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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (6 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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—Vaya —me rendí—. Gracias por la información.

—Sí, gracias por la información —dijo Palop—, y gracias por otra cosa. —Ya me extrañaba que el poli me estuviera facilitando confidencias gratuitamente—. Gracias por no crearnos un conflicto internacional.

—¿Qué?

Ahora, el interés de Murgadas estaba completamente centrado en sus uñas. Las estaba estudiando con suma atención, como si tuvieran que pasar un examen de un momento a otro.

—Que el consulado ruandés ni pisarlo —silabeó Palop—. Que eso es cosa nuestra. La Generalitat ha iniciado unas negociaciones con el gobierno de Ruanda para la importación de estaño y nos ha pedido que no escarbemos demasiado en la mierda. Sé que lo entenderás.

—Pero vosotros sí habéis escarbado.

—Con un bastón, de lejos, y con mucho cuidado.

—¿Y?

—Nada. ¿Has oído hablar de la pareja de ruandeses que fueron a visitar a Gracián y al monasterio?

—Sí.

—No eran funcionarios del consulado de Ruanda, ni de la embajada de Madrid, ni son conocidos de los pocos ruandeses que viven aquí legalmente. A los ilegales no hemos podido preguntarles. Sospechamos que vinieron ex profeso para hacer ese trabajo.

—Bien…

—Otra cosa. El obispado.

—¿Qué pasa con el obispado?

—Que por este lado también hay que andarse con mucho, mucho tiento. No quieren que los periódicos empiecen a hablar del milagro de Barcelona, ni de la santita que sale volando ni nada por el estilo. No sabemos cómo acabará la historia y no queremos escándalos.

—Sí, eso ya me lo ha dicho la hermana priora. —Suspiré. Tenía prisa por llegar a casa y ponerme las zapatillas—. ¿Tenéis alguna explicación válida?

Palop y Murgadas se miraron. «Sí, a ti te lo vamos a contar.»

—La misma que tú.

—Bueno… Pues con todo esto que me habéis dicho y cuatro datos de Internet, ya puedo dar el caso por acabado, ¿verdad? Me voy a casa.

Toqué el hombro de Murgadas, que sufrió un sobresalto, como si hubiera olvidado mi presencia.

—Ah —dijo.

Tenía el coche aparcado cerca de la casa de el Jeta, no muy lejos de allí. Decidí que iría a buscarlo paseando. Y, por el camino, en la Casa del Libro, preguntaría si tenían
El gótico del Ensanche.

Escena 2

Había dejado el coche en el aparcamiento de la calle Entenza y estaba cruzando la Gran Vía hacia mi casa, cuando la vi, esperándome en el chaflán. A su lado, tenía una mochila negra con ruedas y un mango extensible que le permitía arrastrarla como si fuera un carrito.

Pensé: «No es posible», pero enseguida me rendí a la evidencia de que sí era posible, pues claro que lo era. La verdad es que llevaba temiéndomelo todo el día.

De lejos se la veía más alta de lo que era, con aquel pelo negro, con un corte como de paje de los Reyes Magos. Betty Page tentadora. La constitución delgada con un pecho voluminoso. Aún llevaba los minúsculos
shorts
vaqueros, y unos zapatos de tacón de aguja exageradamente altos, pero tuvo la delicadeza de ponerse una chaqueta vaquera sobre el minisostén y eso impedía que los conductores que circulaban por aquella calle se estrellaran en cadena. Y no se había quitado los guantes blancos.

No pensé: «Mira, la chica de esta mañana.» Pensé: «Una puta.» O sea, una persona capaz de hacer cualquier cosa por dinero, una persona que no se respetaba a sí misma y que, por tanto, despreciaba al resto de la humanidad, una persona en la que no podías confiar, un cuerpo sin alma, desanimado, desalmado.

