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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (8 page)

BOOK: La luna de papel
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—Gracias.

—Me ha preguntado si hemos encontrado algo en el apartamento de su hermano y yo he contestado que nada. Ni siquiera hemos encontrado lo que tendría que haber habido.

Había arrojado el anzuelo. Pero ella no picó. Sólo se quedó un poco sorprendida, como era lógico.

—¿Por ejemplo? —preguntó.

—¿Su hermano ganaba lo suficiente?

—Lo suficiente. Pero no se confunda, comisario. Quizá sería mejor matizar: suficiente para sus necesidades y las nuestras.

—¿Dónde guardaba el dinero?

Michela lo miró, afortunadamente sólo un instante, extrañada por la pregunta.

—En el banco.

—¿Y cómo explica que no hayamos encontrado un talonario de cheques, un extracto de cuenta, nada?

Michela sonrió y se levantó.

—Vuelvo enseguida.

Cuando regresó, traía una carpeta de gran tamaño que depositó encima de la mesita. La abrió, sacó un talonario de cheques de la Banca dell

Isola, siguió buscando, sacó una hoja y se la entregó junto con el talonario.

—Angelo tiene una cuenta corriente en este banco, le he dado también el último extracto.

Montalbano contempló la cifra correspondiente al apartado «saldo»: noventa y un mil euros. Devolvió ambas cosas a Michela, quien las guardó de nuevo en la carpeta.

—Este dinero no son sólo ganancias de Angelo. Unos cincuenta mil euros son míos, una herencia de un tío que me tenía un cariño especial. Como ve, con mi hermano compartía una sola cuenta corriente de doble titularidad.

—¿Y cómo es que lo tiene todo usted?

—Verá, es que Angelo se ausentaba a menudo de Vigàta por motivos de trabajo, y, por consiguiente, no podía atender el pago de algunos plazos. Yo me encargaba de hacerlo y después le daba los recibos. ¿Los ha encontrado?

—Ésos sí. Aparte del apartamento y el cuarto de la azotea, ¿tenía también garaje?

—Pues claro. En la parte de atrás de la casa hay tres garajes. El primero de la izquierda es el suyo.

«¿Ves como eres un viejo chocho, mi querido Montalbano?»

—¿Por qué ha dicho que a menudo Angelo no podía estar en Vigàta para atender el pago de ciertos plazos? ¿Acaso no hacía viajes cortos, limitados a los confines de la provincia?

—No es así exactamente. Por lo menos una vez cada tres meses viajaba al extranjero.

—¿Adónde?

—Pues a Alemania, Suiza, Francia… donde por regla general están los grandes laboratorios farmacéuticos. Lo llamaban.

—Comprendo. ¿Permanecía fuera mucho tiempo?

—Según. De tres días a una semana. No más.

—Entre las llaves de su hermano hemos encontrado una muy curiosa. —Sacó la que guardaba en el bolsillo y se la entregó—. ¿La reconoce?

Ella la miró con curiosidad.

—Lo que se dice reconocerla, más bien diría que no. Pero debo de haber entrevisto una casi igual entre sus llaves.

—¿No le preguntó para qué servía?

—No.

—Esta llave abre una caja de seguridad portátil.

—¿De veras?

Lo miró. Aguas claras, incitantes, aparentemente nada peligrosas. Pero cuidado, Montalbano, debajo, escondidos, es probable que haya revoltijos de algas gigantes de los cuales nunca conseguirás sacar los pies.

—No sabía que Angelo tuviera una caja blindada. Nunca me lo dijo y yo jamás la vi en su apartamento.

Montalbano se empeñó en seguir mirándose la punta del zapato izquierdo.

—¿La han encontrado?

—No. Las llaves sí, pero no la caja. ¿No le parece extraño?

—Pues sí.

—Y ésa es otra de las cosas que tendrían que haber estado en el apartamento y, sin embargo, no estaban.

Michela entendió adónde quería ir a parar. Echó la cabeza atrás, tenía un cuello precioso, modiglianesco, y lo miró con los ojos entornados.

—¿No estará pensando que me la llevé yo?

—Bueno, verá, es que yo cometí un error.

—¿Cuál?

—La dejé sola una noche en casa de su hermano. No tendría que habérselo permitido. De esa manera, usted tuvo todo el tiempo del mundo para…

—¿Ocuparme de que desaparecieran ciertas cosas? ¿Y eso por qué?

—Porque usted sabe mucho más que nosotros acerca de Angelo.

—Pues claro. ¡Menudo descubrimiento! Crecimos juntos. Somos hermanos.

—Y por eso tiende a protegerlo, incluso de manera inconsciente. Usted me ha dicho que su hermano, en determinado momento, decidió abandonar el ejercicio de la medicina. Pero las cosas no fueron exactamente así. A su hermano lo echaron.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Elena Sclafani. He hablado con ella esta mañana.

—¿Le ha explicado el motivo?

—No. Porque lo ignora. Angelo se lo comentó, pero a ella la cuestión no le interesaba y por eso no preguntó más.

