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Authors: Esther y Jerry Hicks

Tags: #Autoayuda, Cuento

El libro de Sara (7 page)

BOOK: El libro de Sara
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—Es una excelente pregunta, Sara, y te prometo que a su debido tiempo la responderé. Sé que no es fácil comprender de golpe todo esto. El motivo de que te cueste comprenderlo se debe, en primer lugar, a que las personas estáis acostumbradas a observar las circunstancias, pero no a prestar atención a vuestros sentimientos mientras las observáis, de modo que las circunstancias controlan vuestras vidas. Si observáis algo bueno, reaccionáis sintiéndoos bien, y si observáis algo malo, reaccionáis sintiéndoos mal. Cuando las circunstancias controlan vuestras vidas, la mayoría de vosotros os sentís frustrados, lo cual hace que muchas personas sigan formando parte de la cadena de dolor.

—¿Cómo puedo evitar caer en la cadena de dolor, para ayudar a otra persona a salir si cae en ella?

—Hay muchas formas de conseguirlo, Sara. Pero mi sistema favorito, el que funciona más rápido para todos, consiste en cultivar pensamientos de aprecio.

—¿Aprecio?

—Sí, Sara, concentrarse en algo, o alguien, y cultivar unos pensamientos que te hagan sentirte maravillosamente. Apreciar tanto como puedas esas personas u objetos. Es la mejor forma de unirse a la cadena de la alegría. Recuerda, ¿el primer paso consiste en…?

—Saber lo que no quiero —contestó Sara, orgullosa de haber dado en el clavo.

—¿Y el segundo paso?

—En saber lo que quiero.

—Muy bien, Sara. ¿El tercer paso consiste en…?

—Ay, Salomón, lo he olvidado —se lamentó Sara, furiosa consigo misma por ser tan desmemoriada.

—El tercer paso consiste en hallar ese punto en el que sientes lo que deseas. Hablar sobre lo que deseas hasta que sientas que lo has obtenido.

—No me has dicho en qué consiste el cuarto paso, Salomón —le recordó Sara muy excitada.

—El cuarto paso es el mejor de todos. Sara. Consiste en conseguir lo que deseas. El cuarto paso es la manifestación física de tu deseo. Diviértete con esto, Sara. No te esfuerces demasiado en recordar todo lo que te he explicado. Practica el aprecio. Ésa es la clave. Ahora más vale que te vayas. Mañana seguiremos charlando del tema.

«Aprecio —pensó Sara. Trataré de pensar en lo que aprecio». La primera imagen que acudió a su mente fue Jason, su hermano menor. «Jolín, que difícil es esto —pensó Sara mientras abandonaba el bosquecillo de Salomón».

—¡Empieza por algo sencillo! —le recomendó Salomón al tiempo que alzaba el vuelo.

—Muy bien —respondió Sara riendo—. «Te quiero, Salomón» —pensó.

—Yo también te quiero, Sara. La niña oyó la voz de Salomón con toda claridad, aunque éste se había alejado volando y no le veía.

Capítulo doce

Algo sencillo, pensó Sara, quiero apreciar algo sencillo. De pronto vio frente a ella al perro del vecino, triscando sobre la nieve. Brincaba, corría y se revolcaba en la nieve, feliz y contento de estar vivo. ¡Eres un perro feliz, Brownie! «Yo te aprecio», pensó Sara, que se hallaba a unos doscientos metros del can. En éstas Brownie echó a correr hacia Sara como si ésta fuera su ama y le hubiera llamado por su nombre. Meneando alegremente el rabo, el gigantesco, sarnoso y peludo can giró dos veces alrededor de Sara y, apoyando las patas sobre sus hombros, la empujó hasta derribada sobre un montón de nieve que había formado la máquina quitanieves hacía unos días. Acto seguido le lamió la cara con su lengua cálida y húmeda.

—Ya veo que tú también me quieres, Brownie —dijo Sara, riéndose a carcajadas y sin fuerzas para levantarse.

