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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (10 page)

BOOK: Hacia la luz
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—Hay algo que se mueve tras las ventanas. —Belga observaba el edificio a través de la mira de su FN F2000—. No tengo ni idea de lo que puede ser. Casi parece una persona.

—Las personas no me dan ningún miedo.

Martillo empuñó el Kalashnikov que llevaba al hombro y, decidido a encontrar un sitio donde pudieran ponerse a cubierto, anduvo hacia el edificio. Los Stalkers lo siguieron. A medio camino, el silencioso tayiko Farid se apartó de pronto a un lado.

—¡
Shaitan!
[9]
Jefe, vuelve aquí. ¡Mira!

De la tierra sobresalía una flecha. En efecto: una flecha de verdad, larga y con plumas en su extremo.

—¿Un indio, o qué? —Ksiva disparó una ráfaga contra el edificio de la academia.

—¡Ahorra cartuchos! —le ordenó Cóndor—. Adelante. Y tened los ojos bien abiertos.

Cubriéndose entre sí, los Stalkers llegaron al vestíbulo. Se encontraron con la habitual escena de devastación y podredumbre, de cúmulos de basura y paredes agrietadas. En el lúgubre silencio se distinguía un roce de pies. Cóndor y Chamán siguieron el sonido por el pasillo, se metieron por una puerta abierta y llegaron al hueco de una escalera. Sobre los escalones, entre la porquería, se veían las huellas de pies humanos desnudos. Descendieron varios rellanos y llegaron a un pasillo ancho que conducía a las salas subterráneas. Pero una puerta hermética entreabierta los alertó. Cóndor indicó a los demás que esperasen fuera. Luego, entró acompañado de Chamán.

Gleb y Martillo regresaron al vestíbulo a fin de observar los alrededores. El muchacho se puso bien la boquilla del aparato para respirar. La piel le transpiraba bajo la goma y sentía insoportables picores. El desolado paisaje que alcanzaba a divisar desde la ventana destrozada no le inspiraba ya ningún entusiasmo. Después de tanta marcha forzada, las piernas le pesaban como si fueran de plomo y su estómago vacío gruñía.

—¿Cómo estás, chico? —El hermano Ishkari se agachó a su lado y se masajeó las fatigadas pantorrillas.

—Todo bien —murmuró Gleb.

No tenía ningunas ganas de iniciar una conversación con el sectario medio loco. Al muchacho le interesaban mucho más los misterios escondidos en los subterráneos del edificio. Sin embargo, Ishkari no pareció darse cuenta del tono de voz desagradable con que le había respondido Gleb. Buscó entre los pliegues de su chaqueta y sacó una fotografía amarillenta. El muchacho no pudo evitar un grito de sorpresa. En la foto se veía agua. Mucha agua. Hasta el horizonte. El mar. Tal vez el océano. Entre las olas se erguía con orgullo un barco de hierro, en cuyo casco estaba escrito 011 con cifras grandes y blancas.

—Es el lanzamisiles
Varyag
—susurró Ishkari con respeto—. La nave enseña de la flota rusa del Pacífico. El Arca que nos va a llevar hasta la Tierra Prometida.

—Martillo dice que hace tiempo que todos nosotros podemos darnos por muertos. Y que no merece la pena abrigar esperanzas. ¿Cree usted de verdad que habrá vida en otras ciudades lejanas? —El muchacho miró con incomodidad al sectario.

—Sí, lo creo, muchacho. Son muchos los que dicen que Éxodo no es más que un puñado de fanáticos ciegos que no queremos reconocer ni aceptar la realidad. ¡Sí, nos mantenemos inconmovibles en nuestra fe! —Ishkari se acercó más a Gleb, lo miró fijamente a los ojos y siguió susurrando—: Nuestra fe se sustenta en hechos. La terrible radiación y las destrucciones que provocó el ser humano han dejado el mundo inhabitable. Pero quedan lugares que han escapado del codicioso abrazo del caos. ¡Los hay! ¡Éxodo lo sabe, Éxodo cree en ellos! ¡Cree tú también, chico!