No obstante, me gustaban sus ojos de mirada tímida, y la boca grande y roja, y la mandíbula voluntariosa. Bajo los ojos, unas bolsas prematuras que le daban dureza y carácter. Y aquella sonrisa como de sobrinita que de pronto se ha hecho mayor, que denotaba más ansia de alegría que alegría, una promesa de carcajada, «digas lo que digas, serás recompensado, siempre estoy dispuesta a dar lo mejor de mí». Parecía que le hacía mucha ilusión volverme a ver. Claro que en este tipo de gente no puedes confiar.

—¡Hola, Ángel! —me dijo con toda la simpatía que le proporcionaba su larga experiencia en el trato con hombres.

Tímidamente, alargó la mano enguantada para estrechar la mía. La acepté sin entusiasmo. Y, después, disimuladamente, me conté los dedos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, sí, los tenía todos.

—Soy de ti —anunció, con aquel acento masticado—. Hablo tu idioma, soy de ti, he de aprender tu idioma porque vivo y trabajo en este país.

Yo no sabía qué decir. «¿Qué haces aquí?» era una pregunta retórica y estúpida. Estaba claro que la había enviado Biosca, compadecido de mi soledad.

—¿Por qué has venido?

—Porque tu capo paga a mi capo, dice ve y yo voy.

La había comprado. Biosca, aquella mañana, había ido al mercado de esclavos y me había comprado una chica. Dije:

—Pero ¿vas por cuánto? Quiero decir, ¿por cuánto tiempo?

—Sábado, en el Rienvaplí Costa Brava. Tú y yo. Si tú quieres.

—No, no quiero. Y ¿qué pasa hasta el sábado? ¿Dónde vivirás? —Ella alzó la mirada hacia la cúspide del edificio—. ¿En mi casa? Sí, claro. Imposible.

—Sí —dijo con una ingenuidad que no cuadraba con el volumen de sus pechos—. Soy de ti. El señor Biosca pone mucho
money
, paga compañerismo para ti.

—No. —«No», de palabra y de obra. «No, ni hablar»—. No puede ser. No eres mía. Dile al señor Biosca que gracias, pero que no.

Ella, como no quería entender, no perdía la sonrisa tímida.

—Compañerismo.

—No puede ser.

—Sí. No tengo casa. He dejado hotel. Mi habitación, otra chica. Yo no casa, casa de ti, sí. —Abrí la boca con forma de no—. O calle. O casa de ti o calle.

Suplicaba. Y yo soy muy sensible a las súplicas.

Se me pasó por la cabeza llamar a Biosca, pero no lo hice, claro. Era preferible meter a la puta en casa que mantener una discusión con Biosca. Pero ¿qué significaba aquello? ¿Que tenía que follar con la chica, aquella noche, tanto si me gustaba como si no? Me incomodaba tener que hacerlo con una puta. Aunque fuera tan guapa como aquélla, y aunque no pareciera insolente, ni embrutecida, ni obligada. No me gusta que me impongan las cosas. Un polvo con una puta es un acto mecánico, consciente de que la mujer está deseando acabar cuanto antes mejor, sacársete de encima en cuanto te corras. «¿Subes?» ¿Tenía que decirle «sube a casa»?

—Sube —dije.

No lo celebró de ninguna manera. Se limitó a asentir con la cabeza y arrastró la mochila sobre ruedas. Como si le asistiera todo el derecho del mundo.

Subíamos en el ascensor. Es un ascensor estrecho y enseguida se llenó con su perfume. Pensé en el qué dirán.

—¿Cómo te llamas?

—Babet.

Otra cosa que no soporto de las putas: los nombres idiotas que se ponen.

—No jodas. Tu nombre de verdad. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

—Fatmire Zeqiraj.

Ostras.

—¿De dónde eres?

—Prizren.

—¿Prizren?

—Kosova.

—Ah, Kosovo.

—No. Kosova.

Me pareció que no quería hablar. Fruncía el ceño y se le amargaba la boca. Pensé en la mafia albanokosovar. Peligrosos. Más vale no liarse con este tipo de gente.

—Ah.

