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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (3 page)

BOOK: El guardián de los niños
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—Veamos… —Högsmed entorna sus ojos enrojecidos y comienza a hojear lentamente los papeles—. Tu currículo es muy bueno. Trabajaste como cuidador de niños en Nordbro dos años tras acabar el bachillerato… Después estudiaste para profesor de preescolar en Uppsala, y a continuación hiciste unas cuantas suplencias en diferentes guarderías y escuelas infantiles de Gotemburgo. Finalmente, esta primavera y verano has estado en el paro.

—Poco más de un mes —añade Jan rápidamente.

—Pero has hecho nueve suplencias en seis años —apunta Högsmed—. ¿No es cierto?

Jan asiente en silencio.

—¿Y no has tenido ningún trabajo fijo?

—No —responde Jan. Hace una pausa—. Por causas diversas… Por lo general he hecho suplencias por bajas de maternidad y, claro, siempre han regresado a su puesto de trabajo.

—Lo entiendo. Esto también se trata de una suplencia —señala el doctor—. En principio, hasta final de año.

Jan no puede obviar la vaga insinuación de que es una persona algo inestable. Señala con la cabeza hacia su currículo.

—Los niños y sus padres me tenían mucho aprecio… Y siempre me han dado buenas recomendaciones.

El doctor continúa leyendo los papeles y asiente.

—Ya lo veo, muy buenas… De los últimos puestos de trabajo. Todos te recomiendan. —Deja los papeles sobre la mesa y observa a Jan—. ¿Y el resto?

—¿El resto?

—¿Qué pensaban los anteriores responsables de las guarderías? ¿Estaban descontentos contigo?

—No. Seguro que no, pero no quería incluir todas las valoraciones positivas…

—No, claro —lo interrumpe el doctor—. Demasiado elogio huele mal… Pero ¿puedo llamarlas? Me refiero a alguna de las guarderías anteriores.

De repente, el doctor parece haberse despertado y se muestra curioso. Ya ha posado la mano sobre el teléfono.

Jan permanece sentado en silencio, con la boca entreabierta. Es por culpa de los gorros: por no aceptar el test psicológico de Högsmed. Quiere negar con la cabeza, pero siente el cuello rígido.

«A Lince no —piensa—. Puedes llamar a los otros, pero a Lince, no.»

Al fin mueve la cabeza. Asiente.

—Ningún problema —contesta—, pero por desgracia no tengo los números de teléfono.

—No importa… Están en internet.

Högsmed echa un último vistazo a los antiguos empleadores de Jan, y a continuación teclea una serie de letras en el ordenador.

El nombre de una de las antiguas guarderías. Pero ¿cuál de ellas? ¿Cuál? Jan no lo puede ver, y no quiere inclinarse sobre la mesa para saber si se trata de Lince.

¿Por qué habría escrito ese nombre en su currículo?

¡Hacía nueve años! Un solo error con un solo niño hacía nueve años… ¿Saldría a relucir ahora?

Respira con tranquilidad y mantiene las yemas de los dedos reposando sobre sus muslos. Solo los locos comienzan a agitar las manos cuando se sienten acorralados.

—Bien, aquí tenemos un número —murmura Högsmed, y parpadea hacia la pantalla del ordenador—. Llamemos…

Levanta el auricular, teclea media docena de números y le lanza una mirada a Jan.

Jan intenta esbozar una sonrisa, pero contiene la respiración. ¿A quién llama el doctor?

¿Quedará alguien de su época en Lince? ¿Alguien que se acuerde de él? ¿Alguien que recuerde lo que pasó en el bosque?

3

—¿Diga?

El médico jefe ha obtenido respuesta, se inclina sobre la mesa.

—Soy Patrik Högsmed, sí… Busco a alguien que trabajara con Jan Hauger. Sí, H-A-U-G-E-R. Realizó una suplencia con ustedes hace ocho o nueve años.

«Hace ocho o nueve años.» Jan agacha la cabeza al oír esas palabras. Así que el doctor ha telefoneado a una de las guarderías de Nordbro. A Girasol o a Lince. Jan había abandonado su ciudad natal tras aquel suceso.

—¿Eso fue antes de que usted empezara a trabajar, Julia? Vale, pero ¿hay alguien que trabajara cuando…? Páseme entonces con la directora. Sí, espero.

Reinó de nuevo el silencio en la habitación, de tal manera que Jan oyó cómo se cerraba una puerta en algún lugar del pasillo.

Nina. De pronto, Jan recuerda que la directora de Lince se llamaba Nina Gundotter. Extraño nombre. Lleva muchos años sin pensar en Nina: ha metido todos los recuerdos de Lince en una botella y la ha enterrado.

El reloj blanco marca los segundos desde la pared, son las dos y cuarto.

—¿Oiga?

El médico jefe ha vuelto a obtener respuesta, y Jan aprieta los dedos contra los muslos. Contiene la respiración y oye a Högsmed presentarse de nuevo y explicar el motivo de su llamada, antes de guardar silencio y escuchar.

