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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

En busca de la edad de oro (26 page)

BOOK: En busca de la edad de oro
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En el momento de mi visita, sus hallazgos se reducían a un extravagante osario y a algunas piezas de cerámica incaicas de escaso valor.

—Pero la verdadera excavación empezará en febrero de 2001 —me advirtió—. Será entonces cuando no sólo entraremos en el túnel que nace bajo el altar de Santa Rosa, sino que comprobaremos si la leyenda del oro inca es cierta o no.

Anselm, no obstante, se encogió de hombros cuando le pregunté qué clase de objetos pensaba encontrar. Ni él ni nadie podía saberlo a ciencia cierta.

Imaginando un tesoro

Para hacerme una idea de cómo podía ser el oro sagrado del templo del Sol que desapareció ante los ojos de los conquistadores, consulté los relatos de los primeros cronistas que se refirieron a él. Ninguno de ellos vio personalmente las maravillas que describieron, pero se hicieron eco de lo que les contaron soldados españoles e incluso antiguos cortesanos incas. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, se refirió al más sagrado de los objetos que contenía el templo: el disco solar. «La estatua del Sol —dijo—, de bulto, toda de oro, con el rostro de hombre y los rayos de oro, como se pinta entre nosotros.»
[103]
Otros, como Bernabé Cobo, redondearon su descripción refiriéndose a cómo aquella estatua fue «obrada toda de oro finísimo con exquisita riqueza de pedrería». El padre Cobo describió, al menos, otras tres imágenes áureas del Sol, y Sarmiento de Gamboa habló de estatuas de oro y hasta de las momias de los incas que precedieron a Atahualpa en el trono del imperio. Y todo por no hablar de la famosa cadena de oro que Huayna Cápac mandó elaborar, de eslabones gruesos como puños y de unos doscientos metros de longitud.
[104]

—Es imposible calcular qué cantidad de objetos puede haber enterrados ahí abajo —trató de aclararme Anselm—, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que se trata de un tesoro muy peligroso.

Le miré de hito en hito.

—¿Peligroso?

Anselm asintió:

—Sabemos que la acumulación de metales durante mucho tiempo en un espacio cerrado y húmedo, como es el subsuelo de Cuzco, puede dar lugar a sustancias tóxicas como el cianuro, el mercurio o el cloro. Su inhalación fue lo que debió matar a los exploradores de épocas pasadas. Pero nosotros entraremos preparados.

Pese a las precauciones —trajes herméticos como los de la película
Estallido
, filtros antigás, mascarillas…— todo el equipo de Bohic Ruz sabía que cuando llegara el momento, no habría preparación suficiente. En Cuzco, mientras tanto, desde que comenzó a rumorearse la existencia del Proyecto Koricancha, los sentimientos de la población comenzaron a encontrarse. Rosa María Alzamora, mi inestimable «guía» peruana, sacerdotisa andina y último eslabón de una larga cadena familiar de chamanes, se estremeció cuando supo de este proyecto. Imaginó a Anselm como un
chakanina
, un «hombre puente» tal vez llegado al Perú para mover la tierra sagrada de sus antepasados justo en el momento en que llegaba al poder el primer presidente indígena de la historia del Perú, Alejandro Toledo.

Justo cuando los legítimos señores de aquellas tierras regresaban al poder.

Elian Karp (primera dama del Perú), Anselm Pi (presidente de Bohic Ruz Explorer) y la reina de España visitaron en noviembre de 2001 las excavaciones en Sacsayhuamán en busca del antiguo túnel sagrado de los incas.

—Tal vez todo esto son señales de que ya ha llegado el
Pachacuti
, el nuevo ciclo de quinientos años que regirá estas montañas, y la apertura del lugar más sagrado de la tradición andina marque ese momento —sugirió Rosa María—. Sin embargo, quienes entren en el Secreto deberán protegerse mágicamente y respetar el poder del lugar.

—Eso también lo harán —le aseguré.

—Así lo espero —respondió más enigmática que nunca, sin ocultarme la profunda desconfianza que anidaba desde hacía días en su corazón.

