Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (37 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En estas circunstancias no tiene nada de extraño que Alfonso XIII, para resolver la situación, recurriera al procedimiento de un cambio del partido en el poder. Eduardo Dato ascendió al mismo con un gobierno conservador que, de manera más o menos implícita, traía el programa de intentar calmar todos los problemas existentes por el procedimiento de evitar los choques, propósito que Plá describió como «considerar intolerable imprudencia plantear cualquier problema real». En parte tenía razón puesto que a partir de la formación del gobierno, en junio, la suspensión de las garantías constitucionales tuvo como consecuencia que la prensa no pudiera mencionar siquiera ninguno de los graves problemas internos ni internacionales en que vivía España, pero, al mismo tiempo, ese tratamiento del enfriamiento siempre fue muy característico del sistema de la Restauración y del propio Dato, quien, al mismo tiempo, pareció aceptar el reglamento de las Juntas de Defensa aunque con el probable propósito de irlas sometiendo poco a poco gracias a la labor del nuevo ministro de la Guerra, el general Fernando Primo de Rivera.

El tratamiento dado por el nuevo Gobierno a la situación fracasó porque, estando el país en la cúspide de la protesta social y ante el espectáculo de la guerra mundial, la protesta militar había creado unas esperanzas de renovación política que con la actitud de Dato se veían frustradas. Cambó se quejó inmediatamente de que «toda la vida política siguiera igual como si nada hubiese que hacer ni que mudar, ni que corregir ni que mudar» y Unamuno interpretó que el presidente daba la sensación de que por el procedimiento de «velar el manómetro impedía que marcara la presión de la caldera». Lo cierto es que Dato evitó que el sistema político sufriera el directo impacto de todas esas protestas acumuladas que, como veremos, se acabaron enfrentando las unas con las otras pero, al mismo tiempo, hizo imposible que se convirtieran en realidad las hipotéticas posibilidades de renovación política.

El gran animador y articulador de ésta fue, sin duda, Cambó, quien intentó traducir el descontento existente en un movimiento orgánico de resultados constructivos. Ya que el gobierno había suspendido las garantías constitucionales y no quería reunir a las Cortes organizó, a primeros de julio, una Asamblea de Parlamentarios en Barcelona para, desde ella, inducir al poder a que aceptara las reformas. Se trataba, en su visión, de lograr la colaboración de todos los grupos que significaban una savia nueva en la vida española para plantear la vida pública sobre bases nuevas. Cambó confiaba, según afirma en sus memorias, en «meterse en el bolsillo» a las izquierdas induciéndolas a la moderación, pero requería del imprescindible concurso de Maura para dar al movimiento respetabilidad conservadora. Como en tantas ocasiones, posteriores y anteriores, Maura, sin embargo, permaneció en huraña inacción. Entre los «mauristas» había sido bien recibida la protesta de los militares junteras y había existido la esperanza de que el Monarca reclamara a su jefe para el ejercicio del poder. La decepción por el nombramiento de Dato trajo crecientes protestas de tono anti-monárquico por parte de los «mauristas». El político mallorquín, que había sido repetidamente requerido por las Juntas, juzgó el gobierno de Dato como una «desabrida respuesta a los clamores de la Nación en pro de una renovación y acabó por no asistir a la Asamblea, a pesar del criterio en sentido contrario de alguno de sus consejeros más íntimos: quizá no veía otra posibilidad regeneradora del sistema que la representada por él mismo, o juzgó excesiva la pluralidad existente en la Asamblea (a la que describió como »el pisto«). De esta manera el »maurismo", después de haber tronado en contra del sistema, hacía imposible su renovación, dejando ésta tan sólo atribuida a una Asamblea claramente escorada hacia la izquierda.

En efecto, a la Asamblea, celebrada el 19 de julio, solamente asistieron 71 de los 760 parlamentarios, representando una parte muy limitada de la política nacional: el reformismo, el republicanismo, los socialistas y los diputados catalanes. La política del gobierno ante la protesta fue característica de la moderación de Dato: se limitó a disolver la reunión tras una simbólica detención de los participantes en ella y luego explicó al embajador británico que lo peor que hubiera podido hacer es convertir en mártires a los asistentes. Éstos aprobaron un programa político que consistía básicamente en propiciar una transformación en sentido democrático de la vida pública a través de la convocatoria de unas Cortes Constituyentes. Cambó, que mantenía tenues y discretos contactos con la Monarquía y con las Juntas, pretendía de esta manera forzar unas reformas que, en realidad, no pusieran en peligro a la primera.

