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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (18 page)

BOOK: La luna de papel
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Montalbano reparó en que él también iba en cueros, pero no se sorprendió. Entró en la bañera y se tendió. Menos mal que enseguida lo cubrió la espuma del jabón, le avergonzaba que la mujer pudiera ver la media erección que había experimentado en contacto con el agua caliente.

—Voy por las llaves y el regalo —le dijo Michela.

Y se retiró. ¿De qué regalo estaba hablando? ¿A que era el día de su cumpleaños? Pero ¿cuándo nació? Lo había olvidado. No insistió en preguntárselo, cerró los ojos y se abandonó al alivio que sentía. Después, cuando la oyó regresar, intentó abrir los ojos, que ya se le estaban cerrando. Pero inmediatamente los abrió como platos, pues en la puerta del cuarto de baño no estaba Michela sino Angelo, con el rostro destrozado por la bala, la sangre que seguía bajándole por la camisa, la cremallera de los vaqueros abierta, la cosa fuera, y un revólver en la mano derecha apuntando hacia él.

—¿Qué quieres? —preguntó, muerto de miedo.

De repente, el agua de la bañera se había quedado más fría que el hielo polar. Angelo hizo señas de que esperara moviendo la mano izquierda, después se la llevó a la boca y se sacó unas bragas. Dio dos pasos al frente.

—¡Abre la boca! —le ordenó.

Él, apretando los dientes, sacudió la cabeza. Jamás en la vida permitiría que le introdujeran en la boca las bragas ya mojadas por la saliva de aquel ser que, en toda lógica, siendo un cadáver, no tenía ningún derecho a amenazarlo con un arma. Ni siquiera tenía derecho a caminar, bien mirado. Ni aunque fuera un muerto que, en el fondo, se presentaba muy bien conservado, teniendo en cuenta que ya habían transcurrido muchos días desde el asesinato. En cualquier caso, estaba claro que ahora él se encontraba metido en una trampa preparada por Michela para favorecer algún siniestro negocio de su hermano.

—¿La abres o no?

Él negó nuevamente y el otro le pegó un tiro. Un ruido ensordecedor.

Montalbano despertó y se incorporó en la cama, el corazón desbocado y el cuerpo empapado de sudor. A causa de una ráfaga de viento, la persiana había golpeado contra la pared; en efecto, fuera se había desencadenado una tormenta.

Eran las cinco de la madrugada. Por su naturaleza, el comisario no creía en los sueños premonitorios, en los presentimientos y, en general, en cualquier cosa de tipo paranormal; bastante anormal le parecía ya de por sí la llamada normalidad. Pero había comprendido una cosa: que algunas veces los sueños que tenía no eran más que el desarrollo, paradójico o fantástico, de un razonamiento que se había iniciado en su cabeza antes de quedarse dormido. Y en cuanto a la interpretación de aquellos sueños, confiaba más en el adivino que traducía los sueños en números de la lotería que en Sigmund Freud.

Así pues, ¿qué significaba aquella chorrada de sueño?

Tras pasarse media hora piensa que te piensa, consiguió aislar dos acontecimientos que le parecieron importantes.

El primero debía de referirse a las llaves de Angelo. El manojo del muerto, tras devolvérselo la Científica, lo tenía aún en su poder. El otro, el que él le había pedido a Michela, se lo había devuelto a ella. Parecía todo muy normal y, sin embargo, algo se había disparado en su cabeza precisamente a propósito de las llaves, algo que no cuadraba y que no conseguía identificar. Era necesario que pensara en ello de nuevo.

El otro elemento era una palabra, «regalo», que Michela le había dicho mientras salía del cuarto de baño. Pero Michela, cuando hablaba de regalos, siempre se refería a los costosos obsequios que Angelo le hacía a Elena… Detente aquí, Montalbà, ya casi estás, ¡caliente, caliente, te quemas! ¡Había llegado! ¡Coño si había llegado!

Experimentó tal satisfacción que cogió el despertador, pulsó el botón que anulaba el timbre, apoyó la cabeza en la almohada y se quedó dormido de golpe.

Elena le abrió la puerta. Iba descalza, llevaba la peligrosa bata de la otra vez, tenía todavía en la cara unas gotas de agua de la ducha reciente; debía de haberse levantado hacía poco y eran las diez de la mañana. Olía de tal manera a piel joven y tersa que el comisario casi no pudo resistirlo. En cuanto lo vio, ella esbozó una sonrisa, le tomó una mano y, sin soltársela, lo atrajo al interior, cerró la puerta y lo llevó hacia el salón tirando de él.

—Ya tengo listo el café.

Montalbano acababa de sentarse cuando ella reapareció con la bandeja. Tomaron el café en silencio.

—¿Quiere que le diga una cosa muy rara, comisario? —dijo Elena, dejando la tacita vacía.

—Dígamela.

—Hace poco, cuando ha llamado para decirme que venía para acá, me he puesto contenta. Lo echaba de menos.

