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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (5 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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El cibercafé no era muy grande; conté siete mesas enganchadas a la vidriera con vistas al río, todas individuales, y cuatro más dobles en la parte interior del local. Al fondo, una pequeña barra de servicio y una chica con una camiseta con lemas pro independencia de Catalunya, que supuse sería la camarera. Doce ordenadores, si contaba el suyo. La decoración, a diferencia de la camiseta, necesitaba de más imaginación que tiempo para gozarla. Me senté en la última mesa, la más cercana a la barra, y la activista me sirvió una pizza Google Earth. Éramos cuatro personas obrando el milagro de mantener la bebida, los cubiertos, el plato, el teclado, el ratón y el monitor en la mesa de tres por tres palmos. Mientras arrancaba trozos de pizza con una mano, e intentaba mover el ratón con la otra, estuve tentado de preguntar a la camarera si conocía algún cliente que se conectara desde allí con el sobrenombre de Capillus, o cuál de los once ordenadores era el número siete, pero no lo creí oportuno, así que probé por acceder al servidor de red del local. Por desgracia, ni mis conocimientos informáticos eran suficientes, ni la seguridad tan deficiente, así que no conseguí nada de nada. Pagué y me marché.

Deshice el camino en dirección al centro y, ya que no había conseguido mi peregrino propósito, decidí aprovechar la tarde visitando el Call, el magnífico barrio judío de Girona. Me encantaban los recodos de sus estrechas calles, las escaleras en penumbra que adivinaban el acceso a lugares secretos, niveles mágicos apenas unos escalones más arriba. Me fascinaban los soportales de las casas burguesas, con sus piedras grabadas con el año de construcción sobre los arcos mudéjares. Muchas de esas casas se habían reconvertido en cafés, chocolaterías, tiendas de antigüedades y librerías esotéricas judías. Raro era el escaparate en donde no hubiera una menorá, el candelabro sagrado judío de siete brazos, o una estrella de David.

Subí hasta la Catedral de Girona por su parte trasera, por los escalones de la Pujada de les Escales, y me senté un rato mientras observaba a los numerosos turistas disfrutar del recién restaurado monumento. Imaginé los números de esta catedral, los cepillos vacíos y las cuentas corrientes llenas. Los turistas no acostumbran a dejar limosnas fuera de sus parroquias. Los observé mientras subían y hacían bromas entre fotos y resbalones simulados. Sería fácil colocar el millón largo de euros en esos cepillos ricos en espacio.

El frío de la tarde me ayudó a levantarme y volver a casa, rendido a la evidencia y dispuesto a dedicar mi tiempo en asuntos más productivos. Ya estaba apenas a doscientos metros de mi coche cuando sentí un escalofrío horrible, como si un alma en pena me hubiese atravesado. Todo el vello de mi cuerpo se erizó. Me paré, giré la cabeza hacia el otro lado del río, y la vi. No había duda. Estuve a punto de tirarme al suelo, recé para que no me hubiese visto y volteé de golpe contra el escaparate de una tienda. Quizás había conseguido que no me viera, pero desde luego no pensaba darme vuelta para averiguarlo. Maldita sea, ¿qué hacía ella allí? ¿Qué hacía Azul en Girona? Hice ver que miraba los escaparates de los comercios vecinos y aceleré el paso hasta casi correr en dirección al coche.

De camino a casa, solo tenía una pregunta en la cabeza, ¿qué hacía Azul allí? Era demasiada casualidad encontrarla de nuevo y justamente frente al café desde el que se había conectado Capillus. Algo olía a podrido y Oriol Nomis tenía que saber el porqué. Activé el manos libres del coche y lo llamé.

—Azul está frente al café desde el que se conectó el gancho en la subasta —fui directamente al grano.

—Lo sé, me acaba de llamar para decirme que ha visto tu coche. Ven a casa, es mejor no hablar de esto por teléfono.

Llegué a la casa de mi jefe a la hora de cenar. Tenía la sensación de haber pisado una mierda del tamaño de un campo de fútbol, o por lo menos, de estar metido en un asunto que apestaba igual.

Oriol Nomis y su esposa Marta vivían en un pequeño pueblo a veinte minutos de Barcelona, en una antigua casa de pagés reconvertida en vivienda. Ella era una mujer muy hermosa, más cercana a mi quinta que a la del catedrático, del que se enamoró siendo su alumna. No era un hecho insólito el
affaire
de un profesor con una alumna, pero que ese profesor fuera el Cacoca revolucionó a la Universitat. Ahora hacía bastante de eso y a nadie parecía extrañarle la desigual pareja. No habían tenido hijos.

Fue la propia Marta quien abrió y me saludó con un par de besos sinceros. Me avisó de que Oriol me esperaba y me acompañó hasta la sala comedor donde, además del propio catedrático, el padre Carles y el señor Navarro parecían haber gozado de una buena cena.

—Pasa, ¿quieres cenar alguna cosa? Marta, por favor, prepara un poco de pan con tomate y queso para Cècil —negué el ofrecimiento—, ¿no?, bueno, comprendo que no tengas mucha hambre, quizá después. Ahora siéntate con nosotros, creo que te debemos una explicación.

