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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

Hermoso Final (35 page)

BOOK: Hermoso Final
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No sabía que Amma me estaba siguiendo, hasta que caí de rodillas y empecé a llorar. Ella surgió bajo la luz de la luna, con las manos en las caderas.

—Supongo que deberías haber dejado un rastro de migas de pan si pensabas escapar. —No dijo nada más, y extendió su mano.

—Habría encontrado el camino de vuelta —dije.

Ella asintió.

—No tengo la más mínima duda, Ethan Wate.

Pero ahora, mientras apartaba el polvo y las espinas de mi cara, no podía contar con que Amma viniese a rescatarme. Esto era algo que tenía que hacer por mí mismo.

Como arar el campo de la Lilum y devolver el agua a Gatlin.

O saltar de cabeza desde el depósito de agua de Summerville.

No me llevó demasiado tiempo darme cuenta de que me encontraba más o menos en el mismo barco en el que había estado aquel día en el pantano cuando tenía nueve años. Estaba recorriendo los mismos senderos una y otra vez, a no ser que otro tío llevara puestas las mismas Converse que yo. Por lo que parecía, bien podría estar perdido de vuelta a casa desde Wader’s Creek.

Tenía que pensar.

Un laberinto es solamente un enorme rompecabezas.

Estaba enfocándolo mal. Necesitaba señalar los senderos que ya había recorrido. Necesitaba algunas de esas migas de pan de Amma.

Arranqué todas las hojas del arbusto que tenía más cerca metiéndomelas en los bolsillos. Alargué el brazo derecho hasta que tocó el muro de setos, y empecé a caminar. Luego mantuve mi mano derecha sobre el muro del laberinto y utilicé la izquierda para arrojar las hojas que tenían tacto de cera, cada pocos pasos.

Era como un enorme laberinto entre maizales. Mantén la misma mano sobre las cañas hasta que llegues a un punto sin salida. Entonces cambia de mano y ve hacia el otro lado. Cualquiera que se haya quedado atrapado en un laberinto de maíz puede decírtelo.

Seguí el sendero de la derecha hasta que terminó. Entonces cambié de mano y de migas. Esta vez estiré el brazo izquierdo, y utilicé piedras en lugar de hojas.

Después de lo que parecieron horas de errar a través de ese rompecabezas tan especial, topando con un sendero detrás de otro sin salida y tropezándome con las mismas piedras y hojas que había utilizado para señalar mi rastro, alcancé finalmente el núcleo central del laberinto, el lugar en el que todos los senderos llegaban a su fin. Sólo que el centro no era una salida. Era un foso, con lo que parecían ser unas gigantescas paredes de barro. Cuando una gruesa capa de bruma blanquecina se esparció a mi alrededor, me vi obligado a enfrentarme a la verdad.

El laberinto no era en absoluto un laberinto.

Era un callejón sin salida.

* * *

Más allá de la niebla y el barro no había nada, salvo la impenetrable maleza.

Sigue moviéndote. Mantén tu rumbo.

Avancé, apartando las olas de espesa niebla que se pegaban al suelo a mi alrededor. Justo cuando parecía que me estaba abriendo camino, mi pie tropezó con algo largo y duro. Tal vez un palo o una cañería.

Traté de caminar con más cuidado, pero la niebla dificultaba enormemente la visión. Era como mirar a través de un cristal untado de vaselina. Según me iba acercando al centro, la bruma blanca empezó a aclararse y volví a tropezar.

Esta vez pude ver lo que me había obstaculizado el paso.

No era una cañería o un palo.

Era un hueso humano.

Largo y fino, debía de ser el hueso de una pierna o tal vez de un brazo.

—Mierda. —Tiré de él y se soltó, haciendo que una calavera humana rodará hasta mis pies. La tierra a mi alrededor estaba abarrotada de huesos, tan largos y pelados como el que sostenía en la mano.

Dejé caer el hueso y retrocedí, tropezando con lo que creí que era una roca. Pero era otra calavera. Cuanto más rápido corría, más tropezaba, torciéndome el tobillo al enredarme en los huecos de una vieja cadera, metiendo mis Converse entre las vértebras.

¿Estaría soñando?

Por encima de todo tenía una abrumadora sensación de
déjà vu
. La sensación de que estaba corriendo hacia un lugar en el que ya había estado antes. Lo que no tenía sentido porque no recordaba ninguna experiencia con fosos o huesos ni de haber deambulado estando muerto, al menos hasta ahora.

Y aun así.

Sentía como si ya hubiera estado aquí, como si siempre hubiera estado aquí, y no pudiera alejarme lo suficiente. Como si todos los senderos que hubiera recorrido en mi vida convergieran aquí, en este laberinto.

No hay más salida que a través de él.

Tenía que seguir moviéndome. Tenía que enfrentarme a este lugar, a este foso lleno de huesos. Adonde quiera que me llevara. O a quién.

Entonces una sombra oscura emergió, y supe que no estaba solo.