El corazón de Montalbano hizo exactamente lo mismo que un avión cuando tropieza con una bolsa de aire. Pero no dijo nada, fingió concentrarse en los últimos restos de café y después dejó también la tacita.

—¿Hay novedades? —preguntó ella.

—Alguna —contestó cauteloso.

—Yo, en cambio, no tengo ninguna.

Montalbano la miró con expresión inquisitiva, no había comprendido el significado de aquellas palabras. Elena se echó a reír de buena gana.

—¡Qué cara tan graciosa se le ha puesto! Quería simplemente decir que desde hace un par de días Emilio no deja de preguntarme si hay novedades, y yo le digo que no, que no hay ninguna.

Montalbano se quedó más perplejo que convencido; la explicación de Elena enredaba las cosas en lugar de aclararlas.

—No sabía que su marido estuviera tan interesado en la investigación.

Ella rió todavía con más fuerza.

—No le interesa la investigación, le intereso yo.

—No entiendo.

—Comisario, Emilio quiere saber si ya me he encargado de sustituir a Angelo o si tengo el propósito de hacerlo pronto.

¡Conque de eso se trataba! El viejo cerdo estaba sufriendo un claro mono de abstinencia de las guarrerías que le contaba su mujer.

—¿Por qué no lo ha hecho todavía?

Esperaba que ella se echara nuevamente a reír, pero, en cambio, se puso muy seria.

—No quiero crear equívocos y deseo sentirme tranquila. Espero que termine esta investigación. —Volvió a sonreír—. Por consiguiente, dese prisa.

Pero ¿por qué una nueva relación con otro hombre habría podido crear equívocos? La respuesta a la pregunta la obtuvo cruzando su mirada con la de Elena. No era una mujer la que tenía sentada delante en el sillón, era una pantera en reposo, todavía satisfecha, pero que en cuanto experimentara el estímulo del hambre, se echaría encima de la presa que previamente hubiera elegido. La presa era él, Salvo Montalbano, trémulo y torpe animalito doméstico que jamás habría conseguido correr más rápido que aquellas elásticas y larguísimas piernas, perdón, patas, que de momento permanecían engañosamente cruzadas. Y —la constatación más antipática— una vez apresado por aquellas fauces, cuando ya empezara a ser devorado, seguro que resultaría no sólo insípido para los gustos de la pantera, sino también decepcionante en el informe que ésta le facilitaría después al marido profesor. No le quedaba más remedio que hacerse el tonto para no ir a la guerra, dar la impresión de no haber entendido.

—He venido por dos motivos.

—Habría podido venir incluso sin motivos.

La pantera lo tenía en el punto de mira, al animal salvaje no había forma de distraerlo.

—Usted me ha dicho que, aparte del coche, Angelo le regaló unas joyas.

—Sí. ¿Quiere verlas?

—No me interesa verlas, sólo me interesan los estuches que las contenían. ¿Los conserva todavía?

—Sí, voy por ellos.

Se levantó, recogió la bandeja y se la llevó. Regresó de inmediato con dos pequeños estuches negros, vacíos y ya abiertos. El interior estaba forrado de seda blanca y en todos figuraba escrito lo mismo: «Joyería A. Dimora - Montelusa». Era lo que quería saber, lo que el sueño le había sugerido. Le devolvió los estuches a Elena y ella los dejó encima de la mesita.

—¿Y el otro motivo? —preguntó.

—Eso ya es más difícil decirlo. En el examen de la autopsia se descubrió un detalle importante. Prendidos entre los dientes del muerto se encontraron dos hilos de tejido. La Científica me ha informado que se trata de un tejido especial que se utiliza casi exclusivamente en la fabricación de bragas de mujer.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que alguien, antes de pegarle el tiro, le introdujo en la boca unas bragas para que no gritara. Añádase a ello el hecho de que el muerto fue hallado como si estuviera a punto de realizar el acto sexual. Por consiguiente, siendo cuando menos impensable que alguien se pasee por ahí con unas bragas en el bolsillo, eso significa que quien lo mató no fue un hombre sino una mujer.

—Comprendo. Se trataría de un delito pasional.

—Exactamente. Pero en esta fase de las pesquisas es mi deber informar al fiscal de la marcha de las investigaciones.

—Y tendrá que mencionar mi nombre.

—Por supuesto que sí. Y el fiscal Tommaseo la convocará de inmediato. Las amenazas de muerte que le dirigió a Angelo en sus cartas serán consideradas una prueba contra usted.

—¿Qué debo hacer?

La admiración que Montalbano sentía por ella aumentó unos cuantos grados. No tenía miedo ni estaba alterada, simplemente pedía información y nada más.

—Elija un buen abogado.

—¿A él puedo decirle que las cartas me las hizo escribir Angelo?

—Pues claro. Y aproveche la ocasión para sugerirle que haga alguna pregunta a Paola Torrisi.

Elena palideció.

—¿La ex de Angelo? ¿Por qué?

