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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal (4 page)

BOOK: Juego mortal
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No fue hasta que salió a la calle Cinco cuando vio lo que estaba sucediendo. El fuego se alzaba desde bloques enteros de casas cerca de la base de la presa; y pudo ver varias grietas en la propia presa por donde brotaba el agua. Tres fliers con forma de disco sobrevolaban la zona lanzando a las grietas espuma fabrique de reparación rápida. Si suficiente espuma se endurecía a tiempo alrededor de la presa, podría sujetarla, pero al igual que todos los demás en los Combs, Calvin no quería arriesgarse.

Uno de sus colegas ejecutores estaría ocupando su puesto en la calle Broad, cerca de la línea de la inundación.

Barker, ¿qué está pasando?,
envió.

¡Tremayne! ¿Dónde estás? Me vendría bien un poco de ayuda.

Estoy a casi un kilómetro al sur y me dirijo hacia ti.

¿Al sur?

Sí, en los Combs. ¿Te enfrentas a una multitud?

Se supone que solo puedo dejarlos pasar de uno en uno, con una comprobación de su identificación. Están empezando a enfadarse.

Calvin aceleró el paso. Al salir de Walnut y comenzar a subir por Broad, la multitud aumentó; llenaba la calle. Utilizó su fuerza modificada para abrir un camino. Frente a él, unos hombres gritaban y le hacían señas groseramente mientras se reunía con Barker en su posición. En ese momento, nadie avanzaba, pero la presión desde atrás estaba aumentando. Calvin se habría sentido más seguro con su R-80, una preciosa pistola Remington que lanzaba proyectiles inteligentes de precisión, pero el Consejo de Justicia solo las autorizaba para usos no letales. Bueno, la pistola térmica de microondas podía matar, aunque solo si la víctima no echaba a correr cuando su piel empezaba a arder.

Era una situación ridícula. El puesto de Barker se encontraba en la línea de la inundación: la estimación, según el Consejo Geológico, de la altura que alcanzaría el agua si la presa se rompía por completo. Los consejos, nerviosos por las recientes huelgas y revueltas en las industrias de los combers, habían cerrado un acuerdo con la Corporación de Ejecutores de la Seguridad, y Barker estaba siguiendo sus instrucciones: nada de multitudes pasada la línea de la inundación. Que la multitud estuviera intentando escapar de un posible desastre no suponía nada. A menos que la presa se viniera abajo y el agua llenara el cráter, no podía dejarlos pasar más que de uno en uno.

Calvin se vio tentado a trasladar el puesto de vigilancia una manzana más arriba para permitir que la multitud avanzara y sobrepasara el punto de peligro, pero haría su trabajo y seguiría las reglas. Algunas personas pensaban que era mejor que los soldados juraran lealtad a los países en lugar de a entidades como la Corporación de Ejecutores de la Seguridad, pero Calvin no estaba seguro de que hubiera una diferencia tan grande. Los soldados aún hacían lo que se les decía, sin importar quién diera las órdenes. En el viejo sistema, los ricos tenían que comprar influencias políticas para controlar a los soldados; hoy en día, compraban directamente a los soldados. No era ni más ni menos ético.

Dos hombres salieron de la multitud y corrieron por la acera hasta situarse a la izquierda de Calvin. Él se giró y lanzó dos disparos con su pistola araña. El primero falló y se expandió en el suelo, pero el segundo alcanzó a los dos hombres y los dejó moviéndose agitadamente en una pegajosa maraña de redes.

Se giró de nuevo hacia la muchedumbre a tiempo de verlos avanzar juntos y gritando. Apuntó su pistola térmica de microondas y disparó. Nada visible salió del arma, pero la multitud sintió sus efectos al instante, gritando y trepando unos encima de otros en un intento de escapar. Calvin la movía de un lado a otro como si fuera un pincel y así alejaba a la multitud. A ambos lados, sin embargo, la gente salía a borbotones de los edificios circundantes y los alcanzaban.

