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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (94 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Seguían por los valles cuando podían, para protegerse del viento y para conseguir leña. Sólo allí, protegidos, crecían en abundancia abedules, sauces, pinos y alerces. No podía decirse lo mismo de los animales. La estepa era una reserva inagotable de vida silvestre. Con su nueva arma, la pareja cazaba a voluntad, siempre que deseaban carne fresca, y a menudo dejaban los restos de sus presas para otros depredadores y rapaces.

Llevaban viajando casi medio ciclo de fases lunares cuando un día amaneció caluroso e inusitadamente tranquilo. Habían avanzado durante la mayor parte de la mañana y montaron a caballo al ver una colina a lo lejos con un atisbo de verdor. Jondalar, incitado por el calor y la proximidad de Ayla, había metido la mano bajo la túnica de la mujer para acariciarla. Llegaron a lo alto de la colina y divisaron al otro lado un bonito valle regado por un ancho río. Llegaron junto al agua cuando el sol estaba en su cenit.

–¿Iremos hacia el norte o hacia el sur, Jondalar?

–Ni una cosa ni otra –contestó Jondalar–. Acampemos.

La mujer iba a discutir, sólo porque no tenía costumbre de detenerse tan temprano sin razón. Entonces, cuando Jondalar le mordisqueó el cuello y apretó suavemente su pezón, decidió que no tenía razón alguna para seguir adelante y sí en cambio para quedarse allí.

–Bueno, pues acampemos –alzó una pierna y se deslizó; él desmontó y la ayudó a liberar a Whinney de los canastos de viaje, para que la yegua pudiera descansar y pacer. Después la cogió en brazos, la besó y volvió a meter la mano debajo de su túnica.

–¿Por qué no dejas que me la quite? –preguntó Ayla.

El hombre sonrió mientras ella se quitaba la túnica por la cabeza y soltaba la atadura de la prenda inferior antes de salirse de ella. Jondalar se quitó a su vez la túnica y la oyó reír. Al levantar la vista, no la encontró; Ayla rió de nuevo y se tiró al río.

–He decidido nadar un poco –anunció.

Jondalar sonrió, se quitó los pantalones y la siguió. El río era frío y profundo, y la corriente, rápida, pero ella nadaba río arriba con tanta fuerza que le costó darle alcance. La cogió y, mientras vadeaba, la besó. Ella se escapó de entre sus brazos y corrió hacia la orilla, riendo.

Corrió tras ella, pero, cuando llegó a la orilla, la joven se deslizaba veloz por el valle. La siguió y, cuando iba a atraparla, lo esquivó nuevamente. Siguió persiguiéndola, esforzándose, y por fin logró rodearle la cintura.

–Esta vez no te escaparás, mujer –la apretó contra su cuerpo–. Me vas a cansar de perseguirte... y entonces no podré darte Placeres –dijo, encantado de verla tan juguetona.

–No quiero que me des Placeres –repuso ella.

Jondalar se quedó boquiabierto y profundas arrugas le surcaron la frente.

–No quieres que yo... –y la soltó.

–Quiero darte Placeres a ti.

El corazón de Jondalar reanudó su movimiento normal.

–Tú me das Placeres, Ayla –dijo, cogiéndola entre sus brazos.

–Yo sé que te gusta darme Placeres..., no es lo que quiero decir –había seriedad en su mirada–. Quiero aprender a darte Placer, Jondalar.

No podía resistírsele. Su virilidad estaba dura entre ambos, mientras la tenía apretada, y la besó como si no pudiera poseerla suficientemente. Ella le besó también, siguiendo su ejemplo. Hicieron durar el beso, tocándose, probando, explorándose.

–Te mostraré cómo complacerme, Ayla –dijo y, cogiéndola de la mano, encontró un lugar cubierto de hierba verde junto al agua. Cuando se sentaron volvió a besarla, después buscó su oreja y le besó el cuello, empujándola hacia atrás. Tenía la mano sobre su seno y estaba empezando a recorrerlo con la lengua cuando ella se incorporó.

