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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

El enigma del cuatro (3 page)

BOOK: El enigma del cuatro
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El juego que estamos a punto de jugar es una nueva versión de un clásico: una frenética partida de
paintball
[1]
en un laberinto de conductos de vapor que hay debajo del campus. Allí, hay más ratas que bombillas, la temperatura llega a cuarenta grados en pleno invierno, y el suelo es tan peligroso que incluso la policía del campus tiene prohibido efectuar persecuciones. La idea se les ocurrió a Charlie y a Gil durante el periodo de exámenes de primero; se inspiraron en un viejo mapa que Gil y Paul habían encontrado en su club, y en un juego que el padre de Gil y sus amigos jugaban en los túneles cuando estaban en el último año de carrera.

La popularidad de la nueva versión creció hasta contar con la participación de casi una docena de miembros del Ivy y la mayoría de los amigos de Charlie del Equipo de Emergencias Médicas. A todos les sorprendió que Paul fuera uno de los mejores jugadores; sólo nosotros cuatro lo entendíamos, porque sabíamos que Paul utilizaba a menudo los túneles para ir y venir solo del Ivy. Pero su interés en el juego fue disminuyendo gradualmente. Le molestaba que nadie comprendiera como él las posibilidades estratégicas del juego, el ballet táctico. Paul no estaba presente en la memorable partida jugada a mediados de invierno en la que un disparo errado perforó un conducto de vapor. La explosión derritió seis metros de revestimientos plásticos de seguridad de las líneas de alta tensión, tres a cada lado del impacto y de no ser porque Charlie se los llevó de allí a tiempo, hubiera podido asar vivos a dos estudiantes que iban medio borrachos. Los vigilantes (la policía del campus de Princeton) descubrieron lo ocurrido, y en cuestión de días el decano había impuesto una avalancha de castigos. Tras los disturbios, Charlie reemplazó las pistolas de pintura y los perdigones por algo más rápido pero menos arriesgado: un viejo juego de pistolas de rayos láser que encontró en un mercadillo de objetos usados. Aun así, a medida que se acerca la fecha de la graduación, la administración ha impuesto una política de tolerancia cero en cuanto a infracciones disciplinarias. Si esta noche llegaran a sorprendernos en los túneles, podríamos ser expulsados temporalmente o incluso algo peor.

De la habitación que comparte con Gil, Charlie saca una gigantesca mochila de excursionista, y luego saca otra y me la entrega. Finalmente, se pone la gorra.

—Por Dios, Charlie —dice Gil—. Sólo vamos a jugar media hora. Me llevé menos trastos para todas las vacaciones de primavera.

—Siempre preparados —dice Charlie, echándose la mochila más grande sobre el hombro—. Ése es mi lema.

—El tuyo y el de los
boy scouts
—farfullo.

—El de los Águilas —dice Charlie, porque sabe que yo nunca pasé de novato.

—¿Están listas las chicas? —interrumpe Gil, de pie junto a la puerta.

Paul respira hondo, como despertándose, y asiente. Recoge el busca en su habitación y se lo cuelga en el cinturón.

Frente a Dod Hall, nuestra residencia, Charlie y yo nos despedimos de Gil y Paul. Entraremos en los túneles por lugares distintos, y no nos veremos hasta que bajo tierra uno de los equipos encuentre al otro.

—No sabía que hubiera boy scouts negros —le digo a Charlie en cuanto nos quedamos solos. Caminamos por el campus. La capa de nieve es más profunda y más fría de lo que me esperaba; me envuelvo en mi anorak de esquí y me pongo los guantes.

—No pasa nada —dice—. Antes de conocerte, yo no sabía que hubiera blancos cobardes.

El trayecto hacia el extremo sur del campus transcurre en medio del aturdimiento. Ahora que la graduación se acerca y me he sacado la tesina de encima, durante varios días el mundo me ha parecido lleno de movimientos superfluos: los estudiantes menos privilegiados asistiendo a seminarios nocturnos, los de último año pasando a limpio sus últimos capítulos en los ordenadores de salas sobrecalentadas y ahora, los copos de nieve que llenan el cielo bailando en círculos antes de posarse en el suelo.

