La puerta de las siete cerraduras (13 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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—Seguramente querrán ustedes ver mi sala —dijo Stalletti, disponiéndose a abrir la puerta de la habitación en donde había recibido a Dick.

—Quiero ver su cuarto de trabajo —replicó Sneed. y como el doctor le indicara el camino hacia la parte posterior de la casa le detuvo, diciéndole—: No, no es ese sitio el que quiero ver sino el cuarto de arriba.

Stalletti se encogió de hombros, vaciló un segundo y haciendo otra vez el mismo gesto, los condujo por una sucia escalera a una pequeña habitación, cuya puerta abrió, dando paso a sus visitantes. Unos escalones daban acceso a un amplio rellano, en el que había tres puertas. Dick y Sneed entraron en la habitación de la izquierda. Estaba pobremente amueblada, con una cama vieja en un rincón, un derruido lavabo —una de cuyas patas había sido rota y reparada— y un antiguo butacón.

El cuarto próximo era, evidentemente, el despacho y la alcoba de Stalletti. Estaba repleto de muebles y en un estado de desorden imposible de describir. En una esquina, cerca de la ventana, había un armario con cajones de acero. Stalletti, sonriéndose de un modo extravagante, abrió uno de ellos.

—¿Quiere usted registrar los cajones? —dijo en tono sardónico.

Sneed no contestó. Miró debajo de la cama, abrió un
burean
, ordenó al inquilino de la casa que abriese un armario, y después pasó a la tercera habitación, que era también una alcoba con dos camas, si camas pudiera llamarse a un montón de esteras y tapetes viejos.

—Está usted defraudado, Sneed —dijo Stalletti mientras bajaban la escalera—. ¿Esperaba usted hallar aquí una colección de niños? Posiblemente ha pensado usted: «Ese Stalletti ha vuelto a sus antiguas tretas, y aún está tratando de crear hombres fuertes en vez de esos pobres seres que crecen para fumar cigarrillos y estudiar álgebra.» ¡Bah!...

—Está usted inspirado esta noche, Stalletti.

—¿Por qué no he de estarlo? Recibo visitas tan pocas veces... Comprenda usted, amigo mío, que me paso semanas sin hablar ni oír el sonido de la voz humana. Vivo frugalmente y no necesito cocinero, pues tomo los alimentos crudos, lo cual es corriente en los carnívoros. Cuando oigo y veo pasar los automóviles llenos de insípidos hombrecitos fumando cigarrillos y de endiabladas mujeres que van planeando sus traiciones, me siento mas feliz da ser un silencioso carnívoro. Ahora vamos a mi laboratorio.

Abrió una puerta de la parte posterior de la casa y mostró una extensa habitación que, indudablemente, había sido añadida a ella. Tenía dos ventanas que daban al tejado. Sobre una larga mesa había montones de periódicos y libros en todos los idiomas; dos amplias estanterías ocupaban una pared de la habitación y contenían jarros y botellas, sin que hubiera dos iguales (Dick vio una botella de las de soda medio llena de un líquido rojo y tapada con algodón); un banco lleno de instrumentos, escalas y microscopios de distintas formas; una vieja y remendada mesa de operaciones y una serie de cajones llenos de aparatos de cirugía; cientos de tubos de prueba y sobre la mesa, una rata muerta atravesada por las patas con un alfiler.

—¡He aquí el recreo de un pobre hombre de ciencia! —exclamó Stalletti—. No, no la mire usted, amigo Sneed; la rata está muerta. Ya no me dedico a la vivisección, a causa de las estúpidas leyes de este país. ¡No puede usted sospechar el placer que produce el estudio de las reacciones químicas!

—¿Vive alguien más en la casa? —preguntó Sneed. —Vivo solo; ya lo ha visto usted. Aquí no viene nadie.


Mister
Martin oyó un grito la noche que estuvo aquí.

—¡Cosas de la imaginación!

—Fue atracado en el camino por un hambre medio desnudo.¿Esto es también imaginativo?

—Un caso típico y corriente. —Sin embargo, alguien duerme arriba; tiene usted cama para cuatro personas. Una larga sonrisa se reflejó en el rostro del doctor.

—Nunca pierdo la esperanza —dijo— de que vengan algunos amigos a verme; pero, ¡ay!, no llegan. Estoy solo. Quédese usted aquí una semana, o un mes, y podrá comprobarlo. Deje encargado de vigilarme a uno de sus inteligentes oficiales. Será muy fácil comprobar mi soledad.

—Está bien —replicó Sneed, después de una pausa y saliendo de la casa.

El profesor se quedó en la puerta observando el «auto» hasta que desapareció de su vista. Entonces cerró la pesada puerta con llave y cerrojo y subiendo la escalera muy lentamente, se dirigió a su habitación. Abrió un cajón de su mesa, sacó un pequeño látigo y lo hizo sonar con fuerza. Se acercó al armario y tiró hacia fuera de uno de loe cajones —el mismo que había hecho funcionar antes—, que era, en realidad, el único practicable que tenia el mueble; oprimió un botón y entonces giró todo el frente del armario como una puerta.

