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Authors: Eduardo Punset

Excusas para no pensar (8 page)

BOOK: Excusas para no pensar
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El SEL, un acrónimo inglés que engloba el aprendizaje de técnicas dirigidas a mejorar la interacción social y regular las emociones, constituye la segunda pauta del nuevo abecedario que se está enseñando ya a los niños, pero que desconocen todavía los dirigentes empresariales y políticos. Deberíamos aprender a tomar conciencia de lo que sentimos y a manejar las emociones más perturbadoras, así como nuestros impulsos; a hacer hincapié en la expresión respetuosa de los sentimientos. Tan sólo esto último abre grandes posibilidades a la creatividad, coartada en ocasiones por la vergüenza o la crítica. Ello conlleva un incremento de la conciencia de uno mismo, de la capacidad descriptiva, del detalle y la oratoria. Por no mencionar los beneficios de dejar a un lado el codazo y la competición, por la empatía y la cooperación a la hora de resolver los problemas, ya sean los de matemáticas o los de la vida.

La resolución de conflictos es la tercera pauta del nuevo conocimiento indispensable para sobrevivir en el siglo XXI. Ya no cabe la antigua actitud de ignorarlos o aparcarlos. Los dilemas que deben resolverse son inevitables y es preciso abordarlos con resolución y ganas. Las interacciones entre causas distintas son demasiado numerosas y complejas para seguir creyendo que el tiempo lo cura todo. No es cierto. Problemas que antes podían arrinconarse en la despensa de la historia irrumpen hoy dislocando la vida cotidiana de las gentes: políticas equivocadas de inmigración, colapso de prestaciones sanitarias o de seguridad ciudadana.

Por último, están disminuyendo los índices de violencia a nivel mundial y aumentando los de compasión y altruismo. Nos lo enseña la ciencia tanto como la experiencia de los últimos años, en contra de lo que siguen opinando muchos sectores, sobre todo mediáticos. Cualquier opción política emparentada con la vieja lucha de clases está por ello condenada al fracaso y sólo pueden consolidarse las políticas y decisiones basadas en el consenso y la reflexión colectiva.

Itinerario 3

Claves para entender nuestras emociones

Cuestión de frecuencia

Es fascinante constatar los efectos imponderables del paso del tiempo. Imprevisibles, hasta que la biología molecular ha permitido a los neurocientíficos penetrar en algunos de sus secretos. Se conocía la relación entre el paso del tiempo y el alivio del dolor. A los seis meses de un gran contratiempo personal, la mente lo ha digerido y la vida, que parecía inconcebible tras la desgracia, empieza a perfilarse de nuevo y renace la esperanza. Sabíamos que cuando al final del camino se está convencido de que se experimentará una emoción positiva —una boda, un nacimiento—, el mayor error es desperdiciar la felicidad que rezuma el proceso de la búsqueda. La felicidad está en la sala de espera de la felicidad.

Lo que no sabíamos es que la ausencia física prolongada mucho tiempo mata el amor. El amor romántico parece eterno o no es amor. «Siempre te querré», se dicen los enamorados. Ahora bien, las investigaciones moleculares del científico lord Adrian Edgar hace más de treinta años apuntaban en dirección contraria. Y sabemos que tenía razón. ¿Por qué?

Las señales eléctricas que recorren las células nerviosas cuando se comunican son muy parecidas, al margen de la fuerza, duración o localización del estímulo exterior que las provoque. Cuando se rebasa el umbral para producir la señal, ocurre la descarga. Si ella o él no es capaz de generar la señal en el sistema nervioso del otro, no pasa nada. Pero cuando ocurre el estímulo amoroso, los potenciales de acción son siempre similares. El lector se preguntará cómo se transmite, entonces, la intensidad del estímulo. ¿De qué manera una neurona informa sobre la intensidad del estímulo que la hace vibrar?

Lo siento, querido lector, pero la intensidad transmitida no depende del tipo de señal de alarma o deseo generado por el estímulo exterior, sino de su frecuencia. También lo que dure la sensación viene determinado por el período de tiempo durante el que se siga generando el potencial de acción. Si todos los estímulos se agolpan, la sensación será intensa; si se espacian en el tiempo, la sensación será débil.

