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Authors: John Boyne

Tags: #Drama, #Cuentos

En el corazón del bosque (11 page)

BOOK: En el corazón del bosque
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—Bueno, no sé qué puedo hacer yo al respecto —dije, un poco desconcertado—. Soy un corredor. Quizá me han confundido con otro.

—La reina jamás comete un error —dictaminó el rey.

—Una vez cometí uno —lo corrigió ella, mirándolo, antes de volver a centrarse en mí y controlar su mal genio—. Eres el corredor más rápido del país. Lo que yo quiero saber es si eres fuerte.

—¿Fuerte, majestad?

—Exacto. ¿Crees que podrías correr con el peso de… hum, no sé… digamos de un ratón sobre los hombros?

Me eché a reír, pero enmudecí cuando su expresión se volvió severa.

—Sí, señora —contesté—. Podría hacerlo, sin duda.

—¿Y de un gato?

—Sin mayor dificultad.

—¿Y de un perro?

—Con un cocker spaniel no habría problema. Con un gran danés, no estoy tan seguro. Podría enlentecerme la marcha.

La reina no pareció muy satisfecha con mi respuesta y resopló por la nariz de una forma que me recordó a un dragón.

—¿Y con un chico a hombros? —preguntó al cabo de unos instantes.

—¿Un chico, majestad?

—¿Tienes que repetir todo lo que digo? —refunfuñó, fulminándome con la mirada—. Un chico, sí, ya me has oído. ¿Podrías correr con un chico a hombros?

Lo pensé un momento.

—No sería tan rápido —contesté—, pero creo que podría.

—Bien. Entonces espabila. Échate al príncipe a hombros y llévalo corriendo hasta Balmoral. Acabamos de invitar a uno de los hombres más listos de Europa a instalarse allí y formar a nuestro hijo en el arte de ser rey, y no hay tiempo que perder. El rey ya está medio muerto, en realidad.

—Es cierto —confirmó el aludido con tristeza—. Ni siquiera me correspondería estar aquí.

—Y el chico tiene que estar preparado —insistió la reina—. Marchaos ya, y nada de entretenerse por el camino. —Indicó con un ademán que nos fuésemos, mientras el príncipe se encaramaba a mi espalda, y entonces la reina añadió—: Y tráeme mi diario de las tierras altas. Me lo dejé allí en nuestras últimas vacaciones y me gustaría añadir una nueva entrada.

—Y mi rifle —gruñó el rey frunciendo las cejas—. Hay un ciervo nuevo en los jardines. Es un ejemplar magnífico, de belleza extraordinaria. Quiero cazarlo.

El príncipe era más ligero de lo que había imaginado, y una vez me hube acostumbrado a su peso, descubrí que no me enlentecía demasiado. Me las apañé para llegar a Escocia al anochecer, y una vez allí, para mi sorpresa, el príncipe no quiso entrar en palacio sino que insistió en tenderse en la hierba a contemplar el cielo.

—Mira —me dijo—, ésa es la Osa Mayor.

—¿Dónde? —pregunté aguzando la mirada.

—Ahí. Señala hacia el norte. ¿No la ves?

—Ah, sí —respondí, y me alegré de distinguirla, pues nunca me había fijado en las estrellas—. Por supuesto.

—Y aquélla es Perseo —continuó el príncipe, señalando otra constelación—. Y ahí está Casiopea, la reina sentada en su trono.

—¿Te interesan las estrellas? —pregunté.

—Me apasionan. Me gustaría ser astrónomo, pero mis padres no me lo permitirán. Dicen que tengo que ser rey. —Esbozó una mueca, como si le hubieran dicho que tenía que acostarse temprano porque a la mañana siguiente lo esperaba un largo viaje.

—¿No puedes negarte simplemente?

—Imposible —contestó con un suspiro—. Si yo no soy rey, la corona pasará a mi hermano menor.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Es un idiota —repuso el príncipe—. Jamás funcionaría, y entonces la corona iría a parar a otra rama de la familia, con la que no nos hablamos. Nuestra estirpe se habría acabado. Mi madre jamás permitirá una cosa así.