–Yo quiero darte Placer a ti –insistió.

–Ayla, me entusiasma darte Placeres..., no sé cómo podría gustarme más si tú me dieras Placer.

–¿Te gustaría menos? –preguntó.

Jondalar echó la cabeza hacia atrás, rió y la cogió en sus brazos. Ella sonrió pero sin estar muy segura de qué era lo que le encantaba tanto.

–No creo que nada que puedas hacer tú me guste menos –y entonces, mirándola con sus vibrantes ojos azules–: Te amo, mujer.

–Te amo, Jondalar. Siento amor cuando sonríes así, con esos ojos, y muchísimo más cuando ríes. Nadie reía en el Clan y no les gustaba que yo riera. No quiero vivir nunca con gente que no me permita sonreír o reír.

–Deberías reír, Ayla, y sonreír. Tienes una bella sonrisa –ella no pudo evitar sonreír al oírle–. ¡Ayla, oh, Ayla! –exclamó, hundiendo el rostro en el cuello de ella y acariciándola.

–Jondalar, me gusta que me toques y que me beses en el cuello, pero quiero saber lo que te gusta a ti.

Jondalar sonrió con una sonrisa sesgada.

–No me queda más remedio..., me «alientas» demasiado. ¿Qué te gusta, Ayla? Hazme lo que a ti te guste.

–¿Te gustará?

–Prueba a ver.

Ella le empujó hasta dejarlo tendido, y entonces, inclinada sobre él, abriendo la boca y moviendo la lengua, se puso a besarle. Él respondió, pero controlándose. Entonces le besó el cuello y se lo acarició ligeramente con la lengua; sintió que el hombre se estremecía un poco y le miró, pidiendo confirmación.

–¿Te gusta?

–Sí, Ayla, me gusta.

Así era. Dominarse ante las caricias tentadoras que le daba, le excitaba más de lo que habría imaginado. Los besos ligeros le recorrían por entero. Ella se sentía insegura, tan inexperta como una muchacha púber que no ha tenido sus Primeros Ritos..., y no hay ninguna más deseable. Aquellos besos tiernos tenían un poder de excitación mayor que las caricias más ardientes y sensuales de mujeres con mucha más experiencia... porque estaban prohibidos.

La mayoría de las mujeres estaban disponibles hasta cierto punto; ella era intocable. La mujer joven e inmaculada podía llevar a los hombres, jóvenes y viejos, hasta un frenesí con caricias secretas en rincones oscuros de la caverna. El mayor temor de una madre era que su hija llegara a ser mujer después de la Reunión de Verano, con un largo invierno por delante, antes de la siguiente Reunión. La mayoría de las muchachas había adquirido cierta experiencia antes de los Primeros Ritos, con besos y caricias, y Jondalar había sabido que no era la primera vez para algunas de ellas, aun cuando no iba a desacreditarlas contándolo.

Sabía el atractivo de aquellas jóvenes –era parte de su disfrute en los Primeros Ritos– y era ese atractivo el que Ayla estaba ejerciendo sobre él. Le besó el cuello; él se estremeció y, cerrando los ojos, se abandonó al placer.

Ayla fue más abajo y le hizo círculos húmedos, cosquilleantes en el cuerpo, sintiendo que ella también se excitaba cada vez más. Era casi una tortura para él, una tortura exquisita, en parte cosquilleo y en parte estímulo ardiente. Cuando alcanzó el ombligo, no pudo detenerse; le cogió la cabeza entre las manos y la fue empujando hacia abajo hasta sentir que su virilidad caliente estaba contra la mejilla de ella. Ayla respiraba fuerte, y unas sensaciones contradictorias le llegaban muy adentro. Su lengua titilante era más de lo que él podía aguantar: le guió la cabeza hasta su órgano rígido y relajado. Ella alzó la mirada.

–Jondalar, quieres que...

–Sólo si tú quieres, Ayla.

–¿Te dará placer?

–Me dará placer.

–Sí quiero.