Martillo interrumpió el apasionado discurso de Ishkari y lo obligó a marcharse al rincón opuesto. La foto amarillenta quedó en manos de Gleb. El muchacho escondió con disimulo la hoja de papel en un bolsillo del uniforme. Las palabras del sectario resonaban con fuerza dentro de la cabeza de Gleb:
«Quedan lugares que han escapado del codicioso abrazo del caos… quedan lugares… quedan lugares…»

Gleb también quería creerlo.

Debían de quedar lugares en la tierra donde los seres humanos aún podían vivir sin máscaras de gas, sin contadores Géiger, en la superficie, bajo la luz del sol, ¡una vida igual que la de antes! Donde la hierba todavía era verde y blanda, como en las ilustraciones de los libros infantiles, y el cielo azul, el agua limpia y la comida abundante. En algún lugar debía de existir un mundo como ése, el mundo del que le había hablado su madre cuando era niño, cuando lo ponía a dormir.

—Tengo que encontrar ese lugar. —Gleb había hablado en voz alta sin darse cuenta.

—¿Qué? —Martillo se volvió hacia su pupilo—. ¿Qué has dicho?

El muchacho pareció confuso y negó con la cabeza.

Entretanto, los Stalkers habían vuelto por el pasillo. Cóndor y Chamán llevaban consigo a un hombre cubierto de sucios andrajos. El desconocido forcejeaba, profería sonidos inarticulados y enseñaba los dientes. El pobre diablo llevaba una piel de lobo embadurnada en torno a las caderas y un collar de rabos de rata secos en la garganta. La frente hundida y los ojos demasiado juntos contribuían al singular aspecto del salvaje.

—¿Habías visto algo semejante en toda tu vida, Martillo?

—No había encontrado nunca a un ser humano en la superficie. Un hermano espiritual, podríamos decir…

—¿Es mutante o qué? —preguntó Ksiva, pero se calló y miró azorado a Humo.

—Ahí abajo hay un búnker en ruinas. Huesos, jirones de piel, carne seca. A juzgar por lo que he visto, deben de ser bastantes los que viven allí. —Cóndor apartó a un lado al desconocido—. Sólo que nuestro Neandertal no tiene ganas de decirnos dónde se han metido sus compinches.

—A mí me parece que ni siquiera os comprende.

El guía se acercó al desconocido. Lo miró a los ojos, como si quisiera escudriñar su alma. El salvaje dejó de lloriquear.

—¿Quieres comer?

El salvaje volvió a la vida. El interés brilló en sus ojos. Martillo le dio un bizcocho empaquetado de producción militar que llevaba con sus propias provisiones. El salvaje abrió el envoltorio de un mordisco y devoró el bizcocho con fruición. El Stalker aún tenía en la mano una porción, pero la apartó de él. El desconocido tendió tímidamente su mano sucia y se acordó con gran esfuerzo del lenguaje de los hombres. Logró pronunciar tan sólo una palabra:

—Da… dame…

—¡Bueno, hemos logrado hacerlo hablar! —Cóndor se inclinó ante el vagabundo—. Dónde. Otros. Cómo tú.

—No… —El salvaje pensó y buscó con gran dificultad las palabras—. S-se fueron… hace mucho… estoy… solo… hace mucho…

Martillo le dio el bizcocho al salvaje.

—Dejadlo en paz. Es inofensivo. Dentro de unos quince años nosotros también estaremos así.

—¡No seas tan pesimista!

Dejaron marchar al vagabundo. Los luchadores silbaron y gritaron insultos mientras el hombre semidesnudo se marchaba a toda prisa cojeando, porque tenía una pierna más corta que la otra y cubierta de bultos.

Un aullido largo y tenso resonó por todo el lugar. Procedía de las marismas, y junto con él se levantaron vapores venenosos.

Chamán se santiguó.

—¿Y si pasamos aquí abajo la noche? No tengo ganas de andar a tientas en la oscuridad como un cachorrillo ciego.