Es más, no sólo la intensidad experimentada depende de la frecuencia con que se produce el estímulo, sino que el tipo de información transmitida depende de la clase de fibras nerviosas activadas y los sistemas cerebrales específicos a los que están conectadas esas fibras. La información visual es distinta de la auditiva porque transcurre por canales distintos. Estamos sugiriendo que lo que está en el origen de una sensación —ya sea visual, táctil o auditiva, los ladrillos del amor— es indiferenciada. Lo único que cuenta es la frecuencia de los impulsos y los canales de comunicación utilizados.

Dejemos ahora la biología molecular y las células nerviosas, sin olvidar que somos una comunidad andante de células. ¿Cómo es posible que en la vida cotidiana seamos tan desconsiderados con el impacto del tiempo, de las ausencias y de las frecuencias? ¿Por qué prescindimos de ellas, considerando los desvaríos que esta actitud genera en nuestras vidas?

Si científicos precursores, como lord Adrian Edgar, y sus actuales seguidores, como el premio Nobel Eric R. Kandel, han demostrado la importancia de la frecuencia de los estímulos a nivel celular para definir la intensidad de una emoción, ¿por qué hay tantos padres que no tienen tiempo de dialogar con sus hijos, o enamorados que convierten en una excepción el roce de sus manos o de sus labios? La única excusa que tenemos es que nadie, o casi nadie, ha dedicado tiempo a activar su capacidad metafórica para deducir, de aquellas investigaciones a nivel molecular, las implicaciones para nuestra vida cotidiana.

El lado social de las emociones

Parece que los psicólogos se han concentrado demasiado en los aspectos estrictamente privados, y no sociales, de las emociones. Cuando pensamos en ellas, las imaginamos como elementos que sobrevienen de repente y que son el resultado de nuestras propias interpretaciones de lo que nos sucede. Pero si consideramos la amplia variedad de nuestras experiencias emocionales en la vida cotidiana, resulta evidente que la mayoría de las cosas que generan emociones también tienen que ver con la reacción de otras personas. Solemos olvidar que nuestras emociones están condicionadas por lo que piensan los demás.

En un experimento de la década de 1970 se demostró que los estudiantes japoneses expresan sus emociones de forma distinta a la de los estadounidenses. Se les mostró una película con escenas de operaciones médicas desagradables que normalmente inspiran repugnancia. En la primera parte de la prueba, las películas se vieron individualmente y se grabaron las expresiones de la cara durante la proyección. En esa fase no existen diferencias notables entre los estudiantes de ambas culturas. Sin embargo, más tarde se les vuelve a mostrar la película mientras se los entrevista y se graban de nuevo sus caras. En este caso, las expresiones son muy distintas. La interpretación habitual en este caso era que los japoneses, según se les había enseñado en su proceso de socialización, no mostraban sus emociones negativas delante de una autoridad, ocultándolas con expresiones más positivas.

Es evidente que existen diferencias interculturales en la expresión de las emociones básicas y universales. Algunos idiomas y culturas tienen palabras para expresarlas que carecen de una traducción directa a otras lenguas.

El hecho de que un idioma preste suficiente atención a un hecho o una emoción como para codificarla, demuestra probablemente que se trata de hechos y emociones relevantes en ese contexto cultural. No se trata de que personas de culturas distintas no compartan las mismas experiencias emocionales, sino más bien que varía su manera específica de responder a dichas experiencias. Es lo que demuestra un estudio antropológico realizado en Tahití, donde las personas no sólo ocultan la tristeza, sino que, a veces, la transforman en algo divertido porque así está escenificado en su cultura.

Brian Parkinson, profesor de psicología social de la Universidad de Oxford, también opina que los psicólogos se han concentrado excesivamente en los aspectos privados de las emociones. Para él resulta evidente que la mayoría de las cosas que nos generan emociones tienen que ver con otras personas: por ejemplo, nos disgustamos cuando alguien dice algo que nos ofende o nos alegramos cuando alguien nos felicita. Parkinson sostiene que las primeras emociones que experimentan los bebés constituyen una manera natural de relacionarse con el entorno. Incluso la ira no es sólo personal, sino que se ve reforzada por las reacciones de los demás. Los otros no verán con buenos ojos que una persona ceda a la ira como respuesta a una acción que no se ha hecho a propósito, y esta reacción reforzará el significado cultural que atribuimos a la emoción.

Este profesor de Oxford opina que no existe un cerebro social, una mente que controle las emociones de los grupos, como dicen algunos sociólogos. Él cree que los sentimientos que las personas tienen cuando están en una multitud son bastante parecidos a los sentimientos que tendrían si estuvieran solos. El hecho de estar en grupo los puede intensificar porque se alimentan con los de los demás.