Los últimos días

Abandoné Cuzco el 21 de diciembre de 2000, rumbo a El Cairo. Atrás dejé una populosa rueda de prensa en la que Anselm Pi, Luis Enrique Tord —entonces director del Instituto Nacional de Cultura (INC) de Lima—, el padre Héctor Herrera —nuevo abad del convento de Santo Domingo, sucesor del padre Gamarra— y yo tratamos de explicar a los medios de comunicación locales los propósitos últimos del Proyecto Koricancha. Y atrás quedaron también mis días de búsqueda romántica de respuestas. Ya sólo quedaba excavar.

Los trabajos de pico y pala tardaron más tiempo del previsto en reanudarse. Según lo planeado en un principio, se perforó en el altar de Santa Rosa, se levantó el suelo en diversos puntos de la iglesia, y se pusieron al descubierto más estructuras incas primitivas, jamás vistas desde tiempos de los conquistadores. Sin embargo, la cuarta cripta que vio Anselm no apareció nunca. No lo hizo ni en la primavera de 2001 ni en los meses que siguieron a ésta. Tampoco apareció ninguna estructura despejada correspondiente a un túnel, aunque el revuelo provocado por sus trabajos les hizo recoger nuevos datos sobre otras posibles entradas al túnel en todo Cuzco.

Finalmente, en el cénit de su popularidad en la capital de los Andes, el INC autorizó a Bohic Ruz Explorer a excavar en Sacsayhuamán. Perforaron el subsuelo de la llamada Chinkana Grande, una enorme roca bajo la cual se creía que partía la otra boca del túnel de Atahualpa. Las obras, que visitó incluso la reina de España en noviembre de 2001, deshicieron sin embargo aquel arraigado mito local. Allá no había túnel alguno; tan sólo restos que indicaban que la roca fue un importante altar ceremonial en tiempos de los incas.

O eso, o el
Pachacuti
había decidido hacerse esperar un tiempo más.

Por si acaso, yo sigo a la espera de nuevos acontecimientos —que tarde o temprano llegarán— en el corazón espiritual de los antiguos señores del Sol. Vigilante como un puma.

17
Otra reflexión: Túneles por todas partes

El lector comprenderá que a estas alturas añada una reflexión después de tanto viaje.

A fin de cuentas, después de comprobar los ríos de tinta que han corrido alrededor de la supuesta existencia de grandes túneles que recorren el subsuelo de buena parte de América y aun de otros continentes, son muchas las personas que todavía no comprenden el porqué de la fascinación de algunos investigadores por esta cuestión.

Sin duda se les escapa que en la mayoría de las culturas ancestrales de nuestro planeta se habla de túneles y cavernas como el lugar de nacimiento de muchos dioses (como Júpiter, Dionisos, Hermes o Jesús en Oriente, o los hermanos Ayar, por ejemplo, en la mitología incaica), y que se refieren a estos enclaves como el reducto natural de criaturas sobrehumanas que influyeron extraordinariamente en el devenir del ser humano.

Posteriormente, relatos como el de
El flautista de Hamelín
(de quien se dice que condujo al interior de una cueva a los niños que «hechizó» con el sonido de su flauta) u otros de similar factura, recogieron esa inquietud por el mundo subterráneo y las entradas a éste. Por no hablar, claro está, de las incontables leyendas que sobre seres divinos de naturaleza intraterrena se cuentan entre incas, mayas y aztecas en el Nuevo Mundo, o entre los sumerios en el viejo continente. ¿Acaso se pusieron de acuerdo todos estos pueblos para conservar esta clase de narraciones extraordinarias? ¿O, por el contrario, se estaban refiriendo a hechos que conocieron realmente?

Sí. Existen, sin duda, suficientes razones para que los investigadores quedemos prendados de estas historias y hayamos iniciado nuestras propias averiguaciones tras algunos de estos míticos relatos.

Cuevas y túneles en Ecuador

Sin duda uno de los primeros en romper el fuego fue el controvertido buscador suizo de extraterrestres Erich von Dániken. Basándose en los hallazgos que desde junio de 1965 había efectuado en Ecuador el explorador argentino de origen húngaro Janos Moricz, Dániken supo de la existencia de extensas galerías de túneles que, a decir de su descubridor, recorrían cientos de kilómetros hacia el sur, hasta perderse en territorio peruano.

Pese al celoso secreto guardado por Moricz sobre las vías de ingreso a estas galerías talladas artificialmente, pronto se supo que una de sus entradas estaba situada en pleno corazón del territorio
shuara
, en un lugar venerable conocido como la Cueva de los Tayos.

