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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (13 page)

BOOK: Hades Nebula
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—Bienvenido al bloque científico —anunció.

Era evidente, a juzgar por su tono engolado y pausado en exceso, que el teniente estaba bastante satisfecho de sus instalaciones; pero al decir de Aranda, aquello era mucho peor que el pequeño laboratorio que Rodríguez improvisó en Carranque.

Era como una cámara de los horrores, una habitación iluminada irregularmente con lámparas halógenas que proyectaban sombras alargadas de altos contrastes. Repartidas sin aparente orden y dispuestas en isletas por toda la sala, había una amalgama de mesas de varios tamaños, formas y colores. Bien fuera por la falta de sueño o por la tensión generada por los acontecimientos vividos en las últimas horas, Aranda tuvo la extraña sensación de enfrentarse a una imagen en apariencia desligada de la realidad, casi onírica. El aspecto de casi abandono que bañaba cada detalle acentuaba esa sensación y el olor que emanaba de la sala, una mezcla de detergente industrial y podredumbre, consiguió que Aranda torciera el gesto con una mueca de desagrado.

En el centro de la sala había dos hombres vestidos con batas, largas y desabrochadas, como las que usa el personal sanitario; pero resultaba difícil creer que alguna vez hubieran sido blancas. Manchas oscuras de una mugre ancestral, de distintos tamaños y tonalidades, parecían emponzoñarlas. Nunca lo había considerado, pero el doctor Rodríguez solía vestir también con una bata similar, y aunque a menudo tenía que tratar con cadáveres para estudiar sus tejidos y órganos, siempre se las había ingeniado para mantenerse en un estado civilizado de higiene.

Aranda se sintió desfallecer. No sabía exactamente lo que había estado esperando. Suponía que en su cabeza se había dibujado una forma brumosa, indefinida, a caballo entre laboratorio de investigación y consulta médica, con sus tradicionales paredes blancas y una luz ligeramente azulada, pero nunca aquel sótano de pesadilla.

—Le presento a los doctores Marín y Barraca —anunció Romero—. Caballeros, éste es el hombre del que les han hablado.

Al escuchar la voz del teniente, los hombres se volvieron rápidamente. Bajo la potente luz del foco que iluminaba la mesa en la que estaban trabajando, sus rostros adquirían cierta desproporción, como si sus ángulos fueran demasiado puntiagudos. Aranda, por un segundo, creyó estar en presencia de seres fantasmales, pero pronto los doctores se acercaron a ellos con una expresión de manifiesta curiosidad y el efecto pasó.

—¡Fascinante! —exclamó Marín, estudiándole con la mirada. Inclinaba la cabeza como quien admira una extraña obra de arte.

—Ya veremos —comentó Barraca, manteniéndose a cierta distancia. Era un hombre grueso, barbudo y calvo por añadidura, y su expresión severa y fría no ayudaba a hacerle parecer afable.

Marín le extendió la mano, pero ésta, enfundada en un guante de látex, estaba bañada en sangre. Aranda había ofrecido la suya, casi por inercia, pero detuvo el movimiento en el aire, confundido.

—Oh, disculpe —explicó Marín—. Estábamos trabajando.

—No se preocupe —contestó Aranda.

De repente cayó en la cuenta de que el olor que percibía no era detergente industrial, era algo diferente, más profundo. Otro olor, uno al que ya estaba acostumbrado, pero que había tardado en identificar. Olor a sangre, a vísceras, a entrañas expuestas. Al fin, miró hacia el fondo de la sala y allí vio un cadáver tendido sobre la mesa donde los doctores habían estado trabajando; tenía el torso abierto y las costillas asomaban como los barrotes de una jaula espeluznante. Era algo que también había visto antes, aunque no de forma tan explícita, pero no pudo evitar sentir un asco infinito.

Y había algo más: el cadáver se movía; movía las piernas con pequeñas sacudidas, como si fuese alguien que, poco a poco, abandona el sueño profundo. Era uno de los
zombis
, atado a la mesa con bandas negras de algún tipo; trabajaban sobre él cuando aún estaba
vivo
, sacándole los órganos con algún extraño afán investigador.

Aranda se preguntó si el infeliz era capaz aún de sentir algo. Él tenía el virus en su cuerpo, aunque estuviera aletargado e impedido por el hecho de que su cuerpo aún mandaba sobre sus misteriosas operaciones de revitalización, pero funcionaba normalmente. ¿Y si los
zombis
experimentaban dolor?, ¿y si su sistema nervioso seguía enviando ondas al cerebro?, ¿estaría aquella criatura sufriendo una tortura indescriptible, sumida en un horrible infierno, sin poder morir?

No lo sabía, pero sí sabía una cosa: Rodríguez nunca trabajó con ningún
zombi
cuando aún estaba activo. Siempre había supuesto que era una cuestión de seguridad, pero al ver aquel cadáver retorciéndose en la mesa, con hilachos de apéndices intestinales resbalando lentamente hacia el suelo, se preguntó si Rodríguez sabría la respuesta.

