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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (6 page)

BOOK: La falsa pista
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—Creo que hemos encontrado algo —dijo Sven Nyberg.

En la mano llevaba una pequeña bolsa de plástico que le entregó a Wallander. Se acercó unos pasos más hacia uno de los reflectores. En la bolsa de plástico había una diminuta joya de oro.

—Lleva una inscripción —añadió Sven Nyberg—. Las letras D. M. S. Es la imagen de una Virgen.

—¿Por qué no se ha fundido? —preguntó Wallander.

—El fuego en un campo no genera tanto calor como para fundir una joya —contestó Sven Nyberg. Wallander notó que tenía la voz cansada.

—Es justo lo que necesitamos —dijo Wallander—. No sabemos quién es, pero ahora al menos tenemos sus iniciales.

—Ya estamos casi listos para trasladarla —continuó Sven Nyberg haciendo señas al coche fúnebre que esperaba junto al campo.

—¿Qué opinas? —preguntó Wallander.

Nyberg se encogió de hombros.

—Tal vez los dientes nos revelen algo. Los patólogos son hábiles. Podrás saber su edad. Con la nueva técnica genética también te podrán decir si nació en este país de padres suecos o si procedía de algún otro lugar.

—Hay café en la cocina —comentó Wallander.

—No, gracias —contestó Nyberg—. Quisiera acabar aquí cuanto antes. Mañana por la mañana repasaremos todo el campo. Como no ha sido un crimen podemos dejarlo para entonces.

Wallander volvió a la cocina. Puso la bolsa de plástico con la joya encima de la mesa.

—Ahora tenemos algo con qué empezar —informó—. Una joya con la imagen de una Virgen. Con la inscripción de unas letras: D. M. S. Propongo que os vayáis a casa. Yo me quedaré un rato más.

—Hasta mañana por la mañana a las nueve —dijo Hansson, y se levantó.

—Me pregunto quién era —dijo Martinsson—. A pesar de que no se haya cometido un crimen, de todos modos es como si se tratase de un asesinato. Como si se hubiese asesinado a sí misma.

Wallander asintió con la cabeza.

—Asesinarse a uno mismo y suicidarse no siempre es lo mismo —dijo—. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Sí —dijo Martinsson—. Pero lo que yo piense no quiere decir nada. El verano sueco es demasiado hermoso y breve como para que tengan que pasar cosas así.

Se despidieron en el patio de la finca. Ann-Britt Höglund se quedó con él.

—Te agradezco que no haya tenido que verlo —dijo—. Creo que entiendo cómo te sientes.

Wallander no contestó.

—Nos veremos mañana —dijo al fin.

Cuando los coches se habían ido, Wallander se sentó en las escaleras de la casa. Los reflectores iluminaban un escenario desierto donde se representaba una obra cuyo único espectador era él.

Había empezado a soplar el viento. Aún estaban esperando que llegara el calor del verano. El aire era fresco. Wallander sintió frío sentado en las escaleras. Deseó intensamente que llegase el calor. Esperaba que lo hiciese pronto.

Después de un rato se levantó y entró en la casa para fregar las tazas de café que habían usado.

4

Wallander se estremeció en sueños. Sintió que alguien le arrancaba uno de los pies. Al abrir los ojos vio que el pie se le había quedado atrapado entre la cama y el somier roto. Tuvo que ladearse para sacar el pie. Después se quedó totalmente quieto. La luz del alba entraba por el estor mal bajado. Miró el reloj de la mesilla. Las manecillas señalaban las cuatro y media. Sólo había dormido unas pocas horas y estaba muy cansado. De nuevo se encontraba en medio del campo de colza. Ahora le parecía ver a la chica con más nitidez. «No me tenía miedo a mí», pensó. «No se escondía ni de Salomonsson ni de mí. Era de otra persona.»

Se levantó y arrastró sus pies hasta la cocina. Mientras esperaba que se hiciera el café entró en el desarreglado salón y consultó el contestador automático. La luz roja parpadeaba. Apretó el botón de escucha. Primero era su hermana Kristina quien le hablaba. «Quiero que me llames. Preferiblemente en los próximos dos días.» Wallander pensó enseguida que tendría que ver con su anciano padre. A pesar de que se había casado con su asistenta y ya no vivía solo, tenía un carácter lunático y caprichoso. Después había un mensaje casi inaudible del periódico Skånska Dagbladet preguntando si le interesaba una suscripción. Estaba a punto de regresar a la cocina cuando escuchó otro mensaje. «Soy Baiba. Me voy a Tallinn unos días. Estaré de vuelta el sábado.» De repente le invadieron unos celos incontrolables. ¿Para qué iba a Tallinn? No había comentado nada al respecto durante su última conversación. Entró en la cocina, se sirvió una taza de café y luego llamó a Riga, aunque estaba seguro de que Baiba aún estaría durmiendo. Pero los tonos sonaban y ella no contestaba. Volvió a llamar, con el mismo resultado. La sensación de angustia aumentó. No era muy probable que se hubiese marchado a Tallinn a las cinco de la mañana. ¿Por qué no estaba en casa? O si estaba en casa, ¿por qué no contestaba? Cogió la taza de café, abrió la puerta del balcón que daba a la calle de Mariagatan y se sentó en la única silla que cabía allí. Otra vez vio correr a la chica en el campo de colza. Por un instante creyó que se parecía a Baiba. Se esforzó en pensar que sus celos eran infundados. Ni siquiera tenía derecho a sentirlos, ya que los dos habían acordado no cargar su reciente relación con promesas de fidelidad innecesarias. Recordó cómo habían estado hablando de lo que realmente esperaban el uno del otro hasta muy avanzada la Nochebuena. Lo que Wallander quería era casarse. Pero cuando ella le habló de su necesidad de libertad enseguida se mostró de acuerdo. Para no perderla estaba dispuesto a estar de acuerdo con ella en todo.