Sin embargo, cuando se reunió la Asamblea de Parlamentarios ya se había iniciado la prueba de que, por muy importante que fuera, la protesta era también heterogénea. Ya entonces los militares junteras empezaron a mostrar sus reticencias ante la posible coincidencia con el catalanismo, pero todavía su prevención se hizo mucho mayor cuando un diputado republicano, Marcelino Domingo, escribió un artículo sugiriendo a los soldados que formaran sus propias organizaciones sindicales capaces de desobedecer a los oficiales, mientras que los suboficiales ya habían creado las suyas. Sin embargo, la mayor demostración de heterogeneidad se dio entre la protesta social y la política. El partido socialista aparecía identificado con un programa semejante al de la Asamblea, pero también lo estaba con el otro movimiento sindical, la CNT, desde meses antes. Respecto de la organización anarquista el PSOE pretendió actuar con un sentido moderador. En julio Largo Caballero visitó Barcelona con el objeto de evitar que los anarquistas se lanzaran a una inmediata actividad revolucionaria. No lo hicieron inmediatamente pero, dos días antes de la reunión de la Asamblea, lanzaron un manifiesto en ese sentido. En el preciso momento en que se celebraba la Asamblea de Parlamentarios en Barcelona, en Valencia tenía lugar un conflicto sindical entre los ferroviarios. Se ha afirmado que este conflicto fue atizado por el propio Gobierno con objeto de provocar un estallido que le permitiera salir de la difícil situación en la que estaba, pero esta es una afirmación que carece de pruebas y parece más bien el resultado de una racionalización «a posteriori» de lo sucedido. La tensión social y política era lo suficientemente grave como para que se produjera un estallido sin necesidad de ninguna provocación. La única acusación que se puede hacer al gobierno es la de haber permanecido en una actitud pasiva, por otro lado muy característica, como sabemos, de su actuación en estos días y del talante de su presidente.

Al no haberse solucionado el conflicto ferroviario valenciano, el 9 de agosto los ferroviarios decidieron ir a la huelga (aunque por la mínima mayoría de un voto) y, en definitiva, la totalidad del sindicalismo socialista se lanzó a una protesta en la que fue acompañado, como no podía ser menos, por la CNT. Así se produjeron los sucesos revolucionarios de los días 10 a 13 de agosto cuyo protagonismo principal fue, en consecuencia, socialista. La verdad es, sin embargo, que la postura interna de la dirección socialista no fue ni clara ni unánime. Da la sensación de que la huelga les fue impuesta a los dirigentes por las circunstancias, pero que, una vez llegada a ella, la aceptaron con muy diferente grado de entusiasmo. El mismo Prieto, que había hecho provisión de armas, parece haberse sentido superado por los acontecimientos, mientras que Besteiro afirmó luego haber querido aplazar el movimiento y el manifiesto de convocatoria de la huelga señaló objetivos puramente obreristas afirmando que quienes la dirigían «no eran instrumentos del desorden». La correspondencia de Besteiro desde la prisión, en donde acabó como el resto de los dirigentes socialistas, revela que Iglesias había juzgado «una locura» la huelga, en contra de su propia opinión, pero que en el fondo los propósitos de una persona como él no distaban mucho de los de la Asamblea de Parlamentarios. Para Besteiro la Restauración era una «síntesis de todo lo malo y ruin» y había que recurrir a una renovación para la que los militares podían servir como «disolvente». Como todos los conflictos sociales en la España del momento, también en éste se produjo el empleo de la violencia al margen de la significación ideológica de quienes participaran en él. Los incidentes a que dio lugar la huelga de agosto fueron graves, especialmente en Asturias donde la autoridad militar aseguró que perseguiría a los mineros como «alimañas». En total las cifras oficiales contabilizaron ochenta muertos y unos 2.000 detenidos. Sin embargo, lo sucedido no puede ser descrito como una revolución, ni siquiera como huelga general propiamente dicha. No fue lo primero porque nunca los huelguistas estuvieron en condiciones de tomar el poder, ni lo segundo porque ni tan siquiera todos los ferroviarios, entre quienes se había iniciado el conflicto, participaron en ella. Se trató, en realidad, de unos incidentes semejantes en cierta manera a los de 1909, aunque con otra localización geográfica. En Barcelona se describió lo acontecido como «la semana cómica», para distinguirla de aquella otra ocasión anterior. En cualquier caso, el Ejército se alineó de forma inequívoca ante los sucesos: en Sabadell, donde estaba de guarnición el regimiento de Márquez, hubo diez muertos y el capitán general de Barcelona, Marina, no tuvo el menor reparo en detener, violando su inmunidad parlamentaria, al diputado republicano Marcelino Domingo. El supuesto carácter revolucionario de los acontecimientos fue consecuencia, más que nada, del paralelismo con lo sucedido en Rusia en ese mismo año.