—¡Corre! —gritó Calvin, y Barker corrió. Calvin fue retrocediendo mientras sacaba varas de espuma de su cinturón, las rompía y las arrojaba contra el gentío. Gotas de una espuma gris y burbujeante salieron de las varas en todas las direcciones expandiéndose rápidamente para cubrir a la multitud en una montaña de etérea espuma a través de la cual no podían ni ver ni oír. No bastaría para contener a la multitud para siempre, pero los haría ir más despacio. A los pocos que estuvieron lo suficientemente cerca como para esquivar la espuma les disparó con su pistola araña.

Se giró y corrió con Barker hacia una superficie más elevada.

Darin bajó la pendiente en su jetvac en dirección a casa. Su familia estaba en peligro; no podía quedarse sentado en la colina como Mark y Praveen y observarlo todo asombrado. Para ellos era solo un espectáculo. ¿Qué más les daba si la presa reventaba y los Combs se llenaban de agua? No era justo que Mark y Praveen tuvieran una esperanza de vida que doblaba la normal mientras que él y la gente a la que quería morían de cáncer y de enfermedades coronarias.

O por ahogamiento, si no se daba prisa. Bajó como una flecha por la avenida Ridge, alejándose del ayuntamiento y de los edificios del consejo, y giró a la izquierda cuando tomó la calle South, abarrotada de gente que iba apresuradamente en la otra dirección. Darin se abrió paso tan rápido como pudo, pero para cuando alcanzó la calle Catorce, en el margen de los Combs, el agua le llegaba a la altura de los tobillos.

Ya no existían las calles que iban desde la Uno hasta la Trece, se las había tragado la insaciable necesidad de espacio para vivir. Lo único que quedaba de ellas eran oscuros pasadizos laberínticos que se extendían por la madriguera. La gente corría alejándose de esos pasadizos como ratas, intentando escapar de la inundación, así que Darin se subió a una rampa construida para ese propósito y tomó la carretera principal. Sobrevoló los tejados empalmados, zigzagueando alrededor de montones de gente que habían elegido buscar cobijo allí en lugar de intentar subir a una superficie más elevada.

Cuando llegó a la escalera que conducía a su bloque, le puso el seguro al jetvac y bajó los escalones de tres en tres.

En el apartamento de dos habitaciones que había abajo encontró a su tío, con su caniche en el regazo, viendo la holopantalla. Cuando entró, solo el caniche lo miró.

—Pero ¿qué pretendes viniendo a casa a estas horas? —gruñó su tío.

—Harold, tienes que salir de aquí. Hay un problema con la presa.

—Chico, soy el tío Harold. No permitiré que me faltes el respeto en mi propia casa... ni en ningún otro sitio, claro, ja, ja. —Su tío tenía el irritante hábito de decir «ja, ja» en lugar de reírse de verdad, como si se burlara de sus pobres intentos de mostrar sentido del humor.

Darin agarró al perro por el cuello y lo miró a los ojos.

—No hagas el tonto, Harold. Por lo menos sube al tejado. Aquí estáis en peligro.

Harold se sobresaltó.

—¡Bájalo! ¡Me estoy mareando!

Darin obedeció. Hablar con su tío siempre era extraño, nunca sabía si mirarlo a él o al caniche. El tío Harold había perdido los ojos en un accidente y no podía permitirse que le pusieran unos nuevos. Conectar su nervio óptico al de un perro para poder ver a través de los ojos del animal fue la única opción disponible que pudo permitirse. Los cables iban por la correa del perro y conectaban con la manga de Harold, después le salían por el cuello de la camisa y bajo la tira de tela que ocultaba las vacías cuencas de sus ojos.

—¡Vamos! —dijo Darin—. Por favor.

—Vale, vale. Deja de darme la lata.

—¿Dónde está Vic?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No soy el cuidador de tu hermano, ja, ja.