—¿Así que recuerda a Jan Hauger? ¡Estupendo! ¿Qué me puede contar sobre él?

Silencio, el médico jefe le lanza una rápida mirada a Jan y sigue escuchando.

—Gracias —dice al cabo de medio minuto—, muy bien. De acuerdo, se lo diré. Gracias… Muchas gracias.

Cuelga el auricular y se reclina en la silla.

—Más recomendaciones buenas. —Asiente con la cabeza hacia Jan—. Era Lena Zetterberg, de la guardería Girasol de Nordbro, y solo tenía buenas palabras sobre ti. Jan Hauger era una persona positiva, responsable, apreciado tanto por los padres como por los niños… La nota más alta.

Jan esboza una sonrisa.

—Me acuerdo de Lena —apunta—. Nos llevábamos bien cuando trabajamos juntos.

—Bueno. —El médico jefe se pone de pie y coge una carpeta de plástico de la mesa—. Entonces iremos a nuestra bonita escuela de preescolar… Sabrás que hoy día se llama «educación infantil», ¿verdad, Jan?

—Sí.

El doctor sujeta la puerta para que Jan pase.

—La palabra «guardería» se ha vuelto tan obsoleta como «parvulario» o «jardín de infancia» —explica, y añade—: Y lo mismo ocurre con la terminología psiquiátrica, pierde aceptación social con el tiempo. Palabras como «histérico», «loco» o «psicópata»… Ya no son aceptadas. Aquí en Patricia no hablamos de personas «sanas» o «enfermas», hablamos de personas «funcionales» o «disfuncionales». —Se queda mirando a Jan—. Porque ¿quién de nosotros está siempre sano?

Una pregunta difícil, y Jan no responde.

—¿Y qué sabemos en realidad los unos de los otros? —prosigue el doctor—. Jan, si te encontraras a una persona en el pasillo, ¿sabrías si es buena o mala?

—No… Pero pensaría que no me desea ningún mal.

—Bien —apunta el doctor—. Confiar en los demás es síntoma de seguridad en uno mismo.

Jan asiente y sigue a Högsmed por el hospital. El doctor tiene preparada de nuevo su tarjeta magnética.

—Este es el camino más rápido a la escuela infantil —anuncia Högsmed al abrir la puerta—. También se puede ir por el sótano del hospital, pero ese camino es más engorroso y desagradable. Así que saldremos por la verja.

Proceden a salir del hospital siguiendo el mismo camino por el que han entrado. Al pasar junto a la garita del guardia, Jan echa un vistazo al grueso cristal de seguridad y pregunta en voz baja:

—Algunos de los pacientes que hay aquí… ¿son peligrosos?

—¿Peligrosos?

—Sí, violentos.

Högsmed suspira, como si pensara en algo triste.

—Sí, pero sobre todo resultan peligrosos para sí mismos. A veces son peligrosos para otros —explica—. Claro que hay personas internadas en el hospital que tienen impulsos destructivos, hombres y mujeres antisociales que han cometido lo que se denominan «malas» acciones…

—¿Y estos se pueden curar? —pregunta Jan.

—«Curar» es una gran palabra —responde Högsmed, y mira la puerta de acero frente a él—. Nosotros, los terapeutas, no debemos adentrarnos en el mismo lúgubre bosque en el que se han perdido los pacientes, tenemos que permanecer en la luz y atraer hacia nosotros a los pacientes… —Calla, y luego prosigue—: Podemos observar patrones en los criminales violentos, un común denominador es el que se deriva de diversos traumas infantiles. Por lo general, los internos han tenido muy mala relación con sus padres, han padecido diferentes vejaciones y falta de contacto. —Abre la puerta exterior y mira a Jan—. Y esa es la razón por la que llevamos a cabo este proyecto: Calvero. El objetivo de nuestra pequeña escuela infantil es mantener los lazos afectivos entre los niños y sus padres internos.

—¿Y el otro progenitor está de acuerdo con estas visitas?

—Si es que están sanos. O vivos —añade el doctor en voz baja, y se restriega los ojos—. No siempre es así… Rara vez tratamos con familias socialmente estables.

Jan no hace más preguntas.

Al fin salen a la luz del sol. El médico jefe parpadea, molesto por la luz diurna.

—Tú primero, Jan.

Se encaminan hacia el muro de hormigón. Jan no ha pensado en ello, pero el aire en el exterior resulta particularmente limpio ese día de otoño. Seco y fresco.

La puerta del muro se abre y Jan la cruza. Libre. Así se siente al salir, a pesar de que podría haber abandonado el hospital cuando hubiera querido. Ningún guardia lo habría retenido.

La puerta de acero se cierra tras ellos.

—Por aquí —indica Högsmed.

Jan lo sigue a lo largo del muro de piedra y observa a lo lejos los arrabales al sur de la ciudad. Tras un campo de cultivo hay un terreno urbanizado con varias manzanas de pequeños adosados. Reflexiona sobre qué pensarán del hospital los habitantes de esas casas.

Högsmed también echa un vistazo a lo lejos, hacia los adosados, como si hubiera leído los pensamientos de Jan.