Barraca arqueó una ceja, mientras seguía evaluándole con la mirada.

—¿Pasamos a otra sala? —preguntó al fin—. Creo que la visión de nuestro espécimen le ha impresionado.

Aranda sacudió la cabeza.

—Disculpen... es... En realidad, sí.

—Es necesario —puntualizó el doctor Marín—. Debemos tratar con ellos y estudiar cómo se comporta su cuerpo para saber a qué nos enfrentamos. Es fascinante... podemos vaciar todo su aparato vital, podemos llenar sus venas con mercurio o quemar su corazón... pero ellos siguen en pie.

Aranda arrugó la nariz.

—De acuerdo —cortó Romero, observando el disgusto de Aranda—. Les dejaré hacer... aunque vendré a menudo para seguir los progresos. ¿Cuál es el protocolo en este caso, doctores?

Barraca carraspeó.

—Querríamos saberlo todo, en realidad. Ni se imagina la de cosas que podemos aprender de él. Haremos un estudio hispatológico completo, desde luego...

—Tras una biopsia... —interrumpió Marín.

—Tras una biopsia, naturalmente. Médula ósea, hígado, ganglios linfáticos y tejido muscular...

—Análisis de sangre...

—Por supuesto —dijo Barraca, poniendo los ojos en blanco—. Queremos ver cómo cohabita el virus con sus neutrófilos, si es que le queda alguno.

—Un estudio neurológico... —añadió Marín.

—Quiero decir... —exclamó Romero levantando ambas manos—: ¿Cuándo llegaremos al punto de saber si podemos tener una aplicación de esta... vacuna, o lo que sea?

Los doctores se miraron brevemente. Por fin, Marín carraspeó. De repente parecía nervioso y dubitativo, y Aranda tuvo la sensación de que evitaba mirarle a los ojos.

—Vamos a necesitar lo que... le pedimos.

Un inesperado silencio descendió sobre la sala; Romero parecía una versión en piedra de sí mismo. Permaneció así unos instantes, sin mover un solo músculo de la cara, sin decir nada.

—Hablaremos de eso en privado —exclamó al fin, poniendo especial cuidado en enfatizar cada sílaba. Barraca quiso añadir algo, pero el teniente se volvió, dándole la espalda y concentrándose en Aranda.

—Pero teniente... —interrumpió Barraca, intentando captar su mirada de nuevo.

—¡Ahora NO! —explotó Romero, lanzando finísimas partículas de saliva por los aires.

Las venas de su cuello se hincharon, y su semblante adquirió una tonalidad roja. Aranda y los dos doctores dieron un respingo, sobrecogidos por el inesperado giro de la situación. Toda la estudiada calma del teniente se había evaporado. Aranda se puso tenso.

—Maldita sea... —añadió Romero, pasando un tembloroso pulgar por la línea de sus cejas—. Vengan conmigo. Sólo será un momento.

Aranda sacudió brevemente la cabeza, sintiéndose terriblemente incómodo. Los vio salir por la puerta por donde habían llegado y cerrarla tras ellos, y casi al instante, un profundo silencio cayó sobre la sala. Era tan denso y tan palpable que tuvo la sensación de intentar respirar a través de una tela. El corazón, acuciado por un creciente desasosiego, le latía con fuerza en el pecho.

Suponía que Romero debía estar sometido a un profundo estrés, si era el cabeza visible de aquella comunidad, y por lo tanto, el máximo responsable de su seguridad. Bajo ese prisma, y aunque él nunca había tenido problemas de ese tipo, podía entender su estallido emocional. Demasiadas vidas dependían de sus decisiones, y el tiempo seguía pasando sin que se viera una solución al problema. Estaba seguro de que, cada día que pasaba, grupos de supervivientes sucumbían finalmente a la demencia que había asolado al planeta, por uno u otro motivo, en alguna parte del mundo. Como Carranque.

Pero había algo más. Lo notaba en la piel, en el suave frufrú del movimiento espasmódico del cadáver que yacía en la mesilla, frotándose contra las bandas negras, y en el invisible crepitar del aire, tan característico del silencio absoluto. Aquello no le gustaba, no le gustaba en absoluto. La escena era demasiado surrealista, casi una broma, como para poder ser considerada en serio. La imagen de los dos doctores, con sus trajes sucios, desmontando el cadáver de un
zombi
era demasiado extraña. ¿Dónde estaban los ayudantes?, ¿no disponían de más personal?, ¿por qué, después de tres meses, seguían necesitando hurgar en las tripas de un
espécimen
vivo?, ¿dónde estaba el material especializado?, ¿dónde estaba la
higiene
, por el amor de Dios?