Darin coló un brazo por debajo del de su tío y lo puso en pie.

—Vamos.

Subió las escaleras con él, frustrado por lo despacio que caminaba, aunque eso, en realidad, no era culpa de su tío Harold. No mucho tiempo después de que el cáncer de su madre hubiera dejado a Darin y a su hermano Vic al cuidado de Harold, el infarto de este le había arrebatado gran parte de su mente y ahora Darin tenía que cuidarlo a él.

¡Y a Vic! Vic había estado peor últimamente, a veces olvidaba el camino de vuelta a casa, a veces estallaba de ira ante unos completos extraños. También estaba adelgazando, no exageradamente, pero cuando se quitaba la camiseta, Darin podía ver que la piel de sus brazos y de su pecho estaba flácida. ¿Cuánto tiempo le quedaría? ¿Dos años? ¿Tres?

Un montón de cosas podrían haber sido distintas. Vic podría haber elegido a otro artista de modificaciones, uno que no tuviera un bote de celgel contaminado. Podría haber ido el día antes, o el día después, o no haber ido, directamente. O podría haber sido rico, capaz de permitirse ir a las mejores consultas de modis, de donde nadie salía con el ADN podrido; o, de haber sucedido, podría haberse permitido los tratamientos para invertirlo.

Darin sintió como esa antigua ira comenzaba a bullir. Algún día las cosas serían distintas y los pobres no tendrían que humillarse para obtener justicia. Pero ¿cuándo? Vic no tenía tiempo para esperar. Para salvar a Vic, las cosas tendrían que cambiar pronto.

Una vez que Harold estuvo a salvo en el tejado, Darin volvió a salir despedido en su jetvac. No había muchos lugares donde Vic se sintiera cómodo. Si no se había asustado, estaría en uno de esos lugares.

En el centro de los Combs, Darin bajó por otra rampa hacia la orilla del lago Schuylkill, que estaba más alta de lo que recordaba. Desde allí no podía ver la presa, así que ignoraba cuánto tiempo le quedaba.

Los Combs se extendían sobre el lago en lugares conectados con bloques de casas flotantes: muelles extensos, barcos y capas de plástico industrial se entrelazaban como una barriada veneciana. Darin llegó hasta el final del muelle y atravesó la ciudad flotante dejando tras de sí una columna de agua.

Cuando llegó al extremo más alejado, aminoró la marcha. Era la zona más vieja de la ciudad, la primera que se había reconstruido después del Conflicto. Se detuvo delante de una gran iglesia luterana hecha de piedra, no de fabrique. En cuanto apagó el jetvac, pudo oír música. Había acertado. Vic estaba ahí.

El sonido lo envolvió cuando abrió la pesada puerta principal. Desde el nártex, pudo ver a Vic agachado sobre el órgano tocando en una terrible postura, pero con toda su alma. La música era jazz comber: un estilo discordante y rítmico que ahora era muy popular también entre los círculos rimmer. Se componía de constantes notas de alto registro que le conferían un sabor agitado e inquieto. En un bar rimmer, el jazz comber solía ser interpretado por un músico con tres manos. La mayoría de los organistas no podía mantener la lluvia de notas altas sin la mano extra. Vic podía tocar al estilo comber, aunque únicamente con sus dos manos. Darin escuchó con orgullo y amargura al mismo tiempo. La música era lo único que le quedaba a Vic.

Antes del celgel podrido, Vic y Darin habían sido autodidactas. La red contenía todo el conocimiento que un par de chicos decididos podía encontrar: no hacía falta dinero. Con un año de diferencia entre los dos, habían competido entre sí durante toda su adolescencia, soñando con cuánto dinero ganarían, cómo saldrían de los Combs y cómo moldearían el mundo a su gusto.
Cuando éramos pequeños...,
pensó Darin. Antes de descubrir lo severo que podía ser el mundo.