Al otro lado del claro, había una persona sentada en lo que parecía una caja. Estaba encaramada en lo alto de un espantoso montón de restos humanos. No…, era una silla. Podía ver el respaldo elevándose por encima del resto, los brazos sobresaliendo más anchos.

Era un trono.

La figura se rio con insoportable seguridad mientras la niebla se abría revelando un irregular campo de batalla lleno de restos de cadáveres. Lo que no parecía importar a la persona que estaba en el trono.

A ella.

Porque cuando la niebla se despejó para dejar a la vista el centro del foso, supe inmediatamente quién estaba sentado en ese repugnante trono de huesos. El respaldo hecho de huesos de espalda rotos. Los reposabrazos de huesos de brazos rotos. Los pies hechos de pies rotos.

La Reina de la Muerte y los Malditos.

Riéndose tan estruendosamente que sus rizos negros culebreaban en el aire, como las serpientes en las manos de Obidias. Mi peor pesadilla.

Sarafine Duchannes.

32
Trono de huesos

S
u oscura capa ondeaba al viento como una sombra. La niebla se arremolinaba en torno a sus botas negras de hebilla, desapareciendo en la penumbra, como si pudiera atraerla hacia ella. Lo cual posiblemente podía hacer. Al fin y al cabo, era una Cataclyst, el Caster más poderoso en dos universos.

O el segundo más poderoso.

Sarafine echó su capa hacia atrás, dejando que cayera de sus hombros, alrededor de sus largos rizos negros. Sentí cómo mi piel parecía helarse.

—El Karma es perverso, ¿no lo crees así, Chico Mortal? —declaró desde el otro lado del foso, con voz confiada y fuerte. Llena de energía y maldad.

Se estiró perezosamente, aferrándose a los brazos de la silla con sus propias garras huesudas.

—Yo no creo nada, Sarafine. Y menos de ti. —Traté de mantener mi voz firme. Nunca deseé tener que encontrármela en toda una vida, y mucho menos en dos.

Sarafine me hizo una seña con el dedo para que me acercara.

—¿Por eso te estás escondiendo? ¿ Todavía tienes miedo de mí?

Di un paso para aproximarme.

—No tengo miedo de ti.

Ella ladeó la cabeza.

—No puedo culparte. Después de todo, yo fui quien te maté. Hundiendo un cuchillo en tu pecho de cálida sangre mortal.

—Fue hace tanto tiempo que es difícil acordarse. Supongo que no eres tan memorable. —Me crucé de brazos obstinadamente, tratando de mantenerme firme.

Era inútil.

Lanzó una bola de niebla hacia mí, que rápidamente me envolvió, estrechando el espacio que había entre nosotros. Sentí, impotente, cómo me atraía hacia delante, como si tirara de mí con una cuerda.

De modo que aún aquí seguía teniendo sus poderes.

Era bueno saberlo.

Me tropecé con el borde de un esqueleto inhumano, unas dos veces más grande que yo, con el doble de brazos y piernas. Tragué saliva con fuerza. Criaturas más poderosas que un chico del condado de Gatlin habían encontrado su destino aquí. Confíe en que ella no fuera la razón.

—¿Qué estás haciendo aquí, Sarafine? —Traté de no sonar tan intimidado como me sentía, mientras clavaba mis pies en el barro.

Sarafine se recostó en su trono de huesos, examinando las uñas de una de sus garras.

—¿Yo? Últimamente he pasado la mayor parte del tiempo muerta, igual que tú. Oh, espera, tú estabas allí. Tú presenciaste cómo mi hija me dejó arder hasta morir. Un auténtico encanto, esa joven. Pobres ingenuos. ¿Qué es lo que pensáis hacer?

Sarafine no tenía derecho a mencionar a Lena. Había renunciado a ese derecho cuando se marchó de una casa ardiendo dejando a su bebé dentro. Cuando trató de matar a Lena igual que había matado a su padre. Y a mí.

Deseé abalanzarme sobre ella, pero todos los instintos que aún me quedaban me gritaban para que me estuviera quieto.

—No eres nada, Sarafine. Sólo un fantasma.

Sonrió cuando me escuchó decir la palabra «fantasma», mordiéndose la punta de una de sus largas uñas negras.

—Eso es algo que ahora tenemos en común.

—No tenemos nada en común. —Podía sentir mis manos cerrándose en un puño—. Me pones enfermo. ¿Por qué no desapareces de mi vista?

No sabía lo que decía. No estaba en posición de ordenar nada. Ni siquiera tenía un arma. Ni forma alguna de atacar. Tampoco había forma de evitarla.

Sentí que mi mente bullía a toda velocidad, pero no conseguía encontrar ninguna ventaja, y no podía dejar que Sarafine me tomara la delantera.

Mata o muere, ése era su lema. Incluso cuando parecía que habíamos dejado atrás algo tan Mortal como la muerte.

Su boca se curvó en un gruñido.

—¿Tu vista?

Soltó una carcajada, y su frío sonido recorrió mi columna vertebral.

—Quizá tu novia debió pensarlo mejor antes de matarme. Ella es la razón de que esté aquí. De no ser por esa pequeña bruja desagradecida, aún seguiría en el mundo Mortal, en lugar de estar atrapada en la oscuridad, peleándome con los fantasmas de patéticos y perdidos chicos mortales.