Él sintió que un calor húmedo envolvía el extremo de su miembro oscilante, y después, más que el extremo. Gimió. La lengua de ella exploraba la cabeza redonda y suave, tanteaba por la pequeña fisura, descubría la textura de la piel. Como sus primeras acciones provocaron breves expresiones de placer, se volvió más confiada. Estaba disfrutando de sus exploraciones y se sentía palpitar por dentro. Dio vueltas a la forma del hombre con la lengua. Él gritó su nombre, y ella movió la lengua más y más aprisa y sintió humedad entre sus propias piernas.

Él sintió la succión y un calor húmedo que subía y bajaba.

–¡Oh, Doni! ¡Oh, mujer! ¡Ayla, Ayla! ¡Cómo has aprendido a hacer esto!

Ella trató de descubrir cuánto podría abarcar y lo atrajo hasta casi asfixiarse. Los gritos y gemidos del hombre la alentaban para probar una y otra vez, hasta que él se enderezó para acercársele.

Entonces, sintiendo que necesitaba sus profundidades –también su propia necesidad– se enderezó, pasó la pierna por encima para montarle y se empaló sobre su miembro tenso e hinchado, introduciéndolo en su interior. Arqueó la espalda y sintió su Placer mientras él penetraba a fondo.

Él levantó la vista hacia ella y sintió la gloria: el sol, detrás de su cabeza, convertía su cabello en un nimbo dorado. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y el rostro inmerso en éxtasis. Al echarse hacia atrás, sus bien torneados senos saltaron hacia delante con los pezones, ligeramente más oscuros, enhiestos; su cuerpo sinuoso brillaba al sol. Su propia virilidad, hundida en ella, estaba a punto de reventar de éxtasis.

Ella se deslizó a lo largo del miembro y se dejó caer mientras él ascendía; Jondalar se quedó sin resuello, sintió una oleada que no podría haber dominado aunque hubiera querido. Gritó cuando ella se alzó de nuevo; Ayla descendió sobre él, sintiendo una descarga de humedad al tiempo que él se estremecía al aliviarse.

Tendió el brazo y la atrajo hacia sí; su boca buscaba el pezón. Al cabo de un rato de plena saciedad, Ayla rodó sobre sí misma. Jondalar se enderezó, se inclinó para besarla y tendió las manos hacia los senos para hundir el rostro entre ellos; chupó uno, después el otro, y volvió a besarla. Entonces se tendió junto a ella y le recostó la cabeza en su brazo doblado.

–Me gusta darte Placeres, Jondalar.

–Nadie me ha dado mayor Placer nunca, Ayla.

–Pero prefieres cuando me das Placer a mí.

–No es que lo prefiera, pero... ¿cómo me conoces tan bien?

–Es lo que aprendiste a hacer. Es tu habilidad, como cuando tallas herramientas –sonrió y luego dio rienda suelta a su buen humor–: Jondalar tiene dos oficios; es hacedor de herramientas y hacedor de mujeres –dijo, y parecía muy satisfecha de sí misma.

Jondalar rió.

–Acabas de hacer un chiste, Ayla –dijo, sonriéndole. Estaba muy próxima a la verdad, y aquel chiste se lo habían hecho ya anteriormente–. Pero tienes razón. Me gusta darte Placeres, me gusta tu cuerpo, te amo toda entera.

–También a mí me gusta cuando me das Placeres. Hace que el amor me inunde. Puedes darme todos los Placeres que quieras, pero de cuando en cuando también quiero dártelos a ti.

–De acuerdo –dijo Jondalar, riendo de nuevo–. Y puesto que tanto deseas aprender, te podré enseñar más. Podemos darnos Placer el uno al otro, como sabes. Ojalá me corresponda hacer que «el amor te inunde». Pero lo has hecho tan bien que no creo que ni siquiera el toque de Haduma podría levantármelo.

Ayla se quedó callada un instante.

–No importa, Jondalar.

–¿Qué... no importa?

–Aunque tu virilidad nunca volviera a levantarse..., tú seguirías haciendo que «el amor me inundara».