Montalbano extendió los brazos, no podía decírselo. Habría sido demasiado. Pero el mecanismo de la cabeza de Elena funcionaba mejor que un reloj suizo.

—¿A ella también le hizo escribir cartas como las mías?

Montalbano extendió de nuevo los brazos.

—El verdadero problema es que usted, Elena, no tiene una coartada para la noche del delito. Me dijo que había pasado unas cuantas horas dando vueltas en su coche, y por consiguiente no se cruzó con nadie. Pero…

—¿Pero?

—Yo no lo creo.

—¿Piensa que maté a Angelo?

—Yo no creo que aquella noche usted no se cruzara con nadie. Estoy convencido de que podría presentar una coartada, pero no quiere hacerlo.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Tú… cómo… puedes…? —Pasó al tuteo sin siquiera advertirlo. Ahora sí estaba alterada. Y el comisario se alegró de haber dado en el blanco.

—La otra vez te pregunté si te habías cruzado con alguien durante tu paseo en coche. Y tú contestaste que no. Pero antes de hablar titubeaste un poco. Fue la primera y la última vez. Y entonces comprendí que no querías decir la verdad. Pero ten cuidado: la falta de una coartada puede costarte la detención.

Ella palideció de golpe. Hay que batir el hierro cuando está caliente, se dijo Montalbano, odiándose por aquel tópico y por el papel de carnicero que estaba interpretando.

—Tendrían que llevarte a la comisaría…

No era verdad, no era el procedimiento habitual, pero eran las palabras mágicas, las palabras del exorcismo. En efecto, Elena se puso a temblar levemente y un velo de sudor le cubrió la frente.

—No se lo he dicho a Emilio y no quería que lo supiera.

¿Qué pintaba allí el marido? ¿Acaso el profesor estaba destinado a aparecer por todas partes como el famoso Jaimito que salía en todas las historias que le contaban de pequeño?

—¿Qué?

—Que aquella noche estuve con un hombre.

—¿Quién es?

—El empleado de una gasolinera. En la carretera de Giardina, la única que hay. Se llama Luigi. El apellido no lo sé. Me detuve en el surtidor, estaba cerrando, pero lo abrió otra vez para mí. Empezó a hacerse el gracioso y yo no dije que no. Quería… bueno, quería olvidarme de Angelo definitivamente.

—¿Cuánto rato estuvisteis juntos?

—Unas dos horas.

—¿Puede declarar?

—Creo que no tiene problemas, es muy joven, un veinteañero, ni siquiera está casado.

—Díselo al abogado. Puede que encuentre la manera de evitar que la cosa llegue a oídos de tu marido.

—Lamentaría mucho que se enterase. He traicionado su confianza.

Pero ¿cómo razonaban marido y mujer? Montalbano se quedó perplejo. De repente, Elena se puso a reír de buena gana, echando la cabeza atrás.

—¿Una mujer le introdujo sus bragas en la boca a Angelo para que no gritara?

—Eso parece.

—Sólo a ti voy a decirte por qué no puedo haber sido yo.

—Adelante, habla.

—Porque cuando tenía que verme con Angelo, no me ponía bragas. Además, mira. ¿Tú crees que con esto se puede amordazar a alguien?

Se levantó, se alzó la bata, giró por completo sobre sí misma y volvió a sentarse. Efectuó el movimiento con absoluta naturalidad, sin vergüenza y sin desvergüenza. Sus bragas eran todavía más minúsculas que una tanga. Con ellas en la boca, un hombre habría podido recitar todas las catilinarias e incluso cantar la celeste
Aida.

—Tengo que irme —dijo el comisario levantándose.

Debía apartarse sin falta de aquella mujer, en su interior se habían disparado varios timbres de alarma y señales luminosas de peligro. Elena también se levantó y se le acercó. Puesto que no podía mantenerla a raya con los brazos extendidos, la detuvo con palabras.

—Una cosa más.

—Dime.

—Nos han dicho que últimamente Angelo jugaba y perdía mucho dinero.

—¡¿De veras?! —Pareció auténticamente sorprendida.

—O sea que tú de eso no sabes nada.

—Ni siquiera lo había sospechado. ¿Jugaba aquí, en Vigàta?

—No; dicen que en Fanara. En una timba clandestina. ¿Tú lo acompañaste alguna vez a Fanara?

—Sólo una. Pero regresamos a Vigàta aquella misma noche.

—¿Puedes recordar si aquel día Angelo entró en alguna sucursal bancaria de Fanara?

—Lo descarto. Me dejó en el coche delante de dos consultorios médicos y de dos farmacias. Y yo me aburrí como una ostra. Ah, ahora recuerdo, porque me he enterado a través de la televisión de que ha muerto, que también nos detuvimos delante del chalet del honorable Di Cristoforo.

—¡¿Angelo lo conocía?!

—Es evidente que sí.

—¿Cuánto tiempo estuvo en el chalet?

—Pocos minutos.

—¿Te dijo a qué había ido?

—No. Y no se lo pregunté, lo siento.

—Otra pregunta, y ésta sí es la última.

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