Ahora se encontraba lo suficientemente cerca como para que pudiera ver su rostro. No tenía muy buen aspecto, ni siquiera para ser Sarafine. Su vestido negro estaba ajado y ennegrecido, el corpiño chamuscado y hecho jirones. Tenía la cara manchada de hollín y su cabello olía a humo.

Sarafine se volvió hacia mí, con sus ojos brillando con un tono blanco lechoso y una luz opaca que nunca antes le había visto.

—¿Sarafine?

Di un paso atrás, justo cuando me alcanzó con una descarga eléctrica, el olor a carne quemada viajó más rápido que su cuerpo.

Escuché un grito neurótico y vislumbré su rostro, contorsionado en una máscara de muerte inhumana. Los afilados dientes parecían a juego con la daga que sostenía en su mano, a sólo pocos centímetros de mi garganta.

Me estremecí, apartándome de la hoja, pero sabía que era demasiado tarde. No iba a conseguirlo.

¡Lena!

Sarafine se detuvo en seco, como si una corriente invisible la hubiera hecho retroceder violentamente. Sus brazos se estiraron hacia mí, su cuchillo tembló de rabia.

Algo no cuadraba en ella.

Escuché el sonido de cadenas mientras caía, tropezando hacia atrás contra su trono. Soltó el cuchillo, y su larga falda se abrió, dejando a la vista los grilletes alrededor de sus tobillos. Las cadenas la sujetaban al suelo, atándola a su trono.

No era la Reina del Mundo de las Sombras. Era un perro furioso atrapado en su caseta. Sarafine gritó, golpeando sus puños contra los huesos. Me moví hacia un lado, pero ni siquiera me miró.

Ahora lo entendía.

Cogí un hueso y se lo lancé. No reaccionó hasta que golpeó el trono, cayendo inofensivamente en la pila de restos a sus pies.

—¡Loco! —me espetó, temblando de rabia.

Pero ahora sabía la verdad.

Sus ojos blancos no veían nada.

Sus pupilas estaban fijas.

Estaba ciega.

Quizá fuera por el fuego que la había matado en el mundo Mortal. Todo volvió a mi mente, el terrible final de su terrible vida. Estaba tan destrozada aquí como lo estaba cuando ardió hasta morir. Pero eso no era todo. Algo más había sucedido. Ni siquiera el fuego podía explicar las cadenas.

—¿Qué le ha pasado a tus ojos? —Advertí cómo retrocedía cuando lo mencioné. Sarafine no era de las que les gustaba mostrar su debilidad. Se le daba mejor buscarla en los demás y explotarla.

—Es mi nuevo aspecto. Una vieja mujer ciega, como las Parcas o las Furias. ¿Qué te parece? —Sus labios se curvaron por encima de sus dientes en un gruñido.

Era imposible sentir pena por Sarafine, así que no lo hice. Sin embargo, se la veía amargada y rota.

—La correa le da un bonito toque —declaré.

Se rio, pero sonaba más como el siseo de un animal. Se había convertido en algo que no se parecía en nada a una Caster Oscura, ya no. Era otra cosa, una criatura, puede que incluso peor que Xavier o el Maestro del Río, y estaba perdiendo toda aquella parte de nuestro mundo que había conocido.

Insistí de nuevo.

—¿Qué ha pasado con tu vista? ¿Fue el fuego?

Sus ojos blancos parecieron arder cuando contestó.

—El Custodio Lejano quiso divertirse a mi costa. Angelus es un cerdo pervertido. Creyó que si me hacía luchar sin poder ver a mis oponentes igualaría las oportunidades. Quería que supiera lo que era sentirse impotente. —Suspiró, cogiendo un hueso—. Pero eso aún no me ha detenido.

No pensaba que lo hubiera hecho.

Miré al círculo de huesos que la rodeaba, las manchas de sangre en la tierra a sus pies.

—¿A quién le importa? ¿Para qué luchar? Tú estás muerta. Yo estoy muerto. ¿Qué es lo que nos queda por luchar? Dile a ese Angelus que se tire de un…

—¿Depósito de agua? —Se rio.

Pero, pensándolo bien, yo tenía razón. Entre nosotros aquello empezaba a parecerse a una de esas viejas películas de
Terminator
. Si la mataba ahora, podía imaginar su esqueleto arrastrándose por el foso con resplandecientes ojos rojos hasta que pudiera matarme mil veces más.

Dejó de reír.

—¿Por qué estás aquí? Piénsalo, Ethan. —Alzó una mano, y sentí que mi garganta empezaba a cerrarse. Jadeé tratando de coger aire.

Intenté retroceder, pero era inútil. Incluso con su cadena de perro, seguía teniendo la suficiente fuerza como para hacer de mi casi no—vida una miseria.

—Estoy intentando llegar al Gran Custodio —farfullé. Intenté inhalar, pero no conseguí respirar a fondo.

¿Estoy respirando o sólo lo estoy imaginando?

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