—Azul estaba en Girona, frente al café desde el que se conectó el gancho —le dije.

—Lo sabemos, la enviamos nosotros. Ella es Capillus.

—Permítame, deje que sea yo quien le ponga al corriente —intervino el señor Navarro—. Mi nombre real es Antonio Aripas, comisario Antonio Aripas. Como bien puede imaginar, todas las obras de arte y antigüedades están sometidas a un constante acoso por parte de los coleccionistas privados, en especial, aquellas relacionadas con la Iglesia, y aquí nos sobran iglesias —lo dijo sin tono alguno, como la simple constatación de un hecho—. Creemos que no tanto por el componente religioso, sino por la mayor facilidad de hacerse con ellas. Sabe usted muy bien que no disponen de las mismas medidas de seguridad el Museo del Prado y una iglesia románica aragonesa.

—No, yo no sé nada. Maldita sea, me han utilizado y ni siquiera sé para qué.

—Cècil, deja acabar al comisario, por favor —me interrumpió Oriol Nomis.

—Gracias, señor Nomis. Como le decía, señor Abidal, en estos últimos meses nos hemos visto superados por una oleada de robos de antigüedades a gran escala. La prensa ha filtrado algunos de aquellos sobre los que ha tenido conocimiento —recordé el robo del Códice de Liébana—, pero todavía andan lejos del alcance real de lo que está ocurriendo. Muchas iglesias, sobre todo de Catalunya, Aragón y del sur de Francia, están siendo asaltadas para robar pequeñas figuras de santos o vírgenes, pero sobre todo manuscritos antiguos, y códices. Por eso, montamos toda la subasta, queríamos cazar, o por lo menos tener una pista de quién está tras la oleada de robos.

—Sigo sin comprender qué pinto yo en todo esto. ¡Señores, soy un auditor! ¡No un policía!

—Tenemos la sospecha de que alguien muy metido en la jerarquía de la Policía, o de la Iglesia, es quien facilita la información para realizar esas acciones. Saben qué buscan, y aunque eso no es ningún secreto porque la información se encuentra en los Archivos Generales de Patrimonio, saben con exactitud cómo entrar y salir de los archivos, dónde se encuentran las cámaras y los sensores de alarma, todo el sistema de seguridad les es conocido.

—El comisario Antonio es un viejo amigo y en una comida me comentó lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando les «ofrecí» tus servicios. Estaba seguro de que no te negarías a echar una mano, aunque fuese de esta forma, en favor de los más pobres. Pensamos simplemente que eras uno de los mejores para montar la subasta, y que después ya continuaríamos nosotros con la búsqueda. No creímos que te lo tomases tan, no sé cómo decirlo, a la tremenda.

—Pinchamos la red del hotel para tener un control de todos los que interviniesen en la subasta —¡no podía creerlo!—. Sin embargo, la presa mayor se nos ha escapado de nuevo.

—Sí, en Liechtenstein. ¡Me has utilizado como a un imbécil! —señalé a Oriol Nomis.

—No teníamos alternativa, señor Abidal —ahora fue el padre Carles quien intervino—, no sabíamos si podíamos confiar en usted. Sea comprensivo.

—¿Cómo sabe usted lo de Liechtenstein? —preguntó el comisario.

—No me gusta dejar las cosas a medias, y en este asunto hay demasiados cabos sin resolver. El señor Nomis también debería haberlos avisado de eso, puedo ser muy tenaz cuando no comprendo alguna cosa —vi al catedrático esbozar una gran sonrisa.

—Les avisé, Cècil, les avisé.

—¿Y Azul?

—La metimos en esto antes que a ti. Sabes bien de sus cualidades, pensamos que sería un buen gancho. Conoce este mundo.

Yo también conocía ese mundo de Azul, lo había vivido muy de cerca, hasta que la arrestaron.

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—Usted ya ha cumplido con su cometido. Sentimos profundamente haberle embarcado en esto y esperamos que sea comprensivo. Como usted, nosotros también antepusimos un bien mayor a la opacidad del camino. Además, no debemos olvidar que el millón de euros es real y está dispuesto para que alguien lo recoja y le dé un uso más, digamos, lícito.

—Si me hubiesen advertido, habría dejado alguna puerta para seguir la pista del dinero… —alegué.

—Si le hubiésemos advertido, el millón de euros ahora no estaría en esa cuenta, créame.

—Pero cuando Conversum sepa que el manuscrito es falso, intentará tomar represalias, buscará al contacto que le dio el aviso.

—No tiene por qué saberlo nunca. Quizá no sea el que él deseaba, pero nadie ha dicho que sea falso —aclaró el padre, que sin duda no conocía la fotografía del programa de fiestas.

—De todas formas, y ustedes lo saben muy bien, si en verdad todo lo que me han contado es cierto, dudo mucho de que una persona capaz de pagar un millón de euros por una pieza robada se quede sentada en su sillón observando un trozo de pergamino que no es el que ha comprado.