Mientras caminamos, me empieza a doler la pierna. Durante años, la cicatriz que tengo en el muslo ha sabido predecir el mal tiempo seis horas después de que el mal tiempo llegue. Esta cicatriz es recuerdo de un viejo accidente. Poco después de cumplir dieciséis años, sufrí un accidente de tráfico que me obligó a pasar en el hospital casi todo el verano del segundo curso. Los detalles me resultan borrosos, pero la única imagen precisa que guardo de aquella noche es la de mi fémur izquierdo, que se rompió limpiamente y me atravesó la piel. Apenas tuve tiempo de verlo antes de desmayarme por la impresión. También se me rompieron los dos huesos del antebrazo izquierdo y tres costillas del mismo lado. Según los enfermeros, consiguieron detener la hemorragia justo a tiempo para salvarme la vida. Sin embargo, cuando me sacaron de entre los restos del coche, mi padre, que iba al volante, ya había muerto.

El accidente, obviamente, me transformó: después de tres operaciones y dos meses de rehabilitación —y de la aparición de aquellos fantasmales dolores que llegaban seis horas después del cambio de tiempo—, aún tenía tornillos de metal entre los huesos, una cicatriz en la pierna y un extraño vacío en la vida, un vacío que no parecía sino crecer a medida que pasaba el tiempo. Al principio fue la ropa: tuve que usar pantalones y shorts de tallas más pequeñas hasta que recuperé el peso perdido, y luego modelos que taparan el injerto de piel del muslo. Más tarde me percaté de que también mi familia se había transformado, sobre todo mi madre (se había encerrado en sí misma desde el accidente) pero también mis dos hermanas mayores, Sarah y Kristen, que empezaron a pasar cada vez menos tiempo en casa. Por último, fueron mis amigos quienes comenzaron a cambiar —o acaso fui yo quien empezó a cambiarlos—. No sé muy bien si quería amigos que me entendieran mejor, o que me vieran de otro modo, no lo sé, pero los viejos, como la ropa vieja, simplemente dejaron de servirme.

A la gente le gusta decir a las víctimas que el tiempo todo lo cura. «Lo cura», eso dicen, como si el tiempo fuera un médico. Pero después de seis años de pensar en el asunto, he llegado a una conclusión distinta. El tiempo es ese tipo del parque de atracciones que pinta camisetas con un aerógrafo. Rocía una fina niebla de pintura hasta que en el aire no quedan más que partículas solitarias esperando a quedar pegadas en su sitio. El resultado, el dibujo que queda sobre la camiseta no suele ser gran cosa. Sospecho que quien compra esa camiseta, el gran patrocinador del eterno parque temático, quienquiera que sea, se despierta a la mañana siguiente y se pregunta qué diablos vio en ella. En esta analogía, como tuve que explicarle a Charlie la primera vez que se la mencioné, nosotros somos la pintura. El tiempo es lo que nos dispersa.

Tal vez la mejor manera de expresarlo sea la que usó Paul poco después de conocernos. Ya por entonces era un fanático del Renacimiento: tenía dieciocho años y estaba convencido de que la civilización había caído en picado desde la muerte deMiguel Ángel. Había leído todos los libros de mi padre sobre la época. Pocos días después del inicio de las clases, reconoció mi segundo nombre en el libro de fotografías de nuevos estudiantes y se me presentó. Mi segundo nombre es bastante peculiar; durante varias épocas de mi niñez lo llevé como quien arrastra una condena. Mi padre trató de bautizarme con el nombre de su compositor favorito, un italiano del siglo XVII sin el cual, según él, no hubiera existido Haydn y, por lo tanto, tampoco Mozart. Mi madre, por otra parte, se negó a que el certificado de nacimiento saliera impreso como lo quería mi padre, insistiendo hasta el día de mi llegada en que Arcangelo Corelli Sullivan era una carga demasiado pesada —como un monstruo de tres cabezas—para un niño. A ella le gustaba Thomas, el nombre de su padre: lo que le faltaba en imaginación, lo compensaba con sutileza.

Así, cuando empezaron las contracciones del parto, mi madre llevó a cabo una maniobra de dilación del parto —así la llamó—, manteniéndome fuera de este mundo hasta que mi padre aceptara llegar a un acuerdo. En un momento de menos inspiración que desespero, acabé por ser Tom Corelli Sullivan; para bien o para mal, me acostumbré. Mi madre esperaba que pudiese esconder mi segundo nombre entre los otros dos, como si se tratara de ocultar el polvo bajo la alfombra. Pero mi padre, para quien los nombres eran de mucha importancia, siempre dijo que un Corelli sin Arcangelo era como un Stradivarius sin cuerdas. Alegaba que sólo había cedido a las exigencias de mi madre porque los riesgos eran más elevados de lo que ella reveló. Su maniobra de dilación, solía decir con una sonrisa, no ocurrió en la cama del parto, sino en el tálamo nupcial. Mi padre era de esas personas para las cuales haber realizado un pacto en momentos de pasión es la única excusa para un error de juicio.