Los japoneses no suelen mostrar sus emociones negativas delante de una autoridad y las ocultan con expresiones positivas.

© Christoph Wilhelm / Getty Images

El viejo debate sobre si las emociones básicas son universales —idénticas para todo el mundo— o un subproducto de distintas culturas está zanjado. Nacemos con las mismas emociones básicas, al margen de la cultura en la que nos desarrollemos. Pero la expresión social de esas emociones puede cambiar en función de una cultura determinada. Los estudiantes americanos y japoneses experimentan idéntico disgusto ante escenas dolorosas, pero los últimos tenderán a enmascarar su expresión si se saben observados, porque así lo sugiere su cultura. Lo dice muy bien Parkinson cuando explica que algunas partes de las emociones son universales, y algunas partes son culturales, pero el problema es que ambas están ligadas. La cultura no es un fenómeno completamente alejado de lo biológico, es algo que ha surgido a consecuencia de una predisposición biológica y a la tendencia de relacionarse con los demás de una manera concreta. Y la biología, que funciona a través de la selección natural y la evolución, recurre a aquello que ya existe en el entorno social. No se pueden separar.

Las raíces de la infelicidad

La selección natural, a lo largo de millones de años, dio como resultado un escenario cercano a la lógica. Los organismos a los que les funcionaba el circuito cerebral de motivación y recompensa para comer sobrevivían mejor que los dotados con circuitos mediocres. Comían más y sobrevivían. Aquellos a los que les gustaba hacer el amor más que a otros, e interponían menos barreras a su deseo, garantizaban mejor la perpetuación de la especie. Siendo eso así, ¿cómo explicarse la capacidad infinita de la gente para hacerse infeliz? ¿Cuál es la razón evolutiva detrás de ese propósito estrafalario?

Que nadie me diga ahora —tras los avances de la psicología y la neurología— que para ser creativo hay que ser infeliz. Este debate duró demasiados años y alimentó la peregrina idea de que la depresión y hasta la locura eran creativas. Hasta quedaba bien andar por ahí con una depresión constante, mientras se formulaba, supuestamente, una filosofía más sofisticada. Hoy sabemos que la depresión es una enfermedad, como la sífilis, provocada por uno o varios genes, o por el entorno, y que afecta al tamaño del hipocampo, a la sangre y a los huesos. Se puede ser creativo a pesar de la depresión, pero no gracias a ella.

¿Cuáles son entonces las causas evolutivas de esa capacidad infinita de la gente para hacerse infeliz? ¿Tiene que ver con la envidia? Es cierto que a la mayoría de las personas les importa más lo que gana el vecino que el crecimiento del producto nacional bruto. Pero ¿tiene que ver con la perversión cultural que coarta en nombre de convenciones sutiles, pero indestructibles, la capacidad de gozar? ¿Con qué tiene que ver esa capacidad infinita para hacerse infeliz? ¿Está el secreto en el fuero interno de los infelices? ¿En su manera equivocada de gestionar sus emociones? ¿Por qué tanta desconfianza, enfurruñamiento y falta de esplendor?

Se lo he preguntado a un sinfín de personas informadas y puedo anticipar la supuesta razón que se suele manejar y que incluye a todas las demás: «El ser humano ha sobrevivido y ha superado a otras especies, precisamente, por su capacidad de tomar conciencia de sus limitaciones, y eso es lo que le genera infelicidad y disgusto con el entorno y con sus semejantes».

Ésa es la convicción generalizada, que se asienta en el error descomunal de culpar de la infelicidad a la búsqueda del conocimiento de las cosas y de las personas. Para todos los premios Nobel con los que he hablado, el tiempo más feliz de su vida fue cuando buscaban; cuando, conscientes de sus limitaciones, profundizaban en el conocimiento de las cosas y las personas. El premio supuso, casi siempre, más bien un incordio en su vida de investigador.

La ciencia moderna está poniendo de manifiesto, al contrario de la creencia generalizada, que la infelicidad tiene sus raíces en la manía del cerebro de no cuestionar ni renunciar a sus creencias. De aferrarse a convicciones falsas. De no desaprender. De no profundizar, precisamente, en el conocimiento de las cosas y de las personas como son, y no como creemos que son.

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