Esa noche, acostada en su cama, Sara pensó en todo lo que había ocurrido aquella semana. «Es como si me hubiera montado en una montaña rusa. En una sola semana, me he sentido mejor y peor que nunca. Disfruto de mis charlas con Salomón, disfruté aprendiendo a volar, pero esta semana pillé también una buena rabieta. ¡Todo esto es muy extraño!».

«Piensa en lo que aprecias». Sara hubiera jurado que había oído la voz de Salomón en su cuarto.

—Es imposible —dijo. Simplemente recuerdo lo que me dijo Salomón.

Y con esto Sara se volvió de lado, para reflexionar. «Aprecio esta cama calentita, desde luego —pensó mientras se arrebujaba bajo las mantas—. Y mi almohada. Y también aprecio mi almohada cómoda y mullida, —pensó abrazando la almohada y sepultando la cara en ella—. Aprecio a mi madre ya mi padre. Y a Jason. … y también a Jason. No sé —pensó Sara—, no consigo dar con ese punto en que siento lo que deseo. Quizás esté cansada. Mañana seguiré intentándolo». Y tras este último pensamiento consciente, Sara se quedó profundamente dormida.

—¡Estoy volando! ¡Estoy volando de nuevo! —gritó Sara mientras surcaba el aire sobre su casa.

Volar no es la palabra adecuada para describir esta sensación, pensó. Es más bien como si flotara.

—¡Puedo dirigirme adonde quiera!

Sin el menor esfuerzo, identificando tan sólo el lugar al que deseaba ir, Sara se desplazaba con toda facilidad a través del cielo, deteniéndose de vez en cuando para observar algo en lo que no había reparado antes, descendiendo en ocasiones hasta casi rozar el suelo para volver a elevarse al cabo de unos instantes. ¡Volaba muy alto! Comprobó que si deseaba descender, no tenía más que extender un pie hacia tierra y descendía de inmediato. Y cuando quería volver a subir, no tenía más que alzar la vista hacia el cielo y se elevaba al instante.

«¡Quiero pasarme la vida volando! —pensó Sara. A ver —se dijo— ¿adónde quiero ir ahora?». Sara se deslizó por el aire, sobrevolando su diminuto pueblo, contemplando las lucecitas que parpadeaban aquí y allá al tiempo que una familia tras otra apagaba las luces de su casa antes de irse a acostar. Había empezado a nevar ligeramente y Sara se asombró de lo abrigada y segura que se sentía mientras flotaba al aire libre en plena noche, descalza y cubierta tan sólo con un camisón de franela. «No hace nada de frío», observó. Prácticamente todas las casas estaban oscuras y el único resplandor que se veía era el de las farolas, colocadas espaciadamente, que iluminaban las calles. Pero en el otro extremo del pueblo Sara vio que las luces de una vivienda seguían encendidas. De modo que decidió dirigirse allí, para ver quién era la persona que estaba aún despierta. Seguramente es alguien que mañana no tiene que madrugar, pensó mientras se aproximaba, extendiendo su pie izquierdo hacia abajo para propiciar un descenso rápido y perfecto.

Sara aterrizó sobre la pequeña ventana de la cocina, alegrándose de que las cortinas estuvieran descorridas y le permitieran mirar dentro. Al hacerlo, vio al señor Jorgensen, su maestro, sentado a la mesa de la cocina, frente a un montón de papeles. El señor Jorgensen cogía sistemáticamente un papel, lo leía con atención y luego tomaba otro, y otro… Sara lo miró fascinada. El hombre parecía tomarse aquella tarea muy en serio. Sara empezó a sentirse un poco culpable por estar espiando a su maestro.

«Pero es la ventana de la cocina —pensó— no la de un lugar privado como el baño, o el dormitorio». El señor Jorgensen sonreía, como si disfrutara leyendo esos papeles. Luego escribió algo en uno de ellos. Entonces, Sara comprendió lo que hacía su maestro. Leía los ejercicios que ella y sus compañeros le habían entregado después de clase. Los leía uno por uno, detenidamente.

