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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El tren de las 4:50 (10 page)

BOOK: El tren de las 4:50
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—Si ha venido para ayudar, preferiría que me ayudase. —Sacó otra fuente del horno—: Vamos, gire las patatas para que se doren por el otro lado.

Bryan obedeció con presteza.

—¿Las patatas han estado en el horno mientras nosotros declarábamos? ¿Y si se hubieran quemado?

—Es poco probable. Hay un termostato regulador en el horno.

—Una especie de cerebro electrónico, ¿eh?

Lucy le lanzó una rápida mirada.

—Exacto. Ahora ponga la fuente en el horno. En el segundo estante. Necesito el de arriba para el pudding.

Bryan obedeció, aunque no sin lanzar un agudo chillido.

—¿Se ha quemado?

—Un poquito nada más. No tiene importancia. ¡Vaya juego peligroso el de guisar!

—Me figuro que usted nunca cocina.

—Pues sí, lo hago, y con bastante frecuencia. Pero no estas cosas. Sé hervir un huevo, si no me olvido de mirar el reloj. Preparo huevos con bacon. Sé hacer un filete a la plancha o abrir una lata de sopa. Tengo en mi piso uno de esos pequeños trastos eléctricos.

—¿Vive usted en Londres?

—Si se llama a eso vivir, sí.

Su tono era desalentador. Observó cómo Lucy metía en el horno el molde con la pasta del pudding.

—Todo esto es muy divertido —dijo con un suspiro.

Una vez despachadas sus tareas más inmediatas, Lucy lo miró con más atención.

—¿Qué es lo divertido? ¿Esta cocina?

—Sí. Me recuerda la cocina de nuestra casa cuando yo era un niño.

Lucy notó que había algo terriblemente triste en la expresión de Bryan Eastley. Al observarlo más de cerca, vio que era mayor de lo que le había parecido al principio. Debía estar cerca de los cuarenta. Le resultaba difícil imaginar que aquel hombre pudiera ser el padre de Alexander. Le recordaba a los innumerables pilotos jóvenes que había conocido durante la guerra, cuando tenía la impresionable edad de catorce años. Ella creció en el mundo de la posguerra, pero tenía la sensación de que Bryan se había quedado atrás mientras pasaban los años. Las palabras que pronunció a continuación le confirmaron esta sensación. Bryan había vuelto a la mesa.

—Qué mundo tan complicado, ¿no es cierto? Quiero decir que es difícil orientarse. No le entrenan a uno para eso.

Lucy recordó lo que había sabido por Emma.

—Usted era piloto de combate. Y le concedieron la Cruz al Mérito de la aviación.

—En realidad eso no hace más que perjudicarte. Te dan una medalla y todo el mundo se empeña en facilitarte la vida. Te consiguen un empleo y esas cosas. Es muy amable por su parte, la verdad. Pero siempre son empleos administrativos, y yo no sirvo para eso. Pasarse el día sentado a una mesa y enredándote con los números. No, no es lo mío. Yo tenía mis propias ideas, y he probado una o dos cosillas. Pero no es fácil encontrar el apoyo necesario. No se puede obligar a los amigos a que aporten dinero. Si yo hubiese tenido algo de capital...

Se quedó un momento pensativo. Luego continuó:

—Usted no conoció a Edith, ¿verdad? Mi esposa. No, claro. Era muy diferente de toda esta cuadrilla. Era más joven, desde luego, y estuvo en el Cuerpo Femenino Auxiliar. Siempre dijo que el viejo estaba chiflado. Y lo está, de eso no cabe duda. Es tacaño como él solo. Y no sé porqué, la verdad, porque al fin y al cabo el dinero no podrá llevárselo cuando muera. Se repartirá entre sus hijos. La parte de Edith irá a Alexander, naturalmente, aunque no podrá tocar el capital hasta que cumpla veintiún años.

—Lo siento. Pero, ¿quiere volver a apartarse de la mesa? Tengo que poner la fuente y hacer la salsa.