—Este lugar tampoco me gusta. El palacio de Constantino no está lejos de aquí. Los sótanos de ese edificio estaban aislados y tendrían que estar secos. Podemos pasar allí la noche. —Martillo salió bajo la lluvia.

—¿A qué esperáis? ¡Andando! —ordenó Cóndor a los Stalkers.

Salieron de la Academia Makarov. Gleb siguió a su maestro. El encuentro con el hombre deforme lo había turbado. ¿Y si los habitantes de la lejana ciudad habían corrido la misma suerte? ¿Y si en vez de sus antiguos moradores tan sólo había salvajes estúpidos y degenerados en sus barrios miserables? El muchacho se atormentaba con tales pensamientos.

Pero en el bolsillo, junto con el mechero, llevaba la vieja foto. Y esa foto le exigía a Gleb que no abandonara la búsqueda.

6
EL SIMBIONTE

El palacio de Constantino recibió a los visitantes con gélida indiferencia. Sus fríos sótanos los protegieron contra el mal tiempo, pero, en contraste con las «zonas tropicales» de la red de metro, no eran un lugar adecuado para el descanso. Gleb había hecho una bola con todo el cuerpo para protegerse del frío y escuchaba la conversación de los adultos.

—Sí, antes de la catástrofe ese tío había trabajado en las obras del metro —explicaba Ksiva—. Una vez pilló una borrachera y me contó una buena: me dijo que había trabajado aquí mismo, en el subsuelo, en un búnker del gobierno. Según parece, eran muchos los que se dedicaban a ello. Hacían tres turnos para excavar las galerías. Sin pausa. Y su jefe era…

—¡Chorradas! —lo interrumpió Cóndor—. Aquí no hay ningún búnker. En cuanto hayamos regresado, mandaré que busquen a ese charlatán y lo cuadraré.

—Claro, yo pienso lo mismo; ese perro miente… —Ksiva, confuso, cambió de tema—. Dime, jefe, ¿no te parece que tendríamos que buscar una embarcación pequeña? Así nos ahorraríamos un montón de problemas. Subimos, ponemos en marcha el motor… ¡y en un momento llegamos a Kronstadt!

—Tú te piensas que eres muy listo, ¿verdad que sí? —Chamán colocó una lata de carne sobre el hornillo—. Hemos hecho varias salidas de reconocimiento, siempre sin resultado. Sólo maquinaria herrumbrosa y podrida. Se nos ocurrió buscar en los diques secos. Llegamos hasta los astilleros del norte y vimos que los diques ya no existían… todo estaba en ruinas. Como si una horda de rinocerontes hubiera pasado por encima. No tengo ni idea de qué sucedió allí, pero no quedaba nada que nos pudiéramos llevar.

—Habríais tenido que buscar en el Almirantazgo —dijo Ksiva con mucha seriedad.

Chamán se encogió de hombros.

—¡Cuidado con lo que dices! Los astilleros del Almirantazgo son territorio prohibido. Una maldición pesa sobre ellos. ¡Una cuadrilla de tíos competentes murió allí! Y hasta el día de hoy nadie ha sabido por qué.

—Corre el rumor de que la gente se vuelve loca nada más pasar por la garita del portero… —El rostro de Cóndor reflejaba la luz de las llamas y titilaba con un aire misterioso.

—¿Tú no has oído nada de todo eso, Martillo?

Gleb se volvió hacia su maestro. Éste se había recostado contra la pared y había cerrado los ojos. Tras un breve silencio respondió:

—Allí malviven los locos…

Hubo un momento de silencio. Los Stalkers miraban extrañados a su guía. Por fin, Nata exclamó:

—¿Cómo? ¿Qué locos son ésos? Es la primera vez que lo oigo.

—Esperemos que sea también la última —le respondió Martillo, se volvió y se echó a dormir.