–¡No lo digas ni en broma! –dijo, sonriendo, pero tuvo un escalofrío.

–Tu virilidad volverá a levantarse –dijo Ayla solemnemente, y después volvió a sus risitas.

–¿Cómo puedes estar tan llena de picardía, mujer? Hay cosas con las que no se debe bromear –dijo fingiéndose ofendido, y rió. Le sorprendía agradablemente ver que tenía sentido del humor.

–Me gusta hacerte reír. Reír contigo es casi tan sabroso como amarte. Quiero que siempre rías conmigo. Entonces, creo que nunca dejarás de amarme.

–¿Dejar de amarte? –dijo, sentándose a medias y mirándola–. Ayla, te he estado buscando toda mi vida y no sabía qué era lo que buscaba. Eras todo lo que he deseado siempre en la mujer, y más. Eres un enigma fascinador, una paradoja. Eres absolutamente sincera, abierta, no ocultas nada y, sin embargo, eres la mujer más misteriosa que he conocido.

»Eres fuerte, segura de ti misma, perfectamente capaz de cuidarte y de cuidarme; y, sin embargo, eres también capaz de sentarte a mis pies –si te lo permitiera– sin avergonzarte, sin resentimiento, como yo honraría a Doni. Eres temeraria, valerosa; salvaste mi vida, me cuidaste hasta restablecer mi salud, cazaste para alimentarme, aseguraste mi bienestar. No me necesitas. No obstante, me inspiras el deseo de protegerte, de asegurarme que no te pase nada malo.

»Podría pasar mi vida entera contigo y no llegar a conocerte nunca; hay en ti profundidades que tardaría varias vidas en explorar. Eres sabia y antigua como la Madre, y tan fresca y joven como una mujer en sus Primeros Ritos. Y eres la mujer más bella que he visto. No logro creer en mi suerte a pesar de haber conseguido tanto. No creí que sería capaz de amar, Ayla, y te amo más que a la vida misma.

Los ojos de Ayla estaban llenos de lágrimas. Jondalar le besó los párpados, estrechándola contra su pecho como si tuviera miedo de perderla.

Cuando despertaron a la mañana siguiente, había una ligera capa de nieve sobre la tierra. Cerraron de nuevo la abertura de la tienda y se arrebujaron en las pieles, pero ambos se sentían algo tristes.

–Ya es hora de regresar, Jondalar.

–Supongo que tienes razón –dijo, viendo que su aliento producía una nubecilla de vapor–. Todavía no está muy avanzada la temporada. No creo que tropecemos con tormentas fuertes.

–Nunca se sabe; el clima podría sorprenderte.

Finalmente salieron de la tienda y comenzaron a levantar el campamento. La honda de Ayla cobró un grueso jerbo que salía de su guarida subterránea dando saltos sobre dos patas. Ella lo agarró por una cola que era casi el doble de larga que el cuerpo, y se lo echó al hombro colgado de sus zarpas traseras parecidas a pezuñas. En el campamento lo desolló rápidamente y lo puso a asar en el espetón.

–Me da pena tener que regresar –dijo Ayla mientras Jondalar encendía el fuego–. Ha sido... divertido. El simple hecho de viajar, deteniéndonos cuando queríamos. Sin preocuparnos de llevar nada a casa. Acampar a mediodía sólo porque queríamos nadar o tener Placeres. Me alegro de que se te ocurriera.

–También a mí me da pena que haya concluido, Ayla. Ha sido una hermosa excursión.

Se puso en pie para ir por más leña, caminando hacia el río. Ayla le ayudó; dieron la vuelta a un recodo y encontraron un montón de leña podrida. De repente Ayla oyó un ruido. Alzó la vista y se agarró a Jondalar.

–¡Heyooo! –gritó una voz.

Un reducido grupo de personas se dirigía hacia ellos, haciendo gestos con los brazos. Ayla se pegó a Jondalar que, con su brazo alrededor de ella, la tranquilizaba, la protegía.

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