—¡Pobre angelita! No le interesaba la cuestión, pero se encarga de sembrar la sospecha. Arroja la piedra y esconde la mano. —Lo dijo con una voz que el comisario no le conocía, una voz que parecía surgir no de unas cuerdas vocales sino de dos hojas de papel de lija restregadas la una contra la otra.

—Dígame usted el motivo.

—Aborto.

—Dígame algo más.

—Angelo dejó embarazada a una menor de edad que, entre otras cosas, era paciente suya. La chica, que pertenecía a una familia de cierta clase, no se atrevía a decir nada en casa y tampoco podía recurrir a la sanidad pública. Sólo le quedaba el aborto clandestino. Lo malo fue que, al regresar a casa, sufrió una fuerte hemorragia. Su padre la acompañó al hospital, y de esa manera se descubrió la verdad. Angelo asumió toda la responsabilidad.

—¿Qué significa que asumió toda la responsabilidad? ¡Yo diría que era enteramente suya!

—No, no toda. Él le pidió a un colega y amigo suyo que conocía de la universidad, que le practicara el aborto a la chica. El amigo no quería, pero Angelo consiguió convencerlo. Pero cuando la cosa se supo, mi hermano declaró que era él quien había practicado el aborto y por eso fue condenado y expulsado.

—Dígame el nombre y el apellido de la chica.

—¡Pero, comisario, ya han pasado más de diez años! Sé que se casó, que ya no vive en Vigàta… ¿Para qué quiere…?

—No he dicho que vaya a interrogarla, pero en caso necesario seré muy discreto, se lo prometo.

—Teresa Cacciatore. Se casó con un empresario, Mario Sciacca. Vive en Palermo. Tiene un niño.

—La señora Sclafani me ha dicho que se veía con su hermano en el apartamento de éste.

—Sí, en efecto.

—¿Y cómo es posible que usted jamás se haya cruzado con ella?

—Porque no quería verla. Le pedí a Angelo que me avisara cuando ella fuera a su casa.

—¿Por qué?

—Antipatía. Aversión. Elija usted lo que prefiera.

—¡Pero si sólo la conocía de vista!

—Eso me bastaba. Además, Angelo me hablaba a menudo de ella.

—¿Qué le decía?

—Que era insuperable en la cama, pero demasiado ávida de dinero.

—¿Su hermano le pagaba?

—Le hacía regalos muy caros.

—¿Por ejemplo?

—Una sortija. Un collar. Un dos plazas.

—Elena me ha confesado que ya tenía decidido dejar a Angelo.

—No lo crea. Aún no lo había exprimido del todo. Le montaba constantes escenas de celos para mantenerlo atado.

—¿Paola la Roja también le caía mal?

Michela saltó literalmente de su sillón.

—¿Quién… quién le ha hablado de Paola?

—Elena Sclafani.

—¡La muy guarra! —De nuevo la voz de papel de lija.

—Disculpe, ¿a quién se refiere? —preguntó angélicamente el comisario—. ¿A Paola o a Elena?

—A Elena, que la ha metido en medio. Paola era… es una persona de bien que se enamoró de verdad de Angelo.

—¿Por qué la abandonó su hermano?

—La historia con Paola ya duraba demasiado… El encuentro con Elena se produjo en un momento de cansancio… Para Angelo fue una novedad, una curiosidad a la que no supo resistirse, a pesar de que yo…

—Dígame el nombre y la dirección de Paola.

—¡Comisario! Pero ¿usted pretende que yo le facilite los datos de todas las mujeres que se relacionaron con Angelo? ¿De Maria Martino? ¿De Stella Lojacono?

—No de todas. De las que usted ha mencionado.

—Paola Torrisi-Blanco vive en Montelusa, via Millefiori veintiséis. Es profesora de Lengua italiana en el liceo.

—¿Casada?

—No. Habría sido una esposa ideal para mi hermano.

—Por lo visto, usted conoció muy bien a Paola.

—Sí. Nos hicimos amigas. Y seguí tratándola incluso después de que mi hermano la dejara. Esta mañana la he llamado y le he dicho que lo han asesinado.

—Por cierto, ¿algún periodista se ha puesto en contacto con usted?

—No. ¿Se han enterado?

—La noticia está empezando a filtrarse. Niéguese a contestar.

—Por supuesto.

—Déme la dirección, si la tiene, o el número de teléfono de las otras dos mujeres de quienes me ha hablado.

—No los recuerdo de memoria, tengo que buscar en antiguas agendas. ¿Le parece bien que se los pase mañana?

—De acuerdo.

—Comisario, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Hágala.

—¿Por qué concentra la investigación en las amistades femeninas de Angelo?

«Porque tú y Elena no hacéis más que ofrecerme nombres de mujer en bandeja, mejor dicho, en una cama», habría querido contestar, pero no lo hizo.

—¿Cree que es un error? —preguntó en cambio.

—No sé si es un error o no. Pero seguro que hay muchas otras hipótesis acerca del posible móvil del crimen.