Aunque todavía era muy temprano, el aire ya era cálido. El cielo lucía un color azul celeste. Tomó el café a sorbos lentos intentando no pensar en la chica que se había suicidado entre la colza amarilla. Cuando acabó el café volvió al dormitorio y rebuscó un buen rato en el armario hasta encontrar una camisa limpia. Antes de entrar en el cuarto de baño recogió la ropa sucia que estaba esparcida por el apartamento. Formó un gran montón en el suelo del salón. Iba a apuntarse en el horario de la lavandería que había en el sótano ese mismo día.

Eran las seis menos cuarto cuando abandonó el apartamento y bajó a la calle. Se sentó en el coche y recordó que tenía que pasar la ITV antes del 30 de junio. Después torció por la calle de Regementsgatan y siguió por la ronda de Österleden. Sin haberlo decidido de antemano, salió de la ciudad y se detuvo en el Cementerio Nuevo, en la calle de Kronoholmsvägen. Dejó el coche y caminó despacio entre las hileras de lápidas. De vez en cuando divisaba un nombre que vagamente le parecía conocido. Cuando veía un año de nacimiento igual que el suyo apartaba rápidamente la vista. Unos jóvenes vestidos con monos azules estaban descargando un cortacésped de un remolque. Llegó al soto conmemorativo y se sentó en uno de los bancos. No había vuelto allí desde el ventoso día otoñal en que esparcieron las cenizas de Rydberg. Aquella vez Björk había estado presente junto con algunos de los lejanos y anónimos familiares de Rydberg. Muchas veces había pensado en regresar allí. Pero nunca lo había hecho, hasta ahora.

«Con una lápida habría sido más fácil», pensó. «Con el nombre de Rydberg grabado, sería un punto en el que concentrar mis recuerdos. En este soto donde revolotean los espíritus invisibles de los muertos no le puedo encontrar.»

Se dio cuenta de que le costaba recordar la cara de Rydberg. «También se está muriendo dentro de mí», pensó. «Pronto hasta el recuerdo se habrá podrido.»

De repente se levantó, con una sensación de malestar. La chica ardiendo se movía sin cesar por su cabeza. Se fue directamente a la comisaría, entró en su despacho y cerró la puerta. A las siete y media se obligó a concluir el resumen de la investigación sobre los coches robados que tenía que entregar a Svedberg. Dejó las carpetas en el suelo para tener la mesa completamente vacía.

Levantó el vade de sobremesa para ver si se había dejado algún apunte. En vez de notas encontró un boleto de lotería rápida comprado unos meses antes. Lo rascó con la regla y vio que había ganado veinticinco coronas. Oyó la voz de Martinsson que venía del pasillo y poco después también la de Ann-Britt Höglund. Se recostó en la silla, puso los pies encima de la mesa y cerró los ojos. Al despertarse tenía un calambre en un músculo de la pantorrilla. No había dormido más que diez minutos. En ese instante sonó el teléfono. Al contestar oyó que era Per Åkeson, de la fiscalía. Se saludaron e intercambiaron unas palabras sobre el tiempo. Durante los años que habían trabajado juntos habían ido afianzando algo que ninguno se atrevía a nombrar pero que los dos sentían como una amistad. A menudo estaban en desacuerdo sobre si una detención estaba justificada o si procedía un encarcelamiento. Pero había algo más: una confianza plena, aunque nunca se veían en la vida privada.

—Estoy leyendo en el periódico sobre una chica que ha ardido en un campo en Marsvinsholm —dijo Per Åkeson—. ¿Es algo para mí?

—Fue un suicidio —contestó Wallander—. Excepción hecha de un granjero anciano llamado Salomonsson, yo fui el único testigo.

—Por el amor de Dios, ¿qué hacías tú allí?

—Salomonsson nos había llamado. Debería haber ido una patrulla. Pero todas estaban ocupadas.

—Esa chica no debió de ser un panorama agradable.

—Fue peor que eso. Tenemos que concentrarnos en intentar averiguar quién era. Supongo que ya estarán llamando a la centralita personas angustiadas preguntando por sus familiares desaparecidos.

—¿O sea que no tienes sospechas de que fuese un crimen?

Sin saber por qué, de repente titubeó antes de contestar.