Cuando entramos en el piso me pareció oír la carcajada de Marta en la sala. A Marta siempre le divertía verme en un compromiso.

«No te rías» le diría, si estuviera solo.

La veía allí, sentada en el comedor, como cuando repasaba los extractos del banco a final de mes, con las gafas de leer en la punta de la nariz y aquella hilaridad contenida que la hacía más joven.

«Hay que ver, cariño, en qué líos te metes. Qué pinta, tu amiguita.»

No soporta a mis amiguitas. Por eso no suelo llevarlas a casa.

—Ángel…

—Sí, espera, pasa, pasa. Te indicaré dónde puedes dormir.

Como una realquilada, y una parte de mi cerebro protestando. «¡Que es una puta! ¡Que si quieres te la puedes follar! ¡Y está buena!» La imaginaba debajo de mí, asqueada, pensando «acaba de una vez». Cuando he ido de putas, que alguna vez lo he hecho, siempre me ha parecido que para poder hacer algo con ellas tenía que despreciarlas tanto como ellas a mí.

Creo que me sorprendió el hecho de que no se quitara los guantes. Es un gesto instintivo: quitarse los guantes cuando uno entra en una casa.

La habitación de Mónica. Con ositos de peluche en la cama y pósters de Sting, del viejo Paul Newman y del joven Brando.

Fatmire se me plantó delante y me tocó la corbata con la punta del dedo índice.

—No follar —dijo—. Hoy, prohibido follar. Dice capo de ti que tú caliente para el sábado. Yo y tú, supercasa de Rienvaplí Costa Brava. Los dos. Parejita. Follar y follar el sábado en Rienvaplí. ¿Me entiendes? Hoy no. Si tú quieres.

Aquello me cabreó. O sea, que se instalaba en mi casa, con aquellos
shorts
y aquellas piernas que no se terminaban nunca, y zapatos de tacón, y aquella delantera, y encima venía con condiciones. Que no follábamos. Porque lo decía Biosca. Para que quedaran bien claras las propiedades afrodisíacas de su chalé cuando llegase el momento.

Le dediqué una sonrisa de compromiso, le indiqué con un gesto que podía ocupar la habitación y me fui a la sala.

Había un mensaje en el contestador.

Biosca. Quién, si no.

—¡Esquius! ¡No se asuste! ¡No se alarme! ¡No se trata de una invasión, ni de una imposición caciquil! Pero he pensando, que si no encuentra nada más, siempre va bien tener alguna de recambio, ¿no le parece? Venga, que he visto cómo la miraba esta mañana. No me la desprecie. No obstante, le he dado la consigna de que debe comportarse como si fueran pareja de hecho hasta el sábado. O sea, castidad monacal. Y, cuando llegue el sábado, que saque toda la puta que tiene dentro. Me entiende, ¿verdad? A propósito, ¿cómo le ha ido con las monjas?

Me temblaban las manos cuando cogí la agenda. Seguro que allí encontraría alguna chica a la que pudiera invitar a pasar el fin de semana en la supercasa de la Costa Brava. Me había entrado una urgencia frenética por resolver la cuestión a mi manera y no a la manera de Biosca.

Busqué el número de teléfono de Olga. Llevaba mucho tiempo sin verla. Desde aquella noche que habíamos salido a cenar y ella se pasó todo el rato hablando de sus preferencias sexuales y, sobre todo, de su habilidad con la boca, y después, en su casa, le dio una especie de ataque de histeria y rompió una copa, y una botella de Lagavulin y unos objetos de artesanía que tenía por allí. Al día siguiente llamó para disculparse, diciendo que su marido la había «abandonado» y que, de vez en cuando, «la traicionaban los nervios». No había vuelto a verla y se me ocurrió que ya era hora de reemprender nuestras relaciones. Ya había pasado más de un año desde aquel incidente, y a lo mejor había tenido tiempo de olvidarse de su marido, o de perdonarlo, o de solucionar el problema de alguna manera.

—¡Diga! —contestó una voz masculina.

—¿Olga?

