vehementes ojos de Marie aparecieron tres diosas egipcias bellamente cinceladas, los inevitables jeroglíficos y algunas figuras de soldados portando algo que entonces juzgó poco importante.

Fue a por su cámara digital, ajustó la resolución al máximo y tiró una foto general y tres más detalladas de la parte superior, central e inferior de la superficie de la losa. Seguidamente sacó otra tarjeta de memoria, la sustituyó por la que tenía el aparato y repitió de nuevo la misma operación.

No tenía tiempo para estudiar las figuras y los signos esculpidos en la roca; no obstante, estaba segura que no podía ser otra cosa que una tumba y, aparentemente, intacta. La mañana estaba ya bastante avanzada, pero la adrenalina apenas le dejaba sentir el abrasante calor.

Marie sabía de sobra que el periodo de excavaciones había terminado por este año, el verano principiaba a reinar y en esas latitudes todo trabajo al aire libre era prácticamente imposible en la estación más tórrida. No quería que nadie se le adelantase ni le quitase el mérito del descubrimiento, así que se dispuso a devolver al Sahara lo que era del Sahara. Cogió una pala del coche y tapó la tumba hasta hacerla desaparecer completamente bajo la arena. Estaba agotada, pero tuvo fuerzas para volver a comprobar la posición exacta con el satélite. Acto seguido condujo hasta el hotel, estaba del todo quemada por el sol.

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