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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (48 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—No me gusta Dowd —confesó ella, de súbito—. Y tampoco me fío de él.

Oscar levantó la mirada de la copa que estaba llenando.

—Una percepción muy aguda —dijo él—. ¿Quieres un poco más de
brandy?
—Jude le acercó la copa y él vertió una generosa cantidad—. Estoy de acuerdo contigo —declaró—. Es una criatura peligrosa, por innumerables razones.

—¿No puedes deshacerte de él?

—Me temo que sabe demasiado. Sería mucho más peligroso si no trabajara para mí.

—¿Tiene algo que ver con esos asesinatos? Hoy, en las noticias…

Oscar hizo un gesto con la mano para descartar su pregunta.

—No necesitas saber nada de eso, cariño —le dijo.

—Pero si te encuentras en peligro…

—No, no. Al menos puedes estar tranquila a ese respecto.

—¿Así que estás enterado de todo?

—Sí —dijo con cansancio—. Sé algo. De la misma manera que Dowd. De hecho, él sabe más de toda esta situación que tú y yo juntos.

Jude meditó acerca de todo aquello. ¿Sabía Dowd, por ejemplo, de la existencia de la prisionera encerrada tras la pared, o era un secreto que solo ella había descubierto? Si ese fuera el caso, tal vez sería mucho más sensato que siguiera manteniéndolo como tal. Con tantos jugadores en posesión de información de la que ella carecía, compartir lo más mínimo, aun cuando fuera con Oscar, podría debilitar su posición; o, tal vez, amenazar su vida. Parte de su naturaleza, la que no se dejaba ablandar por las lisonjas ni por la necesidad de ser amada, estaba enterrada tras ese muro con la mujer a la que había despertado. La dejaría allí, segura en la oscuridad. El resto, todo lo que sabía, podía compartirlo.

—No eres el único que viaja a los Dominios —dijo—. También fue un amigo mío.

—¿En serio? —preguntó él—. ¿Quién?

—Se llama Cortés. En realidad su nombre es Zacharias, John
Furia
Zacharias. Era un conocido de Charlie.

—Charlie… —dijo Oscar, meneando la cabeza—, pobre Charlie. —Y añadió—: Háblame de Cortés.

—Es complicado —comenzó ella—. Cuando dejé a Charlie, se convirtió en una persona muy vengativa. Contrató a una persona para matarme…

Y continuó contándole a Oscar acerca del intento de asesinato que tuvo lugar en Nueva York, así como la posterior intervención de Cortés; y después pasó a narrarle los acontecimientos de Año Nuevo. A medida que su explicación avanzaba, Jude tuvo la impresión de que Oscar ya sabía parte de lo sucedido; sospecha que vio confirmada cuando acabó de describirle el modo en que Cortés había abandonado el Dominio en que se encontraban.

—¿El místico lo llevó al otro lado? —preguntó él—. ¡Por Dios, menudo riesgo!

—¿Qué es un místico? —inquirió ella.

—Una criatura de lo más inusual. Pertenecen a la tribu Euthermec, y solo nace uno de ellos en cada generación. Se los considera amantes extraordinarios. Según tengo entendido, no poseen identidad sexual alguna, salvo aquella que desee su compañero.

—Eso sería el paraíso para Cortés.

—En tanto en cuanto se sepa lo que se quiere —explicó Oscar—. Si no es así, me atrevo a decir que la cosa puede ser un tanto complicada.

Ella soltó una carcajada.

—Créeme, él tiene muy claro lo que quiere.

—¿Lo dices por experiencia?

—Por una amarga experiencia.