—¿Cuáles?

—Pues no sé… algo relacionado con sus negocios… un competidor que quizá le tenía envidia…

En ese momento, el comisario decidió hacer trampa, arrojando sobre la mesa una carta marcada. Adoptó una actitud cohibida, como de alguien que desea decir algo pero no se atreve.

—El hecho de… ejem… ejem… de que hayamos prestado más interés a la pista femenina… —Se felicitó a sí mismo, le habían salido las palabras adecuadas, incluso los ejem, ejem tipo policía inglés le habían brotado de la garganta a la perfección. Siguió adelante con su obra maestra de interpretación teatral—: se ha debido precisamente… ejem… ejem… a un detalle que… ejem… pero quizá sería mejor que yo no…

—Diga, diga —lo animó Michela, asumiendo a su vez el aire de alguien dispuesto a escuchar lo peor.

—Pues verá, su hermano, cuando lo mataron, acababa de mantener… ejem… ejem… una relación sexual.

Era una trola, el doctor Pasquano la había desmentido. Pero él quería ver qué efecto ejercía en Michela. Y efecto hubo.

Se levantó de un brinco y se le abrió la bata. Debajo iba en pelota picada, ni bragas ni sujetador, un cuerpo espléndido, sólido y compacto. Con el movimiento, hasta el cabello se le soltó sobre los hombros. Apretó los puños, los brazos colgando a los costados, los ojos enormemente abiertos. Por suerte, no los dirigió hacia el comisario. Éste, como de soslayo desde una ventana, vio desencadenarse en aquellos ojos una marejada agitada por el temporal; olas de rabia de fuerza ocho se levantaban en vertical, caían de nuevo en avalanchas de espuma, volvían a formarse y a caer. El comisario se asustó, le acudió a la mente un recuerdo de la escuela, el de las tres terribles Erinias. Pero pensó que era un recuerdo equivocado, pues las Erinias eran feas y viejas. En cualquier caso, se mantuvo aferrado a los brazos del sillón. Michela hizo un esfuerzo para hablar, la furia la impelía a apretar los dientes.

—¡Ha sido ella!

Las dos hojas de papel de lija se habían convertido en dos muelas de piedra.

—¡Elena lo ha matado!

Su pecho se había transformado en un fuelle. De repente Michela cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza contra el sillón y rebotó con violencia antes de desplomarse desmayada.

Perlado de sudor a causa de la escena que había presenciado, Montalbano abandonó el salón, vio una puerta entreabierta, la de un cuarto de baño, entró, mojó una toalla, regresó, se arrodilló al lado de Michela y empezó a pasarle la toalla por la cara. Ahora ya se había convertido en una costumbre. Poco a poco la mujer pareció calmarse. Abrió los ojos, y lo primero que hizo fue cubrirse con la bata.

—¿Ya está mejor?

—Sí. Perdone. —Su capacidad de recuperación parecía increíble. Se levantó—. Voy a beber agua.

Regresó y se sentó muy fría y tranquila, como si momentos antes no hubiera padecido un incontrolable y temible arrebato de furia, casi al límite de un auténtico ataque epiléptico.

—¿Usted sabía que el lunes por la noche su hermano y Elena tenían que verse?

—Sí, Angelo me llamó para avisarme.

—Elena dice que el encuentro entre ambos no se produjo.

—¿Qué historia le ha contado?

—Que efectivamente salió de casa, pero que mientras conducía, decidió no acudir a la cita. Quería ver si conseguía abandonar para siempre a su hermano.

—¿Y usted lo cree?

—Tiene una coartada comprobada.

Era otra solemne trola, pero quería evitar que a Michela le diera otro ataque de rabia delante de cualquier periodista y soltara el nombre de Elena.

—Seguramente es falsa.

—Usted me ha dicho que Angelo le hacía a Elena regalos muy caros.

—Así es. ¿Cree usted que su marido, con el sueldo que gana, podría permitirse el lujo de regalarle un coche deportivo?

—Pues entonces, si ésa era la situación, ¿qué motivo tenía Elena para matarlo?

—Comisario, el que quería cortar la relación era Angelo. Ya no podía más. Elena lo agobiaba con sus celos. Angelo me dijo que una vez ella le escribió amenazándolo de muerte.

—¿Le envió una carta?

—Dos o tres.

—¿Usted las leyó?

—No.

—No hemos encontrado cartas de Elena en el apartamento de su hermano.

—Angelo debió de tirarlas.

—Creo que ya la he molestado demasiado —dijo levantándose.

Michela también se levantó. De repente dio la impresión de estar exhausta, se pasó una mano por la frente como si estuviera profundamente cansada y se tambaleó un poco.

—Una última cosa. ¿A su hermano le gustaban las canciones ligeras?

Tal vez Michela se sentía demasiado agotada para sorprenderse de aquella pregunta.

—De vez en cuando las escuchaba.

—Pero en la casa no había nada para escuchar música.

—En efecto, no las escuchaba en casa.

—¿Pues dónde?

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