Las preguntas se agolpaban en su mente, girando a toda velocidad como una nebulosa que cobra forma y que, en cada evolución, produce una inquietud tras otra. Y entonces, como movido por un impulso irrefrenable, se acercó a la puerta y pegó la oreja.

El sonido llegaba sólo parcialmente y distorsionado por la gruesa madera, pero todavía era capaz de entender algo.


...
guien
vivo
... —dijo una voz, que parecía la de Marín.

Aranda cerró los ojos, en un intento de enfocar mejor su capacidad auditiva.


...
no
fue
fácil
la
última
vez
... ... ¿? ...
la
situación
...
—contestó Romero.


Lo
sabemos
,
pero
es
imprescindible
—exclamó Marín, con voz inesperadamente clara. Aranda lo imaginaba moviéndose mientras hablaba; en ese momento debía estar cerca de la puerta.

Barraca añadió algo, pero su voz grave degeneraba demasiado a través de la madera y no pudo descifrar nada.


Pero
... ¿? ...
probar
sus
efectos
...


Eso
sólo
puede
hacerse
con
alguien
vivo
—añadió Marín.


Conseguirán
que
se
... ¿? ...
Espero
que
sepan
lo
que
están
haciendo
...
—exclamó Romero.

Barraca comenzó a hablar. Aranda intentó concentrarse, dejando la mente vacía para absorber todos los sonidos y que éstos, por su propia naturaleza, formaran palabras conocidas en su cabeza, pero fue inútil. Escuchó hablar a Barraca durante casi un minuto, pero fue incapaz de extraer nada de su monólogo.


De
acuerdo
—dijo entonces Romero—,
pero
mientras
tanto
,
hagan
su
trabajo
...

Su voz era ahora sorprendentemente nítida, y Aranda supo a qué se debía: se acercaba a la puerta. Abriendo los ojos de par en par, se retiró unos cuantos pasos con un rápido gesto. La puerta se abrió casi al instante, y Romero entró en la habitación con paso decidido.

Pero se detuvo, pestañeando brevemente.

Aranda sabía que su expresión no era la misma. Se había perdido grandes trozos de la conversación, pero había captado lo suficiente. No sabía cómo sentirse, pero en su cabeza las preguntas empezaban a conformar un mensaje de alerta escrito con pulcros caracteres mayúsculos. Querían probar algo... querían hacer algún extraño experimento sobre alguien
vivo
... y a juzgar por el carácter privado de la conversación y las respuestas de Romero, no creía que fuera una prueba convencional, una prueba médica, con garantías de obtener resultados que certificaran la salud del voluntario. Sólo que... había empezado a sospechar que lo de voluntario era un eufemismo, como llamar invitado a alguien que ha sido secuestrado.

Romero miró fugazmente a ambos lados, y por fin se retiró a un lado, dejando pasar a los doctores.

—Les dejo. Nos veremos, Aranda —dijo.

Y Juan quiso decir algo. En realidad, quería pedirle que le llevara con sus compañeros. Quería ver a José y a Susana, y también a Moses, y al viejo doctor Jukkar con su divertido acento finlandés; y quería ver también a los niños, comprobar que estaban bien. Pero sobre todo, pensaba en el Escuadrón. Se sentía involucrado en algo que no estaba desarrollándose como había esperado, y los quería cerca. Sólo por si acaso.

Así que se quedó callado, incapaz de pronunciar palabra.

Y los doctores, vestidos con sus batas infectas, se colocaron a ambos lados, como perros cancerberos, luciendo dos de las sonrisas más falsas que había visto en toda su vida.

10. JUKKAR CRUZA LA LÍNEA

El día siguiente transcurrió lentamente, quizá demasiado. El hambre los mantuvo inquietos toda la mañana, pero estuvieron ocupados, sobre todo, hablando con Abraham. Isabel y los niños, por su parte, pasaron la mayor parte del tiempo recorriendo los jardines que estaban situados detrás del edificio del Parador, porque al fin y al cabo hacía un día maravilloso y ella prefería mantenerlos alejados de los otros supervivientes. Tristemente, el ambiente dentro del Parador era demasiado sórdido y oscuro, y aunque no quería reconocerlo conscientemente, sus cuerpos desnutridos se asemejaban demasiado a los de los muertos vivientes como para sentirse cómoda entre ellos.

Moses descubrió que nadie parecía estar muy interesado en entablar conversación. Pasó la mañana paseando por el interior del antiguo convento, intentando mezclarse con la gente, pero aparte de un pequeño saludo como respuesta no obtuvo lo que en realidad buscaba: la complicidad de aquellas personas, unas palabras de ánimo, un poco de calor humano.

Cuando intentó llegar a las habitaciones, una señora que estaba sentada en uno de los escalones le advirtió que no lo hiciera.

—¿Por qué, señora?

—Arriba se está caliente,
mijito
, pero por eso el problema de las pulgas y las garrapatas es mucho peor. Aquí abajo hace frío, pero viviremos más tiempo.

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