—Tal vez el místico sea un bocado demasiado grande para él, por decirlo de algún modo. Mi amigo de Yzordderrex, Pecador, tuvo una amante por un tiempo que había regentado un burdel con anterioridad. El establecimiento había sido de los más lujosos de Patashoqua, y ella y yo congeniamos estupendamente. No dejaba de decirme que debería convertirme en un tratante de blancas; yo le llevaría chicas procedentes del Quinto y ella montaría un nuevo negocio en Yzordderrex. Estaba segura de que haríamos una fortuna. Nunca lo hicimos, por supuesto. Pero los dos disfrutábamos hablando sobre temas «venéreos». Es una pena que la palabra esté tan estigmatizada, ¿no te parece? Dices «venéreo» y al instante la gente piensa en una enfermedad en lugar de pensar en Venus… —Hizo una pausa, al parecer perdido en sus pensamientos, tras la cual prosiguió—: De todos modos, en una ocasión me contó que había dado trabajo en su burdel a un místico durante un tiempo, y lo único que consiguió fue un sinfín de problemas. Estuvo a punto de verse obligada a cerrar el negocio a causa de la mala reputación que trajo consigo. Lo normal sería pensar que una criatura semejante sería la puta perfecta, ¿no es cierto? Sin embargo, al parecer había muchos clientes que no querían ver sus deseos hechos realidad. —Mientras hablaba, observó a Jude con una sonrisa juguetona en los labios—. No entiendo por qué.

—Tal vez los asustara verse tal y como eran en realidad.

—Y presumo que eso a ti te parece una idiotez.

—Sí, por supuesto. Cada uno es lo que es y punto.

—Una dura filosofía con la que convivir.

—Pero no es peor que practicar la huida.

—Bueno, no estoy tan seguro. Últimamente he pensado mucho en la posibilidad de huir. En desaparecer para siempre.

—¿De verdad? —preguntó ella, que intentaba suprimir cualquier indicio de inquietud—. ¿Por qué?

—A todo cerdo le llega su San Martín.

—Pero no te vas, ¿verdad?

—Aún no me he decidido. Inglaterra es muy agradable en primavera. Y, además, me perdería la temporada de criquet en verano.

—¿Pero el criquet no se juega en todas partes?

—En Yzordderrex no.

—¿Te irías allí para siempre?

—¿Y por qué no? Nadie me encontraría, puesto que nadie podría imaginarse dónde estoy.

—Pero yo lo sabría.

—En ese caso, tal vez debiera llevarte conmigo —le dijo con voz indecisa; tenía la misma actitud insegura que adoptaría en caso de estar haciendo la proposición con total seriedad y temer una respuesta negativa—. ¿Podrías soportarlo? —le preguntó—. Me refiero a abandonar el Quinto.

—Sí.

Oscar hizo una pausa. Al momento, añadió:

—Creo que es hora de enseñarte algunos de mis tesoros —le dijo, al tiempo que se ponía en pie—. Ven.

Gracias a los retorcidos comentarios de Dowd, Jude había averiguado que la habitación de la segunda planta que permanecía cerrada con llave contenía una colección de objetos de algún tipo, si bien su naturaleza consiguió sorprenderla por completo cuando por fin Oscar abrió la puerta y la dejó entrar.

»Todos estos objetos proceden de los Dominios —le explicó Oscar— y han sido traídos desde allí en persona.

La guió alrededor de la estancia, al tiempo que le hacía un breve resumen de la naturaleza de los objetos más extraños y le señalaba los más minúsculos, escondidos entre el resto de tal modo que, de no haber sido por él, los hubiera pasado por alto. En la primera categoría, entre muchos otros, estaban el cuenco de Boston y la
Enciclopedia de los Indicios Celestiales
de Gaud Maybellome; a la segunda pertenecía un brazalete hecho con escarabajos que habían sido sacados del frasco en plena cópula, para la cual se disponían en cadena; catorce generaciones, explicó Oscar, en cadena. El macho penetraba a la hembra que tenía delante y esta, a su vez, devoraba al macho que estaba delante de ella. El círculo lo unían la hembra más joven y el macho más viejo, quienes, mediante las acrobacias suicidas de este último, acababan cara a cara.