Varias son las enseñanzas de los sucesos de 1917. La primera es que el sistema de la Restauración, sus dirigentes y su organización ofrecían posibilidades muy limitadas para la renovación política. Cambó afirmó que «hay dos formas de provocar la anarquía, pedir lo imposible y retrasar lo inevitable», atribuyendo a Dato precisamente lo segundo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que este último tenía la obligación de procurar resistir a unos propósitos transformadores, gran parte de los cuales amenazaban al mismo sistema y que, además, a corto plazo el cambio reformador era menos inevitable de lo que Cambó pretendía. Como siempre, el sistema de la Restauración supo ser liberal y moderado ante circunstancias revolucionarias como las descritas. Dato y Maura evitaron una posible represión indiscriminada por parte de los militares en contra de los dirigentes de la huelga o el republicano Domingo. Por otro lado, una enseñanza no menos evidente de cuanto aconteció es que en la España de 1917 los sectores renovadores podían coincidir en oponerse al sistema, pero sus objetivos eran distintos y heterogéneos. El Ejército, los parlamentarios y los sindicatos no tenían unos mínimos objetivos comunes, aunque así pudiera parecerlo en el momento de la protesta. El confusionismo del primero y la vía violenta de los últimos hicieron inviables los intentos reformistas de los segundos. Es lícito describir lo sucedido como una «ocasión perdida» pero tuvo mucho más de lo segundo que de lo primero. Existe coincidencia entre los historiadores a la hora de calificar como muy importantes las secuelas de los sucesos de 1917. Ya escribió Vicens que «la crisis preparó unos años de exasperación insolidaria e invertebrada» en que «cada porción de la sociedad española buscó soluciones drásticas al margen de todas las demás». Sin embargo, es tan exagerado afirmar que agosto de 1917 presenció un intento de revolución burguesa (la de la Asamblea) o social (la huelga) como pretender que a partir de este momento el sistema de la Restauración estaba ya muerto. Si acaso puede decirse que entró en crisis el turno, pero el sistema de la Restauración no sólo no murió sino que duraría un quinquenio, de lo que cabe colegir que era un muerto que gozaba de relativa buena salud. Bien percibió la situación Ortega para quien, si «un sistema de viejo equilibrio se había roto», el nuevo no «se había alzado» todavía. De momento se pudo pensar que el gobierno Dato había sido el triunfador de las jornadas de agosto pues había logrado, gracias al concurso de las circunstancias, separar a sus adversarios y enfrentarlos, pero las Juntas Militares de Defensa se dieron cuenta de que, al pasar de su vertiente regeneradora a la represiva, habían perdido el apoyo popular que tenían e inmediatamente, incapaces de dejar de estar presentes en la arena política, acusaron a Dato de imprevisión ante la revolución. Tan sólo dos meses después de agosto de 1917 ese otro vencedor que eran las Juntas acabó por imponer su voluntad al primero.

Los primeros gobiernos de concentración (1917-1919)

L
a crisis política abierta como consecuencia del verano de 1917 tuvo una tramitación complicada y concluyó en una fórmula de interinidad bien perceptible por el hecho de que fuera nombrado para presidirla Manuel García Prieto, al que describe Cambó en sus memorias como «hombre de escasa inteligencia y menor carácter». En los prolegómenos de la formación del nuevo gabinete, por vez primera desde 1909, el poder le había sido ofrecido a Maura, que tuvo al menos un representante en el Gobierno definitivamente formado. Este supuso el ensayo de una fórmula de concentración entre varios grupos, por vez primera imaginada e intentada, dada la peculiaridad de las circunstancias, y que en adelante sería crecientemente imprescindible. Los elementos más decisivos en ella fueron, por un lado, los catalanistas, que habían sido principales responsables de la convocatoria de la Asamblea de Parlamentarios y, por otro, La Cierva, que se convirtió en el representante de las Juntas de Defensa. Lo cierto es, sin embargo, que esta acumulación de los nuevos protagonistas del escenario político distó, desde un principio, de constituir una fórmula de gobierno satisfactoria. El hecho de que el regionalismo estuviera representado en el gobierno (aunque no por Cambó, que se arrepintió de ello) no significó otra cosa que la desunión de quienes habían colaborado en la Asamblea. Las izquierdas juzgaron la actitud catalanista como una verdadera traición en cuanto que la propuesta fundamental de la reunión, la convocatoria de Cortes Constituyentes, no fue recogida en el programa del gobierno. Sin embargo, la actitud de Cambó no dejaba de tener su justificación: él también podía sentirse traicionado puesto que la protesta civil regeneradora que había liderado había sido sustituida, con sus propias palabras, por «una aventura sin orientación, una cosa estúpida», como había sido la huelga revolucionaria. Por otro lado, si el programa del gobierno no incluía todo lo aprobado en la Asamblea de Parlamentarios sí contenía buena parte de sus aspiraciones. En vez de unas elecciones constituyentes habría otras caracterizadas por su radical imparcialidad, facilitada por el mismo carácter plural del gobierno. Sin embargo, desde un principio quedó claro también que, ante los posibles resultados abruptos de unas elecciones no organizadas desde el poder, los principales grupos estaban dispuestos a organizarse para que no cambiara mucho. Como señaló el embajador británico, las elecciones se iban a organizar por un procedimiento de «libertad ordenada» que tendría ese resultado.

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