—De modo que te han enviado aquí. Al colegio, por así decirlo.

—Por así decirlo.

—A mí también me mandaron al colegio —expliqué—. No me gustaba mucho, pero luego, cuando comprendí que destacaba en algo, las cosas fueron mejor. Bueno, debo entrar a buscar el diario de tu madre y el rifle de tu padre.

En el palacio me esperaba un caballero anciano que me miró con una mezcla de irritación y temor, como si me hubiesen enviado a robar.

—¿Y quién se supone que eres tú? —preguntó, y su voz reverberó por los pasillos.

Le dije mi nombre y para qué había ido, y pareció aceptarlo como un motivo razonable.

—Soy Romanus Plectorum, antes domiciliado en Róterdam —se presentó, y añadió sin particular entusiasmo—: Has traído al príncipe, ¿verdad?

—Está ahí fuera. En la hierba. No parece usted muy contento de hallarse aquí, si no le importa que lo mencione.

—No, en efecto —admitió—. Me han hecho venir contra mi voluntad a este sitio espantoso a instruir a ese muchacho. Justo acababa de construirme un castillo en Róterdam con techo de cristal, de forma que no habría tenido que gastar dinero en electricidad. Habría ahorrado una fortuna. En mi tierra se me conoce como uno de los avaros más destacados de nuestros días. Es un gran honor para mí.

—¿Y por la noche? —pregunté—. ¿Cómo podrá ver algo entonces?

—¡Con velas, jovencito, con velas! Me llevó seis años acabar ese castillo, y justo el día que me mudé recibí la carta de los reyes. Ahora el castillo con techo de cristal está vacío, y quién sabe qué será de él. Y yo estoy atrapado aquí. ¡Aquí! —gimió, mirando alrededor y compadeciéndose de sí mismo—. Bueno, sígueme. Te enseñaré dónde está el despacho de la reina.

Me guió a través de oscuros pasillos con paneles de madera.

Entré en una habitación enorme y agarré el diario de encima del escritorio. Sólo cuando alcé la vista advertí la cantidad de cabezas de ciervo que cubrían las paredes. Cada una era más magnífica que la anterior y todas estaban sujetas a placas de madera con una fecha grabada debajo: la fecha en que el rey los había abatido. Me acerqué, los miré a los ojos y estuve seguro de distinguir el dolor que aquellos inocentes animales habían sentido al caer abatidos. Fruncí el entrecejo y negué con la cabeza al ver el enorme rifle apoyado en un rincón, el mismísimo que había causado toda aquella muerte innecesaria.

—Aquí tiene su diario, majestad —le dije a la reina la tarde siguiente, tendiéndoselo.

—Tenían razón en lo que decían sobre ti —repuso—. Has sido rapidísimo. Y nuestro hijo, el príncipe, ¿cómo está? ¿Se ha alegrado su tutor de recibirlo?

—Bueno… —dije, deseando haber podido prepararme mejor; una de las desventajas de ser un corredor tan rápido era que no disponía de mucho tiempo para pensar—. Sí, parecen llevarse muy bien. Pero han decidido que Escocia no es el sitio más adecuado para la educación del príncipe.

—¿Que no es el sitio adecuado? —saltó el rey—. Pero si los escoceses son el segundo pueblo más inteligente del mundo, después de los irlandeses.

—Sí, probablemente así sea —repuse—. Pero hace un frío terrible y el señor Plectorum dijo que no sobreviviría al invierno, lo que dejaría al príncipe en una posición peor que la actual. Así pues, han viajado a Róterdam para emprender allí una sólida educación. Dijo que escribiría en cuanto llegaran.

La reina refunfuñó un poco ante semejante noticia, pero no dijo nada.