—No —dijo luego—. Uno no puede quitarse la vida de manera más evidente que ésa.

—No pareces del todo convencido.

—He dormido mal esta noche. Fue, como bien dijiste, una vivencia horrenda.

Se produjo un silencio. Wallander comprendió que Per Åkeson quería hablar de algo más.

—Tengo algo más que comentarte —prosiguió—. Si puede quedar entre nosotros.

—No me suelo ir de la lengua.

—¿Te acuerdas de que hace unos años te hablé de dedicarme a otra cosa? Antes de que fuese tarde, antes de ser demasiado viejo.

Wallander reflexionó.

—Me acuerdo de que hablabas de refugiados y de la ONU. ¿Era en Sudán?

—En Uganda. Y de hecho he recibido una oferta. He decidido aceptarla. Tendré la excedencia durante un año a partir de septiembre.

—¿Qué dice tu esposa?

—Por eso te llamo. Para tener apoyo moral. No he hablado con ella todavía.

—¿Quieres que tu mujer te acompañe?

—No.

—Entonces me imagino que se llevará una sorpresa.

—¿Se te ocurre alguna buena idea sobre cómo planteárselo?

—Desgraciadamente no. Pero creo que haces bien. La vida tiene que ser algo más que encarcelar a gente.

—Ya te contaré cómo va.

Estaban a punto de acabar la conversación cuando Wallander se percató de que tenía algo que preguntarle.

—¿Eso significa que Anette Brolin volverá como sustituta tuya?

—Ha cambiado de bando y hoy por hoy trabaja de abogada en Estocolmo —dijo Per Åkeson—. Tú estabas bastante enamorado de ella, ¿verdad?

—No —respondió Wallander—. Sólo quería saberlo.

Colgó el teléfono. Le asaltó una repentina sensación de envidia. Él mismo habría ido con mucho gusto a Uganda. Para hacer algo distinto. Nada puede ser más horripilante que ver a una persona joven quitarse la vida prendiéndose fuego. Envidiaba a Per Åkeson, quien no dejaba que las ganas de marcharse se quedaran sólo en meras palabras.

La alegría del día anterior había desaparecido. Se colocó al lado de la ventana mirando a la calle. La hierba junto a la vieja torre de agua estaba muy verde. Wallander pensó en el año anterior, cuando estuvo de baja durante largo tiempo después de matar a una persona. Ahora se preguntaba si realmente se había librado de la depresión que padeció. «Debería hacer como Per Åkeson», pensó. «Tiene que haber una Uganda también para mí. Para Baiba y para mí.»

Permaneció un buen rato en la ventana. Luego volvió al escritorio y trató de localizar a su hermana Kristina. Lo intentó varias veces, pero comunicaba todo el tiempo. Sacó un bloc de notas de un cajón del escritorio. Durante la media hora siguiente escribió un informe sobre los acontecimientos de la noche anterior. Luego llamó al departamento de Patología de Malmö pero no logró contactar con el médico que le podía decir algo acerca del cadáver calcinado. A las nueve menos cinco fue a buscar una taza de café y entró en una de las salas de conferencias. Ann-Britt Höglund estaba hablando por teléfono mientras Martinsson hojeaba un catálogo de material de jardinería. Svedberg se encontraba en su sitio habitual rascándose la nuca con un lápiz. Una de las ventanas estaba abierta. Wallander se detuvo en la puerta con la sensación de haber vivido esa situación con anterioridad. Era como si se adentrase en algo que ya había ocurrido. Martinsson levantó la vista del catálogo y le saludó con la cabeza, Svedberg gruñó algo inaudible y Ann-Britt Höglund parecía ocupada en intentar explicar con mucha paciencia algo a uno de sus hijos. Hansson entró en la sala. En una mano llevaba una taza de café, y en la otra la bolsa de plástico con la joya que los especialistas habían encontrado en el campo.

—¿No duermes nunca? —preguntó Hansson.

Wallander sintió que la frase le irritaba.

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Te has visto la cara?

—Me acosté tarde ayer. Duermo todo lo que necesito.

—Son los partidos de fútbol —dijo Hansson—. Los transmiten en mitad de la noche.

—No los veo —dijo Wallander.

Hansson le miró atónito.

—¿No te interesan? Creía que todo el mundo se quedaba despierto viéndolos.

—No demasiado —confesó Wallander—. Pero tengo entendido que es un hecho poco común. Por lo que sé, el jefe nacional de la policía no ha enviado ningún memorando de que sea una falta en el servicio no ver los partidos.

—Tal vez sea la última vez que lo presenciemos —dijo Hansson con pesimismo.

—¿Qué presenciemos el qué?

—Que Suecia participe en un Mundial de Fútbol. Sólo espero que no se vaya todo al carajo. Lo que me preocupa más es la defensa.

—Entiendo —dijo Wallander con cortesía.

Ann-Britt Höglund todavía hablaba por teléfono.

—Ravelli continuo Hansson.

Wallander esperó que continuase pero no lo hizo. Sabía que se refería al portero de Suecia.

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