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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (55 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Estaba débil y deliró la mayor parte del tiempo, pero la escena del enfrentamiento, cuando Bebé regresó a la cueva, la sacó de su estado. Bebé había brincado desde la estepa superior, pero se detuvo al entrar ante el relincho retador que representaba Whinney: el grito de temor y defensa perforó el estupor en que estaba sumida Ayla. Vio a la yegua furiosa con las orejas echadas hacia atrás y luego, abalanzándose, asustada, corveteando nerviosa, mientras el león cavernario permanecía inmóvil y a punto de brincar enseñando los dientes y un gruñido profundo en la garganta. Ayla saltó de la cama y corrió a interponerse entre la presa y el depredador.

–¡Quieto, Bebé! Asustas a Whinney. Deberías alegrarte de que haya regresado –entonces Ayla se volvió hacia la yegua–: ¡Whinney! Sólo es Bebé. No debes tenerle miedo. Ahora los dos, tranquilos –reprendió. Creía que ya no habría peligro; los dos animales se habían criado juntos en la caverna, aquél era su hogar.

Los olores de la caverna les eran familiares a los dos animales, especialmente el de la mujer. Bebé corrió a saludar a Ayla, frotándose contra ella, y Whinney se acercó para olisquear y recibir parte de sus atenciones. Entonces la yegua emitió un hin, no de miedo ni de ira, sino el sonido que había hecho cuando el cachorro estaba a su cuidado; y el león cavernario reconoció a su niñera.

–Ya te decía yo que sólo era Bebé –dijo Ayla a la yegua, y a continuación se puso a toser desesperadamente.

Tras atizar el fuego, Ayla tendió la mano hacia el pellejo de agua y descubrió que estaba vacío. Envolviéndose en su manto de pieles, salió y recogió un tazón de nieve. Trataba de controlar los profundos espasmos que le desgarraban el pecho y la garganta, mientras esperaba que hirviera el agua. Finalmente, con un cocimiento de raíces de helenio y de cortezas de cerezo silvestre, la tos se calmó y Ayla volvió a acostarse. Bebé se había acomodado en su rincón del fondo y Whinney estaba tranquila en su sitio junto a la pared.

Poco a poco, la vitalidad natural de Ayla y su vigor se sobrepusieron a la enfermedad, pero tardó mucho en restablecerse. Se sentía indeciblemente feliz al tener de nuevo consigo a su pequeña familia, aun cuando ya no era igual del todo. Los dos animales habían cambiado. Whinney estaba preñada y había vivido con una manada salvaje que comprendía el peligro que representaban los depredadores; se mostraba más reservada respecto del león con el que había jugado en el pasado, y Bebé no era ya un gatito juguetón. Volvió a abandonar la caverna poco después de que la tormenta llegara a su fin y, a medida que transcurría el invierno, sus visitas se espaciaron.

Los esfuerzos exagerados le provocaron ataques de tos hasta después de transcurrida la mitad del invierno, y Ayla se avino a cuidarse a sí misma; también mimó a la yegua, alimentándola con granos que había recogido y descascarillado para ella, y limitándose a dar cortos paseos a caballo. Pero cuando un día amaneció claro y frío, y se sintió llena de energías al despertar, decidió que un poco de ejercicio podría ser bueno para las dos.

Ató los canastos a la yegua y se llevó lanzas y postes para la angarilla, alimentos de emergencia, más bolsas para el agua y ropa de sobra: todo lo que se le pudo ocurrir en previsión de cualquier percance. No quería ser cogida nuevamente por sorpresa. La única vez que se mostró descuidada, casi resultó fatal. Antes de montar colocó una piel suave sobre el lomo de Whinney, una innovación desde el regreso de la yegua. Hacía tanto que no había cabalgado que los muslos se le escocían y agrietaban y la cubierta mitigaba un poco sus molestias. Disfrutando de la salida y de una sensación de bienestar al no sufrir ya aquella tos terrible, Ayla dejó que la yegua caminara a su aire en cuanto llegaron a la estepa. Iba cabalgando cómodamente, soñando despierta con que pronto terminaría el invierno, cuando sintió que se le crispaban los músculos a Whinney. Algo avanzaba hacia ellas, algo que parecía ser un depredador al acecho. Whinney era más vulnerable ahora: se acercaba la hora del parto. Ayla empuñó su lanza aunque nunca anteriormente había intentado matar a un león cavernario. Mientras el animal se acercaba, Ayla vislumbró una melena rojiza y una cicatriz en el hocico del león que le resultaba conocida. Se deslizó de inmediato del caballo y corrió hacia el enorme depredador.

–¿Dónde has estado, Bebé? ¿No sabes que me preocupo cuando pasas tanto tiempo fuera?