—Lo tenemos controlado. Por favor, señor Abidal, solo le vamos a pedir dos cosas más: una, que se olvide de este tema, y otra, que mantenga la discreción adecuada a un caso de este calibre. Le reitero nuestras disculpas, y ahora, si me perdonan, debo regresar a mi unidad. Buenas noches, señores.

El comisario se marchó y Marta lo acompañó hasta la puerta. Aproveché que todavía estaba abierta para marcharme yo también. No sabía qué estaba más, si enfadado, confundido, asustado, o todo a la vez.

De camino a casa, fui incapaz de apartar los ojos de Azul de mi recuerdo.

Capítulo
5

Secacah, Israel, año 15 d. C.

A
unque no me gustaban mucho las lluvias, ahora las echaba de menos. A cada paso se levantaba una pequeña nube de polvo, y todavía faltaban más de dos meses para que viéramos de nuevo el agua rebosar en los pozos. El sol ondulaba la vista y solo los ancianos eran capaces de distinguir en la lejanía.

Cada día llegaban nuevas personas; algunas, como yo, eran el pago por un favor fuera del alcance de los seres humanos corrientes, pero las más eran gentes hastiadas de la vida que buscaban respuestas en las cuevas de la ciudad.

A Yuhana y a mí nos gustaba escondernos en la granja de Jananiah para verlos llegar. La mayoría lo hacían sucios, agotados, con los pies llagados por sandalias deshilachadas que se adherían a su piel como el polvo del camino, hartos de penurias, de los controles militares de los romanos, de insultos, cuando no persecuciones o agresiones, de los fariseos, que los llamaban «farsantes» y hacían lo posible para que no llegaran a la comunidad.

A su llegada se les bañaba y ofrecían túnicas limpias, y se les advertía que a partir de ese momento sus ropajes serían el único bien del que serían poseedores hasta el fin de sus días.

—¿Te acuerdas de la lección de anoche? —me preguntó Yuhana.

—¿La de Hermes?

—Sí, la del ritmo del péndulo. Ya he comprendido qué significa —me aclaró con cierto aire de condescendencia.

—Es muy fácil, yo también la comprendí, todo oscila con la misma fuerza a un lado y al otro.

—¡Como mi puño! —y me pegó un golpe en el hombro que me hizo caer al suelo.

—¡Ven aquí!

Corrí tras él para devolverle el impulso del péndulo, pero apenas podía seguir sus carcajadas entre las palmeras de la granja. Cuando al final lo alcancé, Yuhana había trepado a una palmera y dejaba caer ristras de dátiles al suelo. Bajó y me ofreció una de ellas a modo de disculpa. Sus ojos, del color de la miel de los higos, brillaban por la excitación del ejercicio, y agitaba los párpados con la cara baja como un tonto. Le di un buen empujón y le quité los dátiles. Después, nos tumbamos al amparo de la sombra de las palmeras, con cuidado de no manchar mucho nuestras ropas, y de que Jananiah no nos encontrase.

Yuhana hacía solo dos años que había llegado a Secacah con sus padres; sin embargo, había demostrado un gran talento para seguir las clases y compartía el mismo espacio que los que llevábamos cinco años en la comunidad. Vivía con sus padres en una cueva para ellos tres, apartados de los que habíamos venido a Secacah solos. Yo vivía en una gran cueva con más hermanos. Era divertido, como una gran familia. Nos levantábamos a la misma hora, realizábamos la meditación en conjunto, almorzábamos juntos, incluso hacíamos los ejercicios de purificación en grupo, pero no había niños de mi edad. El único era Jonás, y apenas tenía cuatro años. Por eso me hice tan amiga de Yuhana en cuanto nos encontramos.

—¿Crees que serán iniciados? —le pregunté con la boca empastada de la miel de los dátiles.

—Si el Señor así lo quiere… Mis padres están trabajando mucho, ya liberaron a los esclavos y renunciaron a todos sus bienes en Gerasa, y mi madre dice que cualquier día los avisarán del consejo.

—Yo casi no recuerdo la cara de mi madre, y la de mi padre tengo que imaginarla bajo la manta que lo tapaba.

—Aquí tienes cientos de padres y madres, y también de hermanos y hermanas.

—¡Y de tontos! —y le devolví el golpe antes de salir a correr en dirección a las cuevas.

Aún no había alcanzado el final de la granja cuando Jananiah, que irrumpió de detrás de una palmera, sacó su brazo como una zarpa y me agarró al vuelo. Yuhana, que venía tras de mí a toda velocidad, nos cayó encima y rodamos los tres por el suelo. Nosotros empezamos a reír, pero la mirada dura de Jananiah nos hizo ponernos en pie, sacudirnos las túnicas y bajar la cabeza. Nunca lo habíamos visto tan enfadado, ni cuando le metíamos briznas de hierba en la nariz mientras dormía.

—Os están buscando, sobre todo a ti —dijo señalando a Yuhana, y nos agarró con fuerza del cuello de nuestras túnicas para que no nos escapásemos.

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