En aquel momento llegaron Alexander y James, sudorosos y sin aliento.

—Hola, Bryan —Alexander saludó a su padre con un tono bondadoso—. De modo que aquí era donde estabas. ¡Qué estupendo trozo de carne! ¿Hay pudding de Yorkshire?

—Sí.

—En el colegio nos daban un pudding de Yorkshire horrible, todo húmedo y blando.

—Quítese de aquí que tengo que hacer la salsa —dijo Lucy.

—Haga mucha salsa. ¿Podemos tener dos salseras llenas?

—Sí.

—¡Bien! —exclamó Stoddart–West, pronunciando la palabra otra vez con acento australiano.

—No me gusta clara —señaló Alexander ansiosamente.

—No será clara.

—Es una cocinera estupenda —comentó ahora a su padre.

Por un instante Lucy sintió como si los papeles estuvieran invertidos. Alexander hablaba como un padre bondadoso hablaría a su hijo.

—¿Podemos ayudarla, miss Eyelesbarrow? —preguntó Stoddart–West cortésmente.

—Sí, pueden ayudarme. James, ve a tocar el batintín. Alexander, ¿quieres llevar al comedor esta bandeja? ¿Y quiere usted llevar la carne, Mr. Eastley? Yo llevaré las patatas y el pudding.

—Hay aquí un hombre de Scotland Yard —dijo Alexander—. ¿Cree que comerá con nosotros?

—Eso depende de lo que disponga tu tía.

—No creo que le importe a tía Emma. Es muy hospitalaria. Pero me figuro que a tío Harold no le gustará. Está muy sensible con todo esto del asesinato. —Se encaminó a la puerta con la bandeja, añadiendo por encima del hombro—: Mr. Wimborne está ahora en la biblioteca con el hombre de Scotland Yard. Pero él no se queda a almorzar. Dijo que tenía que regresar a Londres. Vamos, Stoddart. ¡Oh, se ha ido a tocar el batintín!

El batintín empezó a sonar en aquel momento. Stoddart–West era un artista. Hizo su trabajo a conciencia y la conversación no pudo ya continuar.

Bryan llevó la carne. Lucy lo siguió con las verduras y volvió a la cocina a recoger las dos salseras llenas hasta los bordes.

Mr. Wimborne estaba en el vestíbulo, poniéndose los guantes, cuando Emma bajó apresuradamente la escalera.

—¿Está usted seguro de que no puede quedarse a comer, Mr. Wimborne? Todo está preparado.

—No. Tengo una cita importante en Londres. Hay un vagón restaurante en el tren.

—Ha sido muy amable por su parte haber venido —afirmó Emma agradecida.

Los dos inspectores salieron de la biblioteca.

Mr. Wimborne tomó la mano de Emma.

—No hay motivo alguno para inquietarse, querida —exclamó—. Éste es el detective inspector Craddock, de New Scotland Yard, que ha venido para encargarse del caso. Volverá a las dos y cuarto para preguntarles si saben algo que pueda ayudarlo a llevar adelante su investigación. Pero, como le digo, no hay razón alguna para inquietarse. —Miró a Craddock y le dijo—: ¿Puedo repetir lo que me ha dicho a miss Crackenthorpe?

—Sí, señor.

—El inspector Craddock acaba de decirme que es casi seguro que no se trata de un crimen local. Se cree que la mujer asesinada vino de Londres y que probablemente era extranjera.

—¿Extranjera? ¿Era francesa? —manifestó Emma con inquietud.

Mr. Wimborne, que había hecho aquella declaración con la idea manifiesta de que sería un consuelo, pareció ligeramente desconcertado. La mirada de Dermot Craddock se fijó rápidamente en el rostro de Emma.

¿Por qué habría llegado a la conclusión de que la mujer asesinada podía ser francesa y por qué esta idea la había perturbado tanto?