—¿Y mi rifle? —soltó el rey, y le cayeron unas gotitas de baba en la barba al recordar el olor a pólvora y carne de venado—. No habrás olvidado mi rifle, ¿no?

—No conseguí encontrarlo, majestad —contesté encogiéndome de hombros—. Lo siento, señor.

De la garganta del rey brotó un gruñido grave, y pareció a punto de atacarme.

—Si de veras lo desea, puedo volver a buscarlo —añadí con nerviosismo y sabiendo que, aunque lo hiciera, nunca le llevaría aquel rifle.

—No, muchacho, válgame Dios —intervino la reina, soltándose un poco la toca—. Ya has hecho suficiente. Además, no podemos quedarnos aquí todo el día. El rey debe tomar su medicación y los turistas no tardarán en llegar a las puertas de palacio. Tenemos que empezar a arrancar pedacitos de pan para alimentarlos, o van a impacientarse. ¿Qué te parece si das una vuelta corriendo al palacio y yo te cronometro? Sólo por divertirnos un poco. —Sacó un reloj de bolsillo del abrigo y sostuvo un dedo sobre un gran botón redondo en la parte superior—. Hay un precioso matorral de lavanda en la parte trasera del palacio, no puedes pasarlo por alto. Tráeme una flor y así sabré que has dado toda la vuelta.

—¿Una de éstas, majestad? —pregunté tendiendo la mano para ofrecerle un perfecto ramito púrpura de lavanda.

—¡Asombroso!

—¿Qué puedo decir? —repuse sonriéndole—. Soy bastante rápido.

Un par de años después, acudí casualmente a Róterdam para las carreras del centenario que se celebraban allí, y fui a visitar al príncipe. Resultó que había sido un montaje estupendo. Había aprendido mucho en manos de su tutor, pero lo había hecho bajo el techo de cristal del castillo, contemplando todo el tiempo el cielo. Francamente, todo el mundo estaba contento. Hasta mi padre lo estaba, cuando llegué a casa.

—Llegas un día tarde —me dijo con una sonrisa. Parecía aliviado.

—Pero sólo un día.

—Has vuelto —añadió, abrazándome—, eso es lo único que importa. Has mantenido tu promesa.

14. Noah y el viejo

—Un niño de mi clase conoció a la reina —dijo Noah, acordándose del día en que Charlie Charlton había llegado al colegio vestido con traje y corbata y con el pelo bien peinado por una vez en su vida—. Le ofreció un ramo de flores y le dijo: «Estamos encantados de que haya venido, majestad». Salió en el periódico local.

—Era una reina distinta —puntualizó el anciano—. Los reyes a los que yo conocí hace mucho que desaparecieron.

Se inclinó para tomar la marioneta de manos de Noah y contemplarla con cariño, acariciando con un dedo la talla del regio atuendo y exhalando un suspiro. Luego se la devolvió al niño, que la dejó sobre la mesa junto a las de la señora Shields y el señor Wickle.

—Por lo que cuenta, su padre debió de alegrarse mucho de su vuelta —dijo Noah—. ¿Se sentía muy solo sin usted?

—Claro que sí. Los padres se sienten muy solos cuando sus hijos están lejos, ¿no lo sabías? Y apenas tenía amigos. Estaba, por supuesto, el burro que nos había dado la bienvenida el día de nuestra llegada. Aunque en realidad era más amigo mío que de mi padre, pues contábamos más o menos la misma edad. Y había también un perro salchicha que siempre se paraba a charlar un rato. Él y papá se llevaban muy bien.

—He conocido a ese salchicha esta mañana —dijo Noah—. Ha sido él quien me lo ha contado todo sobre el árbol delante de su tienda. Me ha ayudado mucho. Aunque parece ofenderse con facilidad.

—Sí, a veces es un poco susceptible, pero es un perro muy decente, de verdad. Es un amigo especial para mí. De hecho, ese salchicha y el burro son probablemente mis mejores amigos de un tiempo a esta parte.