—Nuestros vecinos —dice—. Antes la ciudad no era tan grande como ahora, al principio el hospital se encontraba apartado del centro. Pero nunca hemos tenido problemas de protestas o recogidas de firmas, como ha sucedido con otras clínicas psiquiátricas. Creo que esas familias de ahí saben que nuestra actividad es segura… Que nuestra prioridad es la seguridad de todos.

—¿Alguna vez se ha escapado alguien?

Jan comprende que es una pregunta provocadora. Pero Högsmed levanta el índice.

—Un paciente, en todo el tiempo que llevo aquí —responde—. Se trataba de un hombre joven, un delincuente sexual, que consiguió improvisar una endeble escalera con las ramas caídas en un rincón del recinto. Luego trepó por encima del muro y desapareció. —Högsmed mira de nuevo a lo lejos, a los adosados, y continúa—: La policía lo detuvo esa misma tarde en un parque, pero ya había entablado contacto con una niña. Al parecer, los encontraron en un banco del parque comiendo un helado. —El doctor alza la vista hacia la cerca eléctrica encima del muro, y añade—: Después de aquello la seguridad se reforzó aún más, pero no creo que ocurriera nada grave… A veces, los fugados buscan a niños para sentirse seguros. En su interior son unos niños y están asustados.

Jan no dice nada, solo camina por el sendero junto al muro. Y adivina hacia dónde se dirigen: a un pabellón de madera al norte del hospital. Calvero.

El muro de hormigón tuerce formando una curva sobre el césped y desaparece tras el hospital. Alrededor de la escuela infantil solo hay una valla baja. Al otro lado Jan ve unos cuantos columpios, una casa de juegos roja y un cajón de arena, pero ningún niño. Tal vez se encuentren en el interior.

—¿Cuántos niños hay ahora? —pregunta Jan.

—Una docena —responde Högsmed—. En la actualidad, por distintas razones, hay tres niños que viven aquí las veinticuatro horas del día. Unos seis o siete vienen durante el día. Luego, además, hay unos cuantos que asisten de vez en cuando. —Abre su carpeta y saca un papel—. Por cierto, aquí tienes una serie de reglas concernientes a los niños… Será mejor que las leas ahora.

Jan toma el papel. Se detiene antes de cruzar la verja y comienza a leer:

NORMAS PARA EL PERSONAL

1)
Los niños de Calvero y los pacientes de la clínica psiquiátrica Santa Patricia permanecerán separados. Esto es válido durante TODO EL DÍA, con excepción de las visitas individuales a los padres de los niños.

2)
El personal de la escuela infantil NO puede acceder a ninguna de las plantas del hospital. El personal de la escuela infantil solo podrá acceder a las oficinas administrativas.

3)
Es responsabilidad del personal de la escuela infantil acompañar a los niños a través del túnel entre Calvero y la zona de visitas. Los niños NO pueden ir solos.

4)
Bajo ninguna circunstancia, el personal puede tratar con los niños el tema de las visitas al hospital, ni hacerles preguntas relacionadas con sus padres. Esa clase de conversaciones solo las pueden realizar los médicos o los psicólogos infantiles.

5)
El personal, al igual que los empleados del hospital, ha de guardar SECRETO PROFESIONAL en todo lo que respecta a la clínica psiquiátrica Santa Patricia.

Debajo hay una línea discontinua, y cuando Jan alza la vista ve que Högsmed sostiene un bolígrafo.

Lo coge y firma sobre la línea.

—Bien —dice Högsmed—. Como he dicho, quería enseñártelas antes… Cada escuela infantil tiene sus propias reglas. Estarás acostumbrado, ¿verdad?

—Claro.

Pero, en realidad, hasta ahora Jan nunca se ha encontrado con tales reglas. Y las órdenes por parte de la dirección del hospital son claras:

«No hables de Santa Patricia».

No es un problema. A Jan siempre se le ha dado bien guardar secretos.

Lince

Jan comenzó a trabajar en la guardería, en la clase, Lince, cuando tenía veinte años, el mismo caluroso verano en el que Alice Rami publicó su primer álbum. Para él, ambos sucesos estaban relacionados. Compró el disco cuando lo descubrió en un escaparate, se lo llevó a casa y lo puso una y otra vez.
Rami y August
era el título del álbum, pero August no era una persona, sino su grupo compuesto por dos chicos: bajo y batería. Aparecían junto a Rami en la fotografía, dos chicos con el pelo negro enmarañado a cada lado de los angelicales rizos rubios de ella. Jan miró la fotografía y se preguntó si alguno de ellos era su novio.

Al día siguiente se compró un reproductor barato de cedés portátil para poder escuchar a Rami de camino al trabajo en la guardería. El trayecto más corto transcurría a través de un espeso bosque de pinos; recorría los senderos y escuchaba su voz susurrante:

El asesinato es siempre suicidio;

te mato a ti y a mí.

Al odio se le puede llamar amor,

entonces sé dónde te tengo.

La vida puede ser muerte

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