Capítulo IX

Las únicas personas que hicieron justicia al excelente almuerzo preparado por Lucy fueron los dos muchachos y Cedric Crackenthorpe, que parecía no sentirse afectado en absoluto por las circunstancias que habían motivado su viaje a Londres. En realidad parecía considerar toda aquella historia como una broma macabra.

Lucy advirtió que esta actitud resultaba muy molesta para su hermano Harold. Éste parecía tomar el asesinato como un insulto personal a la familia Crackenthorpe, y tan ofendido se sentía que apenas probó bocado. Emma se veía inquieta y apenada, y tampoco comió gran cosa. Alfred, por su parte, parecía perdido en sus pensamientos y habló muy poco. Era un hombre de buena apariencia, de rostro moreno y delgado, y ojos quizás algo demasiado cercanos entre sí.

Después del almuerzo, regresaron los inspectores y preguntaron cortésmente si podían hablar un momento con Mr. Cedric Crackenthorpe.

El inspector Craddock se mostró muy amable.

—Siéntese, Mr. Crackenthorpe. Tengo entendido que acaba usted de llegar de las Baleares. ¿Vive allí?

—Desde hace seis años. En Ibiza. Va más con mi carácter que este horrible país.

—Supongo que tiene mucho más sol que nosotros —dijo el inspector Craddock amablemente—. Creo que no hace mucho tiempo que estuvo aquí. Por Navidad, para ser más exactos. ¿Cómo es que ha vuelto tan pronto?

Cedric sonrió.

—Recibí un telegrama de Emma, mi hermana. Nunca habíamos tenido un asesinato en casa. No quise perderme nada y vine en seguida.

—¿Le interesa a usted la criminología?

—¡Oh, no hay por qué decirlo con palabras tan rimbombantes! Me interesan, sencillamente, los asesinatos, las novelas policiacas y todo eso. Y tener un asesinato en la propia casa es una oportunidad única. Además, me pareció que la pobre Emma necesitaría un poquito de ayuda, teniendo que atender al viejo, a la policía y a los demás.

—Ya veo. Apeló a tus sentimientos deportivos y a los familiares. No dudo de que su hermana le estará muy agradecida, aunque también han venido a socorrerla sus otros hermanos.

—Pero no para animarla y consolarla —contestó Cedric—. Harold está terriblemente trastornado. A un magnate de la City no le conviene verse relacionado con el asesinato de una mujer de dudoso carácter.

Las cejas de Craddock se enarcaron ligeramente.

—¿Era una mujer de carácter dudoso?

—Usted es la autoridad en la materia. Pero, a juzgar por los hechos, parece probable.

—Creí que quizá tenía usted alguna idea sobre su identidad.

—Escuche, inspector, usted ya sabe, o si no sus colegas se lo dirán, que no pude identificarla.

—He dicho una idea, Mr. Crackenthorpe. Usted puede no haber visto nunca a esa mujer y, sin embargo, tener motivos para imaginar quién era.

Cedric meneó la cabeza.

—Va usted desencaminado. No tengo ni la más remota idea. Está usted sugiriendo que vino al granero para tener una cita con alguno de nosotros. Pero ninguno de nosotros vive aquí. Las únicas personas que había en la casa eran una mujer y un anciano. ¿No imaginará usted que tuviera una cita con mi venerable padre?

—Nuestra idea es, y el inspector Bacon está de acuerdo conmigo, que la mujer pudo haber tenido en otro tiempo alguna relación con esta casa. Tal vez mucho tiempo atrás. Haga usted memoria, Mr. Crackenthorpe.

Cedric pensó por espacio de uno o dos segundos y luego meneó la cabeza.

—De vez en cuando tuvimos asistentas extranjeras, como en todas las casas, pero no se me ocurre nada. Pregunte a los demás, tal vez ellos recuerden algo.