Jude tenía muchas preguntas que formular, por supuesto, y a Oscar le encantó asumir el papel de profesor. No obstante, hubo varios interrogantes para los que no tenía respuesta. Al igual que el imperio de saqueadores del que descendía, él había reunido su colección ateniéndose por partes iguales a la dedicación, al placer estético y a la ignorancia. Aun así, cuando hablaba de los artilugios, entre los que se incluían aquellos cuya finalidad ignoraba, había una especie de reverencia en su voz que procedía del hecho de conocer hasta el más minúsculo detalle de la pieza más diminuta.

—Le regalabas algunos objetos a Charlie, ¿verdad? —le preguntó.

—De vez en cuando. ¿Te los enseñó?

—Sí, por supuesto —contestó ella, con el efecto del licor instándola a confesar el sueño del ojo azul mientras su cerebro se resistía a hacerlo.

—Si las cosas hubieran sido diferentes —prosiguió Oscar—, Charlie podría haber sido quien viajara por los Dominios. Sentía que debía mostrarle parte de ellos de algún modo; se lo debía.

—«Un trocito del milagro» —citó ella textualmente.

—Exacto. Pero estoy seguro de que tenía sentimientos contradictorios hacia ellos.

—Así era Charlie.

—Cierto, cierto. Era demasiado inglés para su propio bien. Jamás tuvo la valentía de ceder a sus sentimientos, salvo en lo referente a ti. ¿Y quién podría culparlo?

Jude alzó la mirada de la baratija que estaba observando y descubrió que también ella estaba siendo objeto de estudio; la expresión de Oscar era de lo más elocuente.

»Es un problema de familia —confesó—, en lo tocante a… los asuntos del corazón.

Una vez hecha la confesión, su rostro mostró cierto desconcierto y se llevó la mano a las costillas.

»Dejaré que eches un vistazo a todo esto, si te apetece —le dijo—. No hay nada que sea volátil en realidad.

—Gracias.

—Cierra cuando salgas, ¿de acuerdo?

—Claro.

Jude observó a Oscar mientras este se alejaba, incapaz de pensar en algo que pudiera detenerlo, y sintiéndose abandonada en cuanto desapareció. Lo escuchó entrar en su habitación, situada pasillo abajo en el mismo piso, y cerrar la puerta tras él. Tras eso, volvió a prestar atención a los tesoros dispuestos en las estanterías. Sin embargo, no consiguieron distraerla lo suficiente. Quería tocar y ser tocada por algo mucho más cálido que todas esas reliquias. Después de un instante de vacilación, los dejó en la oscuridad y cerró la puerta al salir. Le devolvería la llave a Oscar, decidió. Si sus palabras de admiración no eran simples y huecas lisonjas, en caso de que tuviera en mente llevársela a la cama, lo sabría muy pronto. Y, si la rechazaba, al menos pondría punto y final al tormento de la duda.

Dio unos golpecitos en la puerta de la habitación de Oscar. No obtuvo respuesta. De todas formas se veía luz por debajo de la puerta, de modo que llamó de nuevo antes de girar el picaporte y, después de llamarlo en voz baja, entró al dormitorio. Había una lamparita encendida al lado de la cama que iluminaba el retrato ancestral que colgaba sobre ella. A través de su marco dorado, un hombre de aspecto severo y piel cetrina contemplaba las sábanas vacías. Al escuchar el ruido del agua que corría en el baño adyacente, Jude recorrió la habitación mientras absorbía decenas de detalles del lugar más privado de Oscar: las almohadas mullidas y las sábanas de lino; la botella de licor y el vaso que había en la mesita de noche; los cigarrillos y el cenicero ubicados encima de un montón de libros de edición rústica, bastante manoseados. Sin delatar su presencia, Jude abrió la puerta del baño. Oscar estaba sentado en el borde de la bañera, vestido tan solo con los calzoncillos, y se limpiaba, con la ayuda de una toalla, la herida del costado que aún no había cicatrizado del todo. Un hilillo de agua ensangrentada caía por la curva de su barriga, que estaba cubierta de vello. Al escucharla, alzó la cabeza. Su rostro reflejaba el dolor que sentía.