—¿Quién la llama?

—Ángel.

—¿Ángel? ¿Qué Ángel? ¿Ángel qué? ¡Olga! ¡Aquí hay un hijo de puta que se llama Ángel y que pide por ti! ¿Puede saberse quién demonios es este Ángel?

Colgué.

Fatmire Zeqiraj había ocupado mi butaca preferida y estaba encantada contemplando un programa de telebasura con una lata de cocacola en la mano. Siempre con aquellos guantes blancos que empezaban a obsesionarme. Le hice una señal y no dio señales de verme. Estaba extasiada y se reía mientras alguien contaba que su mujer le maltrataba con una toalla mojada y que le quería envenenar.

Marqué el número de teléfono de mi hijo Oriol.

Contestó él mismo. De fondo, se oían los gritos de mis nietos gemelos, de cuatro años, Roger y Aina, que discutían.

—Eh, Oriol.

—Hola, papá. ¿Cómo estás?

—Bien. Tirando, ya sabes. ¿Has podido hablar con tu hermana?

—Sí.

—¿Y?

—Aún está un poco resentida.

—Pero ¿sale con alguien? Estoy esperando que un clavo saque otro clavo.

—Me ha hablado de un tal José. Parece que le echa los tejos. Un chico que trabaja en un bufete de abogados.

—Vaya. A ver si este novio le hace olvidar al otro y me perdona. ¿Por qué no le preguntas el nombre completo, y la dirección?

—Papá… No te metas. Espera a que se calmen las cosas.

—Esperaré a que se calmen las cosas, pero, por favor, Oriol, ¿por qué no le preguntas el nombre completo y la dirección?

—Está bien.

—¿Se lo preguntarás?

—Sí, papá.

—Y ¿me lo dirás?

—Sí, papá. Pero ten paciencia, ¿quieres? —Pausa—. ¿Alguna novedad?

Podría decirle que tengo a una puta muy sexy sentada en mi butaca pero que no me la puedo follar esta noche porque el dios Biosca ha decidido que la fase de precalentamiento tiene que durar hasta el sábado. Pero no se lo digo.

—Todo bien. Anda, ve, que oigo que tus hijos te reclaman.

—Van como motos. Ah, papá. ¿Aún quieres aquel armario de persiana? Es que si no, lo tiramos.

—No, no. ¡Pues claro que lo quiero! No lo tires. A tu madre le gustaba muchísimo.

Oriol ya no recordaba que el armario de persiana se lo regalamos su madre y yo en uno de sus cumpleaños.

Estaba ante la mesa del teléfono, sentado en una silla incómoda, mientras Fatmire Zeqiraj sorbía cocacola en mi butaca y miraba la tele.

Contra lo que pudieran pensar en la agencia, mi vida en solitario no era melancólica ni depresiva, ni engullía por la fuerza comidas prefabricadas ante el televisor. De hecho, aquella noche en concreto, me hubiera gustado elegir un buen DVD policiaco de mi colección, digamos
La conspiración
de Ralph Nelson, con Michael Caine y Sidney Poitier, y disfrutar de la película con un poco del jamón de bellota y la chapata con tomate que me estaban esperando desde aquella mañana. Pero, en fin, Biosca me había enviado aquella puta que estaba usurpando mi butaca, de modo que me fui hacia el ordenador y me conecté a Internet.

Y Marta meándose de risa en algún lugar de mi recuerdo.

¿Que tenía que hacer? ¿Compartir el patanegra y el Ribera de Duero con Fatmire Zeqiraj?

Primero, repasé los datos generales de la guerra de Ruanda:

En el año 1994, un atentado del FPR, Frente Patriótico de Ruanda, acabó con la vida del presidente del país, Juvenal Habyarimana, de la etnia hutu. Entonces, los hutus desencadenaron un ataque furioso contra sus enemigos ancestrales, los tutsis, que formaban la guerrilla de oposición del FPR. Más de un millón de personas, la mayoría tutsis, murieron en el genocidio.

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