Bebé parecía tan excitado como ella al verla; la saludó con un refrotón tan afectuoso que estuvo a punto de derribarla. La mujer le rodeó el cuello con los brazos y le rascó detrás de las orejas y bajo la barba, como a él le gustaba, mientras él ronroneaba de gusto.

Entonces Ayla oyó muy cerca la voz característica de otro león cavernario. Bebé interrumpió su ronroneo y se puso rígido, adoptando una postura desconocida hasta entonces para ella. Detrás de él, una leona avanzaba cautelosamente; se detuvo al oír un sonido que hizo Bebé.

–¡Has encontrado una compañera! Ya lo sabía..., ya sabía yo que tendrías tu propia familia algún día –Ayla miró en busca de otras leonas–. Sólo una por ahora, probablemente también ella es nómada. Tendrás que luchar para tener tu territorio, pero es un principio. Algún día tendrás una familia maravillosamente grande, Bebé.

El león cavernario aflojó algo la tensión y se volvió hacia Ayla dándole golpecitos con la cabezota. Ella le rascó la frente y le dio un último abrazo. Se dio cuenta de que Whinney estaba muy nerviosa: el olor de Bebé podía serle familiar, pero no el de la leona desconocida. Ayla montó y cuando Bebé se acercó nuevamente a ellas, le hizo la señal de «¡Ya!». El león se quedó quieto un momento y después, con un hnga, hnga, dio media vuelta y se alejó, seguido por su compañera.

«Ahora se ha ido a vivir con los suyos», pensó durante el camino de regreso. «Podrá venir de visita, pero nunca volverá a mí como Whinney.» La mujer se inclinó y acarició con cariño a la yegua.

–¡Qué contenta estoy de que hayas regresado! –al ver a Bebé con su leona, Ayla recordó su propio futuro incierto.

«Ahora Bebé tiene compañía. También tú la tuviste, Whinney. Quisiera saber si yo llegaré a tenerla algún día.»

Capítulo 17

Jondalar abandonó la protección del saliente de arenisca y miró hacia abajo la terraza cubierta de nieve que terminaba abruptamente en una caída vertical. Las altas murallas laterales enmarcaban los contornos redondos y blancos de las colinas erosionadas del otro lado del río. Darvo, que había estado esperándole, le hizo señas; estaba de pie junto a un tocón pegado a la muralla, a cierta distancia del campo donde Jondalar había decidido trabajar el pedernal. Estaba al aire libre, en un punto donde había buena luz, y fuera del paso, de manera que no sería probable que alguien pusiera el pie en una lámina afilada. Echó a andar hacia el muchacho.

–Jondalar, espera un momento.

–Thonolan –dijo sonriente, y esperó a que su hermano le diera alcance; caminaron juntos por la nieve endurecida–. He prometido a Darvo enseñarle algunas técnicas especiales esta mañana. ¿Cómo está Shamio?

–Está bien; superando el catarro. Nos tenía preocupados: tosía tanto que Jetamio no podía dormir. Estamos hablando de ampliar la vivienda antes del próximo invierno.

Jondalar le miró con cariño, preguntándose si las responsabilidades de una compañera y una familia más amplia no estarían pesando demasiado en su despreocupado hermano. Pero Thonolan tenía un aspecto de hombre tranquilo y contento. De repente esbozó una sonrisa de satisfacción.

–Hermano mayor, tengo algo que contarte. ¿Has observado que Jetamio estaba engordando un poco? Creí que adquiriría un aspecto de mujer saludable y asentada. Me equivocaba: ha sido bendecida de nuevo.

–¡Es maravilloso! Ya sé cuánto deseaba un hijo.

–Lo sabía desde hace tiempo, pero no quería decírmelo; temía preocuparme. Parece que esta vez lo está conservando, Jondalar. Shamud dice que no se puede garantizar nada, pero si todo sigue así de bien, dará a luz en primavera. Dice que está segura de que es un hijo de mi espíritu.

–Puede tener razón. Imagínate: mi hermanito vagabundo..., hombre de hogar, y su compañera esperando un hijo.

La sonrisa de Thonolan se ensanchó. Su felicidad era tan transparente que también Jondalar tuvo que sonreír. «Está tan contento de sí mismo que uno pensaría que es él quien va a tener el bebé», pensó Jondalar.

–Ahí, a la izquierda –dijo Dolando en voz baja, señalando un relieve en el flanco de la cresta abrupta que se elevaba ante ellos y cerraba todo el paisaje.

Jondalar miró, pero estaba demasiado abrumado para fijar la mirada en algo que no fuera aquella extensión. Se encontraban en el límite de la vegetación arbórea. Tras ellos se extendía el bosque por el que habían subido; robles en las partes más bajas y predominio de hayas en el resto. Más arriba estaban las coníferas que le resultaban más familiares, pinos negrales, abetos y piceas. Desde lejos había visto la costra dura de los levantamientos de la tierra, en picos mucho más imponentes, pero, al dejar atrás los árboles, se quedó sin resuello contemplando la grandiosidad inesperada del paisaje. Por muchas veces que hubiera admirado aquella panorámica, siempre le causaba la misma impresión.