Jude ni siquiera intentó ofrecer una excusa que explicase su presencia allí y él tampoco exigió que lo hiciera. Se limitó a decirle:

—Charlie me hirió.

—Deberías ir al médico.

—No confío en los médicos. Además, ya está mejor. —Arrojó la toalla al lavabo—. ¿Tienes por costumbre entrar en los cuartos de baño sin llamar? —le preguntó—. Podrías haber entrado en un momento bastante menos…

—¿Venéreo? —sugirió.

—No te burles de mí —contestó él—. Ya sé que soy un desastre como seductor. Es la consecuencia de haber estado años pagando para conseguir compañía.

—¿Te sentirías más cómodo si me pagaras? —le dijo ella.

—¡Dios mío! —exclamó, horrorizado—. ¿Por quién me tomas?

—Por un amante —le contestó sin más—. ¿Mi amante, quizá?

—Me pregunto si eres consciente de lo que estás diciendo.

—Aprenderé todo aquello que todavía no sepa —contestó—. He estado escondiéndome de mí misma. Lo he sacado todo de mi cabeza con la esperanza de no sentir nada. Pero siento muchas cosas. Y quiero que lo sepas.

—Lo sé —contestó él—. Lo sé, más de lo que te imaginas. Y me da miedo, Judith.

—No hay nada de lo que asustarse —lo tranquilizó, perpleja al darse cuenta de que era ella la que pronunciaba esas palabras de aliento sin dejar que lo hiciera él, que por el mero hecho de ser mayor debería ser también el más fuerte y sabio de los dos.

Jude se inclinó hacia delante y colocó una mano sobre su enorme torso. Él se agachó para besarla; no había separado los labios y, al encontrarse con los de Jude, descubrió que ella sí lo había hecho. Le colocó una mano en la espalda y la otra sobre un pecho, a lo que ella respondió con un murmullo placentero que se escapó de entre sus bocas unidas. Las caricias de Oscar descendieron y una mano pasó sobre el abdomen de Jude, obviando su entrepierna, para alzarle la falda y volver hacia arriba. Sus dedos descubrieron que estaba empapada (lo había estado desde el mismo momento en que entró en la sala de los tesoros); deslizó la mano bajo la humedecida tela de su ropa interior para presionar la palma contra la parte superior de su sexo, al tiempo que exploraba el ano con el dedo corazón, acariciando con la uña los diminutos pliegues de la entrada.

—En la cama —dijo ella.

Él no la dejó escapar. Salieron del cuarto de baño con torpeza; él la guiaba mientras ella caminaba de espaldas, hasta que sintió el borde de la cama contra los muslos. Allí se sentó y, al instante, sus manos se cerraron sobre la cinturilla de los calzoncillos manchados de sangre de Oscar, para bajárselos al tiempo que dejaba un reguero de besos sobre su barriga. Cediendo a un súbito ataque de pudor, él se inclinó para detenerla, pero Jude siguió bajando la prenda hasta que su pene quedó a la vista. Tenía una forma curiosa. Apenas estaba erecto y había sido privado del prepucio, lo que hacía que su morado glande, inusualmente grande, pareciera más inflamado que la herida que su dueño tenía en el costado. La base del pene era bastante más delgada y pálida, y podían verse las venas que lo recorrían para llevar la sangre hacia su corona. Si el motivo de su azoramiento era semejante desproporción, no tenía de qué preocuparse; y, para demostrar la satisfacción que sentía, ella acercó los labios al glande. La mano que momentos antes expresara su protesta desapareció. Jude lo escuchó emitir un gemido y alzó la mirada para descubrir que él la contemplaba con una expresión que rayaba en el asombro. Deslizó los dedos por debajo de los testículos, alzó el falo y se introdujo el curioso objeto en la boca; acto seguido se llevó ambas manos a la camisa y comenzó a desabrocharse los botones. Sin embargo, tan pronto como el pene de Oscar comenzó a endurecerse en su boca, él murmuró una negativa, se alejó de ella y comenzó a subirse los calzoncillos.

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