—Anda a la cama, que es tarde —dijo Stalletti en griego.

La cosa extraña que salió, casi arrastrándose, en la oscuridad, y haciendo guiños al recibir la luz. era algo indefinible. Algo más alto que el hombre de la barba, sólo llevaba como vestido unos trapos atados a la cintura.

—Anda a tu habitación —dijo el profesor—. Te traeré leche y alimentos.

Permaneciendo a distancia de su creación, volvió a hacer sonar el látigo. Entonces el hombre del rostro confuso cruzó, con una especie de trote, el rellano, y se metió en la habitación que contenía una sola cama. Stalletti corrió el cerrojo y bajó la escalera. Cruzando su laboratorio salió, por una pequeña puerta, al terreno que había detrás de la casa. Agitó el látigo mientras pasaba por entre un grupo de árboles tarareando una cancioncilla. Se detuvo junto a un corpulento roble y silbó. Una cosa extraña cayó a sus mismos pies desde la copa del árbol y se quedó en cuclillas, con las manos apoyadas en el suelo.

—Habitación..., leche..., dormir...—dijo Stalletti a la extraña figura, agitando el látigo al ver que empezaba a moverse muy despacio. Pero al oír el estallido del látigo, la monstruosa figura que se había arrojado desde la copa del árbol se lanzó a un trote raro, desapareciendo por la puerta del laboratorio. Stalletti le siguió con toda calma.

Un poco más tarde subió al piso alto, llevando dos grandes botellas llenas de leche y una bandeja con dos platos que contenían unos trozos de carne. Cuando hubo alimentado a sus criaturas cerró nuevamente la puerta de sus cuevas y se dirigió al cuarto de trabajo. Olvidándose por completo de todo, se abismó en la reflexión de sus actuales estudios científicos.

CAPÍTULO XVII

Se hallaba
mister
Havelock leyendo una carta por tercera vez —ya había consultado dos veces con su empleado principal—, cuando Dick Martin entró en el despacho.

—Le he hecho a usted levantarse demasiado temprano,
mister
Martin, y espero que me perdone el que vuelva a molestarle en un asunto que, en lo que a usted se refiere, ha terminado. He recibido esta carta esta mañana y quiero que la lea usted.

La letra con que estaba escrita la carta le era familiar a Dick. Tenía el membrete de un hotel de El Cairo. Decía así:

«Querido Havelock: Recibí su cable acerca del doctor Cody, y le escribo a usted en seguida para decirle que, en efecto, conozco a ese hombre y he tenido correspondencia con él, aunque él niegue toda relación conmigo. Esto no puedo comprenderlo, como no sea la postura de un hombre que no quiere que otro conozca sus asuntos. Cody me escribió hace bastante tiempo pidiéndome un préstamo de dieciocho mil libras, y a mí no me pareció oportuno prestar tal cantidad a un desconocido. Me decía que se encontraba en una situación muy difícil y que deseaba salir de Inglaterra para librarse de un hombre que le ha amenazado de muerte. No recuerdo bien la historia, pero me pareció que Cody hablaba con sinceridad. Deseo que me envíe usted veinticinco mil libras en billetes de Banco franceses. Certifique usted todo como de costumbre y diríjalo al hotel de París, en Damasco. Espero ir a Bagdad y desde aquí al sur de Rusia, donde creo que se puede comprar una gran propiedad por casi nada.

Pierce.”

—¿Acostumbra usted enviarle dinero cuando se lo pide? —preguntó Dick.

—Invariablemente —respondió el abogado en tono de sorpresa.

—¿Y le enviará usted también tan importante cantidad?

Mister Havelock apretó los labios.

—No lo sé —dijo—. Es un asunto bastante molesto. Mi empleado principal, en cuya opinión tengo verdadera fe, me aconseja que cablegrafíe a Selford diciéndole que nombre otro agente. Mi responsabilidad es demasiado grande, y después de la horrible experiencia de ayer casi estoy decidido a dejar este asunto. Para nosotros sería, sin duda, una gran pérdida, porque la administración de los estados de Selford nos produce cerca de cinco mil libras al año.

—Debe de ser enormemente rico —dijo Dick con aire de asombro.

—Lo es. Y por desgracia para mí, su fortuna aumenta cada día. Pronto será fabulosa.

—¿Dejó
lord
Selford algún tesoro? —preguntó Dick, recordando de pronto una pregunta que había pensado hacer.

—No; aparte de la caja en el Banco, que contenía alrededor de unas cincuenta mil libras, no dejo grandes bienes. Pero tenía varias minas de carbón, sin explotar, en Yorkshire y Northumberland, que después alcanzaron un enorme valor, y extensas propiedades en Australia y en Sudáfrica, que llegaron a tener también un valor extraordinario. Por lo visto usted piensa en la puerta de las siete cerraduras, ¿verdad? Créame usted: allí no hay nada. Yo he visto todos los documentos, incluso los privados, que dejó
lord
Selford. La pequeña celda es un misterio tanto para mí como para usted. Claro que podría ser descifrado en veinticuatro horas si yo tuviera el permiso de su excelencia para forzar la puerta. Pero nunca se lo he pedido porque no he visto la necesidad de ello... He oído curiosas historias acerca de usted,
mister
Martin. Dicen que usted puede hacer saltar una cerradura tan hábilmente como cualquier ladrón... hábil.