La cueva en cuestión, una especie de chimenea natural de sesenta metros de caída en vertical, ha sido visitada en los últimos años por investigadores de todo tipo, entre ellos mi admirado Andreas Faber-Kaiser. Sin embargo sólo una expedición española conducida por Ángela de Dalmau y Francesc Serrat hace casi una década la exploró con más detenimiento
[105]
, siendo incapaces de dar con las galerías talladas de las que habló primero Moricz, y después Dániken en su obra
El oro de los dioses.
[106]

¿Fue la indicación de la Cueva de los Tayos una pista falsa tendida por Moricz para despistar a los más tenaces buscadores de túneles?

Tal vez. A fin de cuentas, la mayoría de quienes han buscado los túneles hasta hoy lo han hecho cegados por el brillo del oro, la gloria o la ambición por las antigüedades, ignorando el sentido sagrado que un día tuvieron aquellas galerías y lo mucho que podrían enseñarnos de esa Edad de Oro primigenia que parece vivió nuestra humanidad.

En Ecuador, sin ir más lejos, el propio Moricz refirió en numerosas ocasiones que en el interior de las galerías que había descubierto se encontró con abundantes planchas de oro en las que, al parecer, estaba grabado un puntual relato de la historia de la especie humana. Algunas de estas planchas fueron reunidas por el ya fallecido sacerdote salesiano Cario Crespi y fotografiadas por Dániken para la obra citada.

En Perú, y más concretamente en Cuzco, donde existen, como hemos visto, gran cantidad de referencias históricas a la existencia de túneles preincaicos, la creencia generalizada es que en esas galerías los hombres de Atahualpa escondieron el oro de los incas, para impedir que los españoles comandados por Pizarro lo saqueasen y fundiesen en lingotes.

Túneles en tierras indias

Pero la tradición americana de los túneles abarca mucho más que Ecuador o Perú. En 1955 un explorador norteamericano llamado Frank White encontró en las inmediaciones del californiano valle de la Muerte, y no muy lejos de las montañas Gila, un túnel de 2,40 metros de altura y paredes completamente pulidas. Tras adentrarse en él siguiendo una extraña luminiscencia verde —que, dicho sea de paso, es citada por otros muchos exploradores y espeleólogos del «mundo subterráneo»— acabó encontrando algunas momias y estatuas cubiertas con objetos de oro. Su descubrimiento no hacía sino confirmar la existencia de varias redes de pasadizos soterrados bajo las actuales tierras del sur de Estados Unidos.

Poco podía imaginar que la misteriosa «dama azul» que evangelizó a los indios de Arizona, Nuevo México y Texas en el siglo XVII —y que se identificó con sor María Jesús de Agreda—, utilizara túneles para esconderse. ¿Acaso los mismos donde se escondieron los dioses katchinas de los indios hopi?

Unas tierras donde, por cierto, se concentran gran cantidad de leyendas indígenas sobre túneles y su vinculación a la aparición del hombre sobre la Tierra.

Los indios zuni, por ejemplo, defienden la hipótesis de que los seres humanos fuimos creados por los dioses en el subsuelo terrestre, los mandan —una tribu que pertenece a la rama lingüística de los sioux— sostienen idéntica creencia.

Hasta en la ciudad de San Antonio (Texas), siguiendo la pista de las bilocaciones de la monja española sor María Jesús de Agreda en el Nuevo Mundo, me he encontrado con referencias antiguas que señalaban que esta religiosa franciscana, a la que conocían con el sobrenombre de «la dama azul», surgía del interior de una ciudad subterránea. Algo parecido, por otra parte, a lo que a mediados de este siglo narraba el guía indio californiano Tom Wilson al referirse a la tribu de los calroe, frecuentemente visitada por un venerable anciano de cabellos y túnica blanca, que siempre desaparecía por un profundo túnel iluminado por la misma y recurrente luminiscencia verde descrita líneas atrás.

Pero si algún relato sobre túneles destaca entre los indios norteamericanos, confinados hoy en reservas de dudosa habitabilidad, es el que refiere Oso Blanco, del clan de los indios hopi. Según narró al escritor e investigador de origen austríaco Joseph Blumrich —cuya versión difiere sensiblemente de la aportada por el antropólogo Frank Waters, autor del célebre
El libro de los hopis

[107]
, los
katchinas
, o dioses voladores de esta tribu, fueron los responsables de la construcción de los túneles.

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