Todo esto se lo conté a Paul pocas semanas después de conocerlo.

—Tienes razón —me dijo, cuando le expliqué mi pequeña metáfora del aerógrafo—. El tiempo no es ningún Da Vinci. —Se quedó pensando, y luego sonrió con esa delicadeza tan suya—. Ni siquiera un Rembrandt. No es más que un mal Jackson Pollock.

Desde el principio me pareció que me entendía.

Los tres me entendían: Paul, Charlie y Gil.

Capítulo 2

A
hora mismo, Charlie y yo estamos junto a la boca de una alcantarilla al pie de Dillon Gym, cerca del extremo sur del campus. En su gorra, la insignia de los Philadelphia 76ers cuelga de un hilo y se agita con el viento. Arriba, gigantescas nubes llenas de copos de nieve se sacuden bajo el ojo naranja de una luz de sodio. Esperamos. Charlie empieza a perder la paciencia porque unas estudiantes que hay al otro lado de la calle nos están haciendo perder el tiempo.

—Dime cuál es el plan —digo.

Sobre su reloj palpita una luz y él baja la mirada.

—Son las 7.07. Los vigilantes cambian de turno a las 7.30. Tenemos veintitrés minutos.

—¿Crees que veinte minutos son suficiente para cogerlos?

—Si logramos adivinar dónde van a estar, claro que sí —dice. Su mirada regresa al lado opuesto de la calle—. Vamos, chicas, vamos.

Una de ellas camina con coquetería bajo la ventisca. Lleva una falda primaveral, como si la nieve la hubiera cogido por sorpresa mientras se vestía. La otra, una chica peruana que conocí en un campeonato universitario, lleva la tradicional parka naranja del equipo de natación y saltos.

—Me olvidé de llamar a Katie —comento en cuanto lo recuerdo.

Charlie se da la vuelta.

—Es su aniversario. Tenía que llamarla para decirle cuándo iría a verla.

Katie Marchand, estudiante de segundo año, se ha ido convirtiendo en el tipo de novia que yo no merecía encontrar. La creciente importancia que ha cobrado en mi vida es un hecho que Charlie acepta, recordándose que las mujeres inteligentes suelen tener un pésimo gusto con los hombres.

—¿Le has comprado algo?

—Sí. —Formo un rectángulo con las manos—. Una foto de esa galería que…

—Entonces no pasa nada por que no la llames —asiente Charlie. Sigue un sonido gutural, una especie de media risa—. De todos modos, lo más probable es que ahora mismo tenga otras cosas en qué pensar.

—¿Y eso qué significa?

Charlie alarga una mano, coge un copo de nieve en el aire.

—Primera nevada. Olimpiadas al Desnudo.

—Dios mío. Me he olvidado por completo.

Las Olimpiadas al Desnudo son una de las más apreciadas tradiciones de Princeton. Cada año, la noche de la primera nevada, los estudiantes de segundo se reúnen en el patio de Holder Hall. Se presentan en manada, cientos y cientos de ellos, y allí, rodeados de residencias repletas de espectadores procedentes de todo el campus, se quitan la ropa con la heroica despreocupación de un roedor que se dirige a la trampa y comienzan a correr como locos. Se trata de un rito que debió nacer en los viejos tiempos de la universidad, cuando Princeton era una institución para hombres y la desnudez colectiva era una expresión de ciertas prerrogativas masculinas, como orinar de pie o declarar la guerra. Pero luego las mujeres se unieron a la refriega, y esta especie de acogedora melé se transformó en el acontecimiento imprescindible del año académico. Hasta los medios de comunicación se presentan para grabarlo, con camionetas de transmisión vía satélite y cámaras de vídeo llegadas de Filadelfia o Nueva York. La mera idea de las Olimpiadas al Desnudo es como una hoguera en medio de los meses más fríos de la universidad, pero este año, ahora que ha llegado el turno de Katie, de repente me interesa más cuidar el fuego del hogar.

—¿Listo? —dice Charlie en cuanto se alejan las dos estudiantes.

Remuevo el pie sobre la tapa de la alcantarilla para sacudir la nieve.

Charlie se arrodilla y mete ambos índices en las rendijas de la tapa. La retira, arrastrándola, y la nieve sofoca el chirrido del hierro contra el asfalto.

—