—Mi mejor amigo es Charlie Charlton —dijo Noah—. Sabe tocar el trombón y empezó a enseñarme hace unos meses, aunque dice que aún me queda mucho por aprender si quiero ser una décima parte de lo bueno que es él.

—Bueno, eso ya nunca pasará, supongo. Puesto que te has ido de casa, quiero decir. Me figuro que no encontrarás muchos extraños por los caminos dispuestos a darte lecciones de trombón.

Noah asintió despacio con la cabeza y frunció el entrecejo. Eso no se le había ocurrido.

—Sea como fuere, el burro y el salchicha le hicieron compañía a mi padre mientras estuve fuera —continuó el anciano—. Pero creo que siempre supe que no era lo mismo que cuando yo estaba aquí para ayudarlo con la tienda y jugar al ajedrez con él por las noches. Los padres pueden tener todos los amigos que quieran, pueden recibir la visita de todos los burros y perros salchicha del mundo, pero nada les compensa no tener cerca a sus hijos. Por cierto, supongo que tus padres estarán sintiendo precisamente eso. Ya habrán advertido que te has escapado, me figuro.

—Sí —respondió Noah, consultando el reloj—. Me imagino que sí.

—¿Y tienen muchos amigos para que les hagan compañía?

—Unos cuantos. Aunque no tienen amigos animales. Al otro lado del bosque no hacemos esa clase de cosas. Allí se suele charlar siempre entre humanos.

—Sí, me acuerdo. Ésa fue una de las razones de que me alegrara tanto cuando nos mudamos aquí. Había más variedad. Pero, aun así, si tienen unos cuantos amigos, como dices, imagino que con el tiempo se olvidarán de ti.

Noah alzó la vista, sorprendido, pues aquellas palabras fueron como un mazazo en la cara.

—No creo que me olviden —respondió, envarándose—. No creo que puedan olvidarse nunca de mí.

—¿Ni siquiera si nunca regresas a casa?

—Seguiría siendo su hijo. Nada puede cambiar eso.

—¿Y si tienen otro hijo? —preguntó el anciano.

—Lo dudo —contestó Noah negando con la cabeza—. No, eso no va a pasar.

—Bueno… No los conozco, por supuesto. No sé nada de ellos excepto lo que me has contado. Pero eres tú quien se ha escapado de casa, no yo, de forma que no puedo sino asumir que tienes un buen motivo para ello.

—Cuando mi madre canceló las vacaciones de Pascua, pensé que era extraño —comentó el niño con la vista fija en la mesa—. Y cuando convirtió la piscina en una playa… bueno, eso fue muy raro. Pero en aquel entonces no pensé mucho en ello. Creí que sólo se estaba divirtiendo. Pero después de la feria…

—¿Tu madre te llevó a una feria?

—Sí.

—Pues parece divertido.

Noah asintió con la cabeza.

—Lo fue —contestó, y resopló con fuerza por la nariz, pues recordar aquella tarde todavía lo alteraba bastante—. El día en sí fue estupendo. Fue la forma de acabar la que lo estropeó.

15. La indisposición

La señora Barleywater apareció intempestivamente en el colegio de Noah a última hora de la mañana, justo cuando los alumnos salían a comer, y le pidió que se fuera con ella porque iban a tomarse la tarde libre.

—¿Que vamos a hacer qué? —preguntó Noah perplejo, pues su madre nunca le había permitido saltarse el colegio, ni siquiera un día que no quería ir porque no había hecho los deberes y se había sentado cinco minutos sobre el termómetro para fingir que tenía fiebre.

—Un día soleado y precioso como éste no está hecho para el colegio —dijo ella—. Deberíamos aprovechar al máximo el buen tiempo, ¿no te parece? He pensado que podríamos hacer algo juntos.

—Pero esta tarde tengo clase doble de mates —le recordó Noah.

—¿Y qué? ¿Te gusta la clase doble de mates?

—No. No me gusta nada.

—Bueno, pues entonces vámonos, anda.

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