Estaba a punto de tocar el hombro de Vic cuando escuchó un error. No fue uno que se notara mucho, solo un fragmento en el que los dedos de su hermano no podían ir al ritmo de su mente. Pero Vic se detuvo, alzó las manos y las golpeó contra las teclas.

—¡No! —gritó—. ¡No, no, no, no! —Se golpeó la cabeza contra el teclado, con una fuerza suficiente como para que Darin se estremeciera.

—Vic —le dijo—. Vic, soy yo, Darin. Vic, ¿me oyes?

—Hola, Darin —murmuró Vic. Puso la mano derecha sobre el teclado. Darin vio un corte profundo que se extendía desde el nudillo hasta la muñeca. La sangre caía al suelo y había huellas ensangrentadas sobre las teclas.

—Deja que te saque de aquí —le dijo Darin—. Vamos a vendarte esa mano.

—¿Te ha enviado mamá? —le preguntó Vic—. No me he escapado. Solo quería ver el circo.

—Vic, vamos. —Siempre era así; se acordaba de algo y al momento lo olvidaba todo.

—No me grites.

—Tenemos que irnos. Confía en mí por una vez, ¿vale?

Vic se apartó.

—Primero dime cómo te llamas.

—No me hagas esto, ahora no. —Darin respiró hondo. La ira no hacía más que empeorarlo todo; Vic necesitaba tranquilidad y, si le insistía con tanta urgencia, haría que le entrara el pánico. Podía con él, solo hacía falta paciencia.

Vic estiró los brazos sobre el teclado del órgano.

—No puedes quedártelo. Es mío.

—Mamá quiere que vengas a cenar.

—Tengo que practicar.

—No se puede tocar con el estómago vacío.

Vic se quedó sentado un momento, pensando, mientras la sangre le caía sobre los pantalones y Darin resistía el impulso de agarrarlo por el cuello de la camisa y sacarlo de allí.

—De acuerdo —dijo Vic, y se levantó tambaleándose. Darin lo agarró y juntos recorrieron el pasillo y salieron por la puerta.

Mientras ayudaba a Vic a subir al jetvac, un estruendo reverberó entre los edificios, asustándolos a los dos. El cielo de la noche era claro, así que el sonido solo podía significar que la grieta de la presa se estaba haciendo más grande.

La gente abarrotaba las calles y bloqueaba el tráfico. Darin aceleró todo lo que pudo en dirección al sur, hacia el hospital Metodista. Gritó a los viandantes que se apartaran, pero nadie le prestó atención. Al ver un hueco, giró hacia allí y, justo cuando estaba tomando velocidad, una joven se tropezó en la acera y fue a caer delante de él. Viró, pero no a tiempo, y chocó contra ella, lanzándola hacia atrás y haciendo que se golpeara la cabeza contra el suelo con un porrazo que se pudo oír incluso entre el ruido de la multitud.

Darin soltó su jetvac y, llevándose a Vic con él, corrió hacia la joven. Tenía su oscura melena sujeta por una cofia de encaje blanco y llevaba un vestido anticuado y soso. No se movía.

A Alastair Tremayne no le importaba si los Combs se llenaban de agua o no. Lo único que quería era que Calvin le llevara su mercancía. Se había marchado tarde de la fiesta del partido de McGovern y se había ganado aún más el afecto tanto de Jack como de su hija. Esperaba que Calvin ya estuviera ahí.

Solo podía esperar. Abrió la puerta de su despacho después de que el pomo reconociera sus huellas y le permitiera la entrada. Cruzó la sala de espera en la oscuridad, con cuidado de no tropezarse con las sillas y las mesas con revistas, y encendió únicamente una luz cuando llegó a la sala de exploración. Superficies de acero inoxidable resplandecían junto a brillantes botes de celgel y las rejillas con instrumental especializado. Mientras esperaba a Calvin, eligió unos instrumentos y los colocó cuidadosamente sobre la mesa para el día siguiente.

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