Con frecuencia Sara hallaba unas palabras escritas en la parte superior o en el dorso de los ejercicios que el señor Jorgensen le devolvía, cosa que ella no apreciaba mucho. «No hay manera de complacerle —solía pensar Sara al leer las notas escritas en sus ejercicios». Pero al ver al hombre leer un ejercicio tras otro y escribir unas notas en ellos, mientras el resto de los habitantes del pueblo dormía a pierna suelta, Sara experimentó una extraña sensación. Se sintió casi mareada cuando su antigua y negativa opinión sobre el señor Jorgensen y su nueva opinión sobre él chocaron dentro de su cabeza.

—¡Caray! —exclamó Sara.

Al alzar la vista su cuerpo menudo se elevó a toda velocidad sobre la casa de su maestro. Sara sintió como si una cálida ráfaga de viento brotara de su interior, envolviendo su cuerpo y haciendo que se le pusiera la carne de gallina. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el corazón le dio un vuelco de alegría mientras se elevaba hacia el cielo, contemplando a sus pies el bonito pueblo cuyos habitantes (casi todos) dormían plácidamente. Siento aprecio por usted, señor Jorgensen, pensó Sara al sobrevolar por última vez la casa del maestro antes de regresar a la suya. Cuando giró la cabeza para observar la ventana de la cocina del señor Jorgensen, le pareció ver que éste se levantaba para asomarse a ella.

Capítulo trece

—Hola, señor Matson —dijo Sara al atravesar el puente de la calle Mayor camino de la escuela.

El señor Matson alzó la vista del motor del coche sobre el que estaba inclinado. Durante los muchos años que llevaba trabajando en la única gasolinera del pueblo, situada en la esquina de la calle Mayor y la calle central, había visto centenares de mañanas a Sara dirigirse a la escuela. Pero era la primera vez que la niña se dignaba saludarlo. Perplejo y sin saber cómo corresponder al saludo, el hombre hizo un gesto ambiguo con la mano. Lo cierto era que la mayoría de las personas que conocían a Sara habían notado unas sorprendentes diferencias en el comportamiento de la niña, por lo general introvertida. En lugar de andar siempre con la vista clavada en sus pies, o absorta en sus pensamientos, Sara se mostraba extrañamente interesada en lo que ocurría en su pueblo de montaña, insólitamente observadora y asombrosamente comunicativa.

—¡Hay muchas cosas que apreciar! —murmuró Sara para sus adentros. La máquina quitanieves ha limpiado la mayoría de las calles. Lo cual es muy de agradecer, pensó. Eso también lo aprecio. Vio un camión de reparaciones aparcado frente a la tienda de
Bergman's
, con la escalera extensible desplegada por completo. Había un operario encaramado en lo alto de la escalera, manipulando un poste del tendido eléctrico, mientras su compañero le observaba atentamente desde el suelo. Sara se preguntó qué estarían haciendo, y llegó a la conclusión de que seguramente estaban reparando uno de los cables de energía eléctrica que estaban cubiertos de hielo. Eso está bien, pensó. Es muy de agradecer que esos hombres se ocupen de que funcione la electricidad en nuestro pueblo. Lo aprecio sinceramente. Cuando Sara entró en el patio de la escuela, un bus escolar, lleno de niños, dobló la esquina y se detuvo ante la fachada. Sara no vio sus rostros porque todas las ventanas estaban empañadas de vaho, pero conocía perfectamente el trayecto del bus. El conductor, que llevaba desde antes del amanecer recorriendo todo el condado para recoger a sus díscolos pasajeros, ayudó a la mitad de los mismos a apearse frente a la escuela de Sara. La otra mitad la depositaría ante la vieja escuela de Sara, situada en la calle Mayor. Es muy de agradecer lo que hace el conductor del bus, pensó Sara. Lo aprecio mucho. Al entrar en el edificio Sara se quitó el grueso abrigo, sintiendo el grato calor que reinaba en el interior. Aprecio este edificio, y la caldera que lo mantiene caldeado, y al conserje que se encarga de encenderla. Recordó haberle visto arrojar unas paladas de carbón a la caldera, para alimentar el fuego durante unas horas, y haberle visto retirar las grandes escorias rojas de la caldera. Aprecio a este conserje, que se encarga de que no pasemos frío.

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