Aquella noche, Gleb tuvo que montar guardia por primera vez en su vida. Cóndor pensó que aquel lastre en forma de niño podría servirles para algo y le indicó al muchacho que relevara a Okun. Gleb se había recostado contra un radiador cubierto de herrumbre y bostezaba de buena gana. La guardia nocturna se debía tan sólo a una cuestión de principio, porque los Stalkers habían tenido buen cuidado de levantar una barricada tras la puerta del sótano. Para que el tiempo le pasara más rápido, Gleb se decidió a entrar en las salas adyacentes. Llevado por la curiosidad, el muchacho agarró uno de los aparatos de visión nocturna. Era un juguete muy caro y pertenecía al comandante, pero Gleb no se había atrevido nunca a pedirle que le enseñara el maravilloso dispositivo. Cóndor no paraba de llamarlo «mocoso».

Gleb se puso el aparato de visión nocturna y se adentró en el laberíntico subterráneo. Los cristales crujieron bajo sus botas: buena parte del suelo había quedado cubierto de botellas hechas añicos. A lo largo de las paredes había una especie de casillas hexagonales, pero se habían salido de su lugar y estaban medio podridas. También encontró cierta cantidad de recipientes de madera rotos y haces de paja seca de color parduzco. Martillo había dicho el día anterior que aquellas salas se habían empleado en otro tiempo para almacenar vino, pero no le había explicado a Gleb qué era el vino. El Stalker se había contentado con entornar los ojos, como si estuviera hablando de algo tremendamente agradable.

Gleb llegó al último de los almacenes que se encontraban en el sótano. En el rincón estaba todo igual que en la primera visita. Había un rollo de cable en el suelo. Alguien había garabateado un tosco dibujo en la pared de enfrente: una calavera con las órbitas de los ojos pintadas de negro. Cóndor había aventurado la posibilidad de que hubieran pasado por allí salvajes como el de la Academia Makarov. Sin embargo, el aparato de visión nocturna descubrió algo muy significativo que anteriormente había pasado inadvertido a la luz de las linternas. Gleb descubrió un resquicio en el suelo de hormigón, medio oculto por el rollo de cable. Llevado por la curiosidad, se acercó al enorme carrete, hizo acopio de fuerzas y lo apartó a un lado.

Entonces quedaron a la vista una trampilla redonda y una anilla de metal. Con febril impaciencia, el muchacho sujetó la anilla y tiró con todas sus fuerzas. La pesada tapa se movió al primer intento. Pero el esfuerzo era tan grande que Gleb se puso a jadear. Por fin, logró abrirla del todo. Quedó al descubierto un pozo. Su linterna iluminó los peldaños metálicos de una escalerilla de metal. El muchacho se agachó sobre el pozo, pero por mucho empeño que pusiera en ello no lograba ver lo que había en el fondo. Le llegó a la nariz cierto olor a podredumbre, a duras penas perceptible. El muchacho sintió tal horror que los dientes le castañetearon. El vago presentimiento de un peligro inexplicable le provocó un agudo dolor en la nuca.

Tenía que despertar a los Stalkers y advertirlos. Aun cuando pudiera cerrar el acceso a la guarida, ésta debía de tener otras salidas. ¡Allí no había ningún lugar seguro!

Gleb estaba a punto de regresar cuando el mechero se le cayó del bolsillo. Trató de agarrarlo, pero el metal se le escurrió entre los dedos. El mechero tintineó brevemente en el borde del pozo y luego cayó al interior. El muchacho, desesperado, se asomó a la negrura. Entonces oyó un sonido lejano: el mechero había llegado al suelo. Faltó poco para que Gleb aullara. ¡Cualquier cosa menos eso!

El muchacho necesitó un minuto para reflexionar. Luego volvió a ponerse el aparato de visión nocturna, se ajustó la máscara de gas y entró con mucha cautela en el pozo. Sentía los latidos del corazón en la garganta, las manos le temblaban, pero descendió sin vacilar. Estaba a punto de llegar al fondo cuando uno de los oxidados peldaños cedió bajo su peso. El muchacho cayó al fondo del pozo a tal velocidad que no tuvo tiempo de asustarse.

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