—La mayor parte de las cerraduras, si; pero ninguna de esas siete. Ahora he comprendido el límite hasta donde puedo llegar. Yo podría abrir esa caja —señalaba a una pequeña caja negra que había en una esquina de la habitación— tan fácilmente como la puerta de su despacho. No quiero decir que lo haría con un simple alfiler; pero tengo en casa media docena de instrumentos que abrirían esa caja como si fuese de cartón. Pero la intuición me dice cuándo voy a ser vencido, y esas siete cerraduras me han derrotado.

Y cambiando bruscamente de tono, preguntó: —¿Tiene
lord
Selford algunos parientes?

—Uno:
miss
Lansdown, y naturalmente, la madre de ésta. Con arreglo a la ley
miss
Lansdown sería la heredera en el caso de que
lord
Selford muriera sin dejar hijos.

Dick cogió la carta y la examinó cuidadosamente.

—Estoy pensando —dijo el abogado— en enviarle a usted a Damasco con el dinero.

—No. Ya me dediqué a la caza de ese joven, y tengo bastante para toda mi vida. Durante el tiempo que ha permanecido en el extranjero, ¿le ha enviado usted mucho dinero?

—Alrededor de quinientas mil libras —respondió Havelock tranquilamente—. Generalmente para comprar haciendas, cuyos títulos de propiedad jamás me ha enviado. Yo se los he pedido una o dos veces, y siempre me ha contestado que los documentos están en sitio seguro.

—Una pregunta antes de retirarme. ¿Es posible que estas cartas sean falsas?

—Absolutamente imposible. Yo conozco todas las peculiaridades de su letra tan bien, o acaso mejor, que las de la mía propia. Puedo asegurarle a usted que aún no hace dos años escribió una de esas cartas en presencia mía.

—¿No habrá sido suplantado?

—De ningún modo.
Lord
Selford es más bien de rostro fino, pelirrojo, y tartamudea un poco. Su identificación es fácil, porque tiene una roja marca de nacimiento en un carrillo, debajo de la oreja. También yo he pensado en todas esas posibilidades que usted señala. Podría haber sido suplantado o haber caído en manos de malhechores que le estén robando o que pretendan su rescate. Si yo no le hubiera visto distintas veces estos últimos años, estaría alarmado. Se trata de un hombre que tiene la manía de viajar incesantemente, y yo no tengo poder para sujetarle. Su ocupación no es un delito, ni mucho menos, para que yo pueda invocar la ley y traerle a Inglaterra definitivamente. ¿Esta usted seguro de que no le gustaría a usted hacer un viaje a Damasco?

—Perfectamente seguro. Ni pensar en ello.

Dos hechos habían venido a perturbar la vida de Sybil Lansdown con tal intensidad, que la muchacha apenas podía reconcentrar su atención en aquellos raros volúmenes que otras veces le habían parecido tan interesantes.

En un caso concreto, la biblioteca la había ayudado a aumentar sus conocimientos por medio de libros que trataban de la historia de las antiguas familias del país; pero no existía gran cosa acerca de los Selfords. Únicamente un volumen escrito por un sacerdote, que hablaba, con detalles demasiado sombríos, de los muchos pecados de
sir
Hugh. Sybil cerraba un libro con odio cuando los detalles tenían demasiado relieve.

«Me temo que seamos una familia poco simpática», se decía a sí misma, mientras colocaba el volumen en su estantería correspondiente.

Pero nada había en la biblioteca que la ayudase a desembrollar sus sentimientos hacia
mister
Martin. Unas veces creía que le gustaba mucho, y otras veces, que la molestaba. Lamentaba el haber ido a las tumbas de Selford y el que allí hubiese habido motivo para que ella se cogiese a su brazo o apoyase la cabeza en sus hombros, víctima del pánico que le producían aquella caverna fantasmagórica y el fulgor de los relámpagos.

Raramente visitaban mujeres la biblioteca. Por ello, Sybil se sorprendió ligeramente al ver que a media tarde entraba una mujer gruesa, de escasa estatura, con gesto duro, lujosamente vestida, aunque su voz estridente y grosera traicionaba su aparente elegancia.

—¿Es usted
miss
Lansdown? —preguntó.

—Sí —respondió Sybil, levantándose—. Soy
miss
Lansdown. ¿Quiere usted algún libro?

—No, yo no leo libros. ¡Los libros! Los libros no son más que una serie de tonterías y de absurdos que trastornan la cabeza. Si él no hubiera leído tanto, sería un hombre mucho más inteligente. No es que no sea un caballero por todos conceptos; acaso el que más de los que yo he conocido. Le aseguro a usted,
miss
, que él no haría nada mal hecho. Aunque todos podemos cometer errores. Pero él no pone sus manos en nada que no sea limpio y honrado.

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