La proximidad de la cumbre que se erguía ante ellos le dejaba a uno pasmado; producía una extraña sensación de inmediatez, como si pudiera tender la mano y tocarla. En una silenciosa admiración reverente, hablaba de levantamientos de los elementos, de una tierra grávida luchando por parir rocas peladas. Desnuda, sin bosques, la osamenta primordial de la Gran Madre yacía expuesta en el paisaje inclinado. Más allá, el cielo era de un azul sobrenatural –liso y profundo–, un telón de fondo sin detalles para el reflejo cegador de la luz del sol fragmentada por cristales de hielo glacial pegado a grietas y lomas por encima de las praderas alpinas barridas por el viento.

–Ya lo veo –gritó Thonolan–. Un poco más a la derecha, Jondalar. ¿Ves? En aquella cresta.

El hombre alto desvió la mirada y vio al gamo, pequeño y gracioso, dominando el precipicio. Su grueso pelaje de invierno todavía llevaba adheridos algunos parches en los flancos, pero el de verano, de un beige gris, se confundía con el color de la roca. Dos pequeños cuernos surgían muy rectos de la frente del antílope, parecido a una cabra, y sólo las puntas se le encorvaban hacia atrás.

–Ahora lo veo –dijo Jondalar.

–Tal vez no sea «él». También las hembras tienen cuernos –observó Dolando.

–Se parecen a los íbices, ¿verdad, Thonolan? Son..., tienen los cuernos más pequeños. Pero a cierta distancia...

–Jondalar, ¿cómo cazan al íbice los Zelandonii? –preguntó una joven, con ojos brillantes de curiosidad, excitación y amor.

Tenía tan sólo unos pocos años más que Darvo y se había enamorado, como la adolescente que era, del hombre alto y rubio. Nacida Shamudoi, se había criado en el río cuando su madre se unió por segunda vez a un Ramudoi, y había vuelto arriba cuando las relaciones terminaron tormentosamente. No se había acostumbrado a los riscos montañosos como la mayoría de la juventud Shamudoi, y no había mostrado el deseo de cazar gamos hasta hacía poco, al enterarse de que Jondalar aprobaba sinceramente a las mujeres cazadoras. Con gran sorpresa suya, descubrió que era emocionante.

–No sé mucho de eso, Rakario –respondió Jondalar con una amable sonrisa. Ya anteriormente había advertido esas señales en las muchachas jóvenes, y si bien no podía por menos de corresponder a sus atenciones, no quería alentarlas–. Había íbices en las montañas al sur de donde vivíamos, y más en los montes del este, pero no cazábamos en los montes. Estaban demasiado lejos. En ocasiones, se formaba un grupo en la Reunión de Verano y organizaba una partida de caza. Pero yo sólo me unía para pasar el rato y seguía las indicaciones de los cazadores que sabían cómo actuar. Sigo aprendiendo, Rakario. Dolando es el cazador experto en animales monteses.

El gamo brincó desde lo alto del precipicio a otra roca, y desde su nueva situación ventajosa, examinó el paisaje.

–¿Cómo se puede cazar un animal que brinca de esa manera? –preguntó Rakario con un suspiro, maravillada ante la gracia suave de la criatura de pies firmes–. ¿Cómo pueden sostenerse en un espacio tan reducido?

–Cuando consigamos uno, Rakario, fíjate en las pezuñas –dijo Dolando–. Verás que sólo el extremo exterior es duro. La parte interior es tan flexible como la palma de tu mano. Por eso no resbalan ni pierden pie. La parte suave se pega, la orilla dura sustenta. Para cazarlos, es importantísimo recordar que siempre miran hacia abajo. Siempre miran dónde ponen las patas, y saben lo que hay debajo. Tienen los ojos situados muy atrás en la cabeza, muy a los lados, para poder ver a su alrededor, pero no pueden ver detrás de ellos. Ésa es tu ventaja: si los rodeas, puedes atraparlos por detrás. Puedes acercarte lo suficiente para tocarlos, si eres cuidadosa y no pierdes la paciencia.

–¿Y si se marcha antes de que tú llegues? –preguntó la muchacha.

–Mira ahí arriba. ¿Observas la parte verde del pastizal? La hierba de primavera constituye un verdadero deleite para ellos después de la paja del invierno. Ese que está ahí arriba es un vigía. Los demás, machos, hembras y crías, están abajo, entre rocas y arbustos, ocultos a la vista. Si el pasto es bueno, no cambiarán mucho de lugar mientras se sientan a salvo.

–¿Qué hacemos aquí de charla? Vamos –dijo Darvo.

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