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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (25 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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3

De vuelta en su domicilio de Primrose Hill, Godolphin pasó la noche sentado, escuchando los boletines informativos que narraban la tragedia. El número de muertos se elevaba a cada hora que pasaba; dos heridos acababan de fallecer en el hospital. Por todos sitios se aventuraban teorías acerca del origen del incendio. Los expertos aprovechaban el suceso para comentar la falta de seguridad que existía en lugares tales como los campamentos itinerantes, y exigían que el Parlamento iniciara una investigación exhaustiva para establecer las causas e impedir que se repitiera algo semejante.

Los informes lo dejaron horrorizado. Aunque le había dado carta blanca a Dowd para que se encargara del místico (y quién sabía qué intenciones ocultas yacían tras ese deseo), la criatura había sobrepasado los límites. Tendría que imponerle un castigo por el abuso que había cometido, si bien en esos momentos no se encontraba de humor como para decidir en qué consistiría. Aguardaría la ocasión propicia. Ya llegaría. Mientras tanto, la violencia de Dowd le parecía una evidencia más que suficiente de la alteración en su conducta. Cosas que él había dado por inmutables comenzaban a cambiar. El poder se escapaba de las manos de aquellos que lo habían ostentado tradicionalmente y ahora lo esgrimían sus subordinados (organizadores, secuaces y funcionarios), que no estaban preparados para ponerlo en práctica. El desastre que acababa de ocurrir era tan solo una muestra. Pero la enfermedad apenas si había empezado a incubarse. Una vez se extendiera por los Dominios, no habría modo de detenerla. Ya habían comenzado las insurrecciones en
Vanaeph
y en L'Himby; había rumores de rebelión en Yzordderrex; y en el Quinto Dominio iba a comenzar una purificación organizada por la Tabula Rasa, lo que proporcionaría un trasfondo perfecto para la venganza de Dowd y sus sangrientas consecuencias. Había signos de desintegración por todas partes.

Paradójicamente, a simple vista la señal más atemorizante era una imagen de reconstrucción: la imagen de Dowd mientras remodelaba su rostro, de modo que si algún miembro de la Sociedad se cruzaba con él, no pudiera reconocerlo. Era un proceso que llevaba a cabo generación tras generación, pero había sido la primera vez que un Godolphin asistiera a dicho proceso. En ese momento, cuando Oscar reflexionaba sobre aquel instante, sospechaba que Dowd había desplegado su capacidad de transformación delante de él con toda deliberación, como una muestra más de su recién adquirida autoridad. Y había funcionado. Contemplar cómo ese rostro que había llegado a conocer tan bien mutaba a voluntad de su poseedor había resultado ser el acontecimiento más angustioso que Oscar había presenciado jamás. El nuevo rostro que Dowd había conjurado no tenía ni bigote ni cejas, su cabello era más lustroso que antes y su apariencia era más juvenil: el rostro del nacionalsocialista ideal. Dowd debió de haber pensado lo mismo porque, poco después, se decoloró el cabello y se compró unos cuantos trajes nuevos, todos de color albaricoque, pero con un corte mucho más severo que los que solía llevar en su anterior encarnación. Percibía la inestabilidad que se avecinaba con la misma claridad que lo hacía Oscar; sentía la podredumbre en la clase política y se estaba preparando para la llegada de una Nueva Austeridad.

¿Y qué mejor instrumento que el fuego? El fuego era el gozo del censurador de libros, la dicha del purificador de almas. Oscar se estremecía al pensar en el placer que habría obtenido Dowd con su trabajito nocturno, tras haber asesinado de un modo tan cruel a familias enteras en su afán por perseguir al místico. Sin duda, regresaría a casa con el rostro bañado por las lágrimas y afirmando estar arrepentido por el daño que había causado a tantos niños. Pero no sería más que una actuación, una farsa. La criatura carecía de la capacidad de sentir dolor o arrepentimiento, y Oscar lo sabía. Dowd era el engaño personificado y, a partir de ese momento, tendría que estar en guardia. Los años placenteros habían llegado a su fin. En lo sucesivo, dormiría con la puerta de su habitación bien cerrada con llave.