—No dejaremos de hacerlo, por supuesto. — Craddock se reclinó en su silla—. Como ya habrá escuchado usted en la encuesta, el forense no pudo fijar el día de la muerte con mucha precisión. Más de dos semanas y menos de cuatro, lo que nos lleva a los alrededores de las fiestas navideñas. Usted me ha dicho que vino a casa por Navidad. ¿Cuándo llegó a Inglaterra y cuándo se marchó?

Cedric reflexionó.

—Déjeme pensar. Vine en avión. Llegué aquí el sábado anterior a Navidad, y eso era el veintiuno.

—¿Vino directamente desde Mallorca?

—Sí. Salí a las cinco de la mañana y llegué aquí al mediodía.

—¿Y se marchó...?

—Regresé el viernes siguiente, el día veintisiete.

—Gracias.

Cedric sonrió.

—Esto me deja bien dentro del límite por desgracia. Pero, verdaderamente, inspector, mi diversión favorita por Navidad no es estrangular mujeres jóvenes.

—Así lo espero, Mr. Crackenthorpe.

El inspector Bacon lo miró con expresión de disgusto.

—Una acción semejante —le dijo Cedric— demostraría una considerable falta de buena voluntad y de paz entre los hombres, ¿no le parece?

El inspector Bacon se limitó a gruñir, y su colega Craddock dijo con cortesía:

—Bien. Gracias, Mr. Crackenthorpe. Es todo por el momento.

—¿Qué piensa de él? —preguntó Craddock, cuando Cedric se marchó.

Bacon lanzó otro gruñido.

—Que es lo bastante descarado para hacer cualquier cosa. No me gusta ese tipo. Estos artistas son todos unos desaprensivos, y siempre andan mezclándose con mujeres de mala vida.

Craddock sonrió.

—Tampoco me gusta su manera de vestir —continuó Bacon—. Presentarse en la encuesta judicial de ese modo, ¡vaya falta de respeto! Llevaba los pantalones más sucios que he visto en mi vida. ¿Y se fijó en su corbata? Parecía un cordón teñido. Si quiere que le diga la verdad, a mí me parece la clase de hombre que podría estrangular a una mujer sin pestañear siquiera.

—A ésta no, si es verdad que no salió de Mallorca hasta el día veintiuno. Y eso es algo que podemos comprobar fácilmente.

Bacon le miró con viveza.

—Veo que no dice nada sobre la verdadera fecha en que se cometió el crimen.

—No, lo mantendremos en secreto por ahora. Me gusta guardar un as en la manga durante las primeras etapas.

Bacon inclinó la cabeza en señal de perfecta conformidad.

—Ya lo soltará cuando llegue el momento. Es lo mejor.

—Y ahora —dijo Craddock— vamos a ver qué tiene que decir sobre esto nuestro impecable caballero de la City.

Harold Crackenthorpe, con sus finos labios, tenía muy poco que decir sobre aquello. Era un incidente sumamente desagradable, sumamente desafortunado. Temía que los periódicos... tenía entendido que los periodistas... habían ya solicitado entrevistas, todas esas cosas. Lamentable.

Aquella retahila de frases entrecortadas acabó. Harold se recostó en su silla con la expresión de un hombre que tiene que soportar un olor nauseabundo.

Los sondeos del inspector no obtuvieron resultado. No tenía idea de quién podía ser la mujer. Sí, había estado en Rutherford Hall por Navidad. Le había sido imposible venir hasta la víspera de Nochebuena, pero se había quedado hasta el fin de semana siguiente.

—Conforme, entonces —manifestó el inspector Craddock, sin insistir más en sus preguntas.

Ya contaba con que Harold Crackenthorpe no iba a serle de gran utilidad.

El siguiente fue Alfred, que entró en la habitación con un aire indiferente que parecía un poquito exagerado.

Al mirarlo, Craddock tuvo la ligera sensación de que lo conocía. Seguramente lo había visto en alguna parte. ¿O tal vez era que había visto una foto en la prensa? El recuerdo venía unido a algo que era poco honroso. Le preguntó a Alfred qué profesión tenía, y la contestación fue vaga.

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