Capítulo 15
1

D
ebido a la furia que sentía por el complot que el hombre había tramado contra ella, Jude había barajado distintos modos de vengarse de Estabrook; modos que iban desde un acercamiento sanguinario a la clásica indiferencia. Pero su naturaleza jamás dejaba de sorprenderla. Cualquier idea sobre podadoras y enjuiciamientos perdió fuerza en poco tiempo, y llegó a comprender que lo peor que podía hacerle (dado que el daño que él pretendiera causarle había quedado en agua de borrajas) era ignorarlo. ¿Por qué darle la satisfacción de mostrar el más mínimo interés en él? A partir de ese momento, por lo que a ella se refería, le prestaría la misma atención que a un ser invisible. Después de haberles contado a Taylor y a Clem toda la historia, se había quitado el peso de encima y no necesitaba más audiencia. A partir de ese momento, no pronunciaría su nombre ni permitiría que sus pensamientos se demoraran en él más de dos segundos. Al menos, ese era el pacto que había hecho consigo misma. Demostró ser bastante difícil de cumplir. El 26 de diciembre recibió la primera de las muchas llamadas que Estabrook le hizo, situación que resolvió al colgar en cuanto reconoció su voz. No era el Estabrook autoritario que estaba acostumbrada a escuchar, por lo que tardó tres frases en darse cuenta de quién estaba al otro lado de la línea, instante en el cual soltó el auricular para dejarlo descolgado durante el resto del día. La mañana siguiente volvió a llamar y, en esa ocasión, solo por si a él le quedaba alguna duda, le dijo; «no quiero volver a escuchar tu voz en toda mi vida», y colgó de nuevo.

Nada más colgar el teléfono, se dio cuenta de que él había estado sollozando mientras hablaba, lo que no le produjo satisfacción alguna, y deseó que no lo intentara de nuevo. Una esperanza vana; llamó dos veces esa tarde y dejó mensajes en el contestador mientras ella estaba en la fiesta que daba Chester Klein. Allí tuvo noticias de Cortés, con quien no había hablado desde su extraña despedida en el estudio. Chester, que estaba bastante achispado por el vodka, le dijo claramente que no le extrañaría que Cortés tuviera una depresión nerviosa en poco tiempo. Había hablado con el Espurio en dos ocasiones desde el día de Navidad y lo había encontrado cada vez más incoherente.

—¿Qué es lo que os pasa a los hombres? —le dijo—. Os desmoronáis por cualquier cosa.

—Eso es porque somos el más trágico de los sexos —replicó Chester—. Dios, mujer, ¿es que no ves cuánto sufrimos?

—Para serte sincera, no.

—Bueno, pues sufrimos mucho. Créeme, es cierto.

—¿Y es por alguna razón en particular o es una forma de sufrimiento libre?

—Todos somos herméticos —dijo Klein—. No hay nada que pueda entrar.

—A las mujeres les pasa lo mismo. ¿Cuál es el…?

—A las mujeres las follan —la interrumpió, pronunciando la palabra con tono ebrio—. Bueno, os quejáis continuamente de eso, pero en realidad os encanta. Venga, admítelo. Te encanta.

—Así que lo que quieren los hombres es que los follen, ¿no? —preguntó Jude—. ¿O estamos hablando en el ámbito personal?

El comentario arrancó unas cuantas carcajadas a aquellos que habían abandonado sus conversaciones en favor de los fuegos artificiales.

—No en sentido literal —le espetó Klein—. No me estás escuchando.

—Te estoy escuchando, lo que pasa es que lo que dices no tiene sentido.

—La Iglesia, por ejemplo…

—¡Que le den por culo a la Iglesia!

—¡No, escucha! —exclamó Klein con los dientes apretados—. Te voy a decir la puta verdad. ¿Por qué crees que los hombres inventaron la Iglesia, eh? ¿Por qué?

Su grandilocuencia había enfurecido a Jude hasta tal punto que se negó a responder. Impertérrito, él continuó hablando de forma condescendiente, como si ella fuera una alumna retrasada.

»Los hombres inventaron la Iglesia para poder sangrar por Cristo. Para poder ser penetrados por el Espíritu Santo y, de esa manera, ser liberados de su hermetismo. —Su lección había finalizado, de modo que se reclinó en la silla y levantó su copa—.
In vodka veritas.


In vodka
mierda —replicó Jude.

—Bueno, eso es típico de ti, ¿verdad? —A Klein se le trababa la lengua—. Siempre que pierdes recurres a los insultos.

Judith le dio la espalda y meneó la cabeza con desdén. Pero a Klein todavía le quedaba una bala en la recámara.

»¿Es así como volviste loco al Espurio? —preguntó.

Volvió a darse la vuelta para observarlo, dolida.

—No lo metas en esto —le espetó.

—¿Te gustaría ver algo hermético? —inquirió Klein—. Pues ahí tienes un ejemplo. Ese hombre ha perdido la cabeza, ¿lo sabías?

—¿Y a quién le importa? —respondió—. Si quiere tener una depresión, es muy libre de hacerlo.

—Qué altruista de tu parte.

Ella se mantuvo en sus trece, a sabiendas de que estaba peligrosamente cerca de perder la compostura por completo.

»Conozco la excusa del Espurio —continuó Klein—. Es anémico. Solo tiene sangre suficiente para el cerebro o la polla. Si se le pone dura, no recuerda ni su propio nombre.

—No sabría decirte —dijo Jude al tiempo que hacía girar el hielo de su copa.

—¿También es tu excusa? —añadió Klein—. ¿Tienes algo ahí abajo que no nos hayas contado?

—Si lo tuviera —le contestó—, serías el último en saberlo.

Y, dicho esto, vació la copa (con hielo y todo) en la pechera abierta de su camisa.

Después se arrepintió, por supuesto, y condujo de vuelta a casa tratando de idear alguna manera de hacer las paces con él sin tener que disculparse. Puesto que no se le ocurrió ninguna, decidió dejarlo estar. Había discutido con Klein en otras ocasiones, tanto sobrio como borracho. Las había olvidado al cabo de un mes; dos, a lo sumo.

Entró en casa y descubrió que la aguardaban más mensajes de Estabrook. Ya no sollozaba. Su voz era una pálida elegía y provenía sin duda alguna de la más auténtica desesperación. La primera llamada volvía a reiterar las súplicas que ya había oído antes. Le decía que se estaba volviendo loco sin ella y que la necesitaba a su lado. ¿Es que no podía ni siquiera hablar con él, dejar que se explicara? La segunda llamada era menos coherente. Dijo que ella no comprendía cuántos secretos debía guardar, que estaba asfixiado por los secretos y que eso lo estaba matando. ¿No podía volver a verlo, aunque solo fuera para recoger la ropa que había dejado allí?

Aquella era probablemente la única parte de su mutis que Jude reescribiría si pudiera representarla de nuevo. A causa de la furia, había dejado una buena cantidad de objetos personales, joyas y ropa en manos de Estabrook. En aquel momento, podía imaginarlo sollozando sobre ellos, oliéndolos; quién sabía si no se los pondría también. Sin embargo, por más que le molestara no haberlos llevado consigo, no iba a regatear para recuperarlos ahora. Tal vez llegara un momento en el que se sintiese lo bastante serena como para volver a la casa y vaciar los armarios y las cómodas, pero aún no.

No hubo más llamadas después de esa noche. Con el Año Nuevo a las puertas, había llegado el momento de centrar toda su atención en fabricarse una coraza para cuando llegara enero. Había dejado el trabajo en Vandenburgh's cuando Estabrook le propuso el matrimonio y había gastado alegremente el dinero de su esposo mientras estaban juntos, con la seguridad (había sido una ingenua, sin duda) de que si alguna vez se acababa, él la mantendría de forma respetable. No había previsto ni la profunda inquietud que finalmente la había apartado de su lado (la sensación de que era casi una posesión y de que, si se quedaba con él un segundo más, jamás sería capaz de liberarse) ni la vehemencia con la que él intentaría llevar a cabo su venganza. De nuevo, llegaría el momento en que se sintiera capaz de enfrentarse con el tira y afloja de un divorcio; sin embargo, al igual que con el asunto de la ropa, todavía no estaba preparada para ese jaleo, ni siquiera aunque pudiera conseguir algo de dinero con semejante arreglo. Entretanto, tendría que pensar en buscarse un trabajo.

Poco después, el 30 de diciembre, recibió una llamada del abogado de Estabrook, Lewis Leader, un hombre al que solo había visto en una ocasión, pero que resultaba inolvidable gracias a su locuacidad. No fue tan grandilocuente esa vez. De un modo que rayaba en la grosería, dejó claro lo que ella suponía que era su desagrado por el hecho de haber abandonado a su cliente. ¿Acaso no sabía, le había preguntado, que Estabrook había estado hospitalizado? Cuando le dijo que no, replicó que aunque estaba seguro de que a ella le importaba un pimiento, le habían encargado la responsabilidad de informarla. Jude le preguntó qué había ocurrido y el hombre le explicó brevemente que habían encontrado a Estabrook en la calle, a primeras horas de la mañana del día veintiocho, y que solo llevaba puesta una prenda de ropa. No dijo cuál.

—¿Está herido? —le preguntó.

—Físicamente, no —replicó Leader—. Pero se encuentra en un estado mental lamentable. Creí que debería saberlo, a pesar de que estoy seguro de que no querrá verla.

—No me cabe duda de que tiene razón —aseguró Jude.

—Si sirve de algo que se lo diga —añadió Leader—, ese hombre se merece algo mejor.

Una vez pronunciada esa perogrullada, colgó el teléfono y dejó a Jude meditando acerca del motivo por el cual todos los hombres con los que se había emparejado acababan volviéndose locos. Tan solo dos días antes, había predicho que Cortés no tardaría en caer en una depresión nerviosa; y ahora era Estabrook el que estaba sedado. ¿Era la presencia de ella en sus vidas lo que los conducía a la locura, o ya llevaban el trastorno mental en la sangre? Pensó en llamar a Cortés al estudio para comprobar si se encontraba bien, pero decidió no hacerlo. Lo más probable es que estuviese haciéndole el amor a sus pinturas, y estaba claro que no pensaba competir con un trozo de lienzo por su atención.

De las noticias que le había dado Leader surgió una oportunidad aprovechable. Ya que Estabrook estaba en el hospital, no había nada que le impidiera ir a su casa y recoger sus pertenencias. Era un proyecto de lo más apropiado para el último día de diciembre. Recogería de la guarida de su marido los vestigios de su vida y se prepararía para comenzar el Año Nuevo sola.

2

No había cambiado la cerradura, quizá con la esperanza de que ella regresara una noche y fuera directamente a meterse en la cama con él. Sin embargo, cuando Jude entró en la vivienda no pudo evitar sentirse como una ladrona. Estaba oscuro dentro, así que encendió todas las luces; no obstante, las habitaciones parecían rechazar la iluminación, como si el olor de la comida estropeada que inundaba la casa hubiese espesado el aire. Se adentró en la cocina con la idea de beber algo antes de empezar a hacer el equipaje y se encontró con platos llenos de comida en mal estado en todas las superficies, la mayoría de ellos casi sin tocar. Abrió primero una ventana y después la nevera, donde encontró más alimentos rancios. También había hielo y agua. Echó un poco de ambos en un vaso limpio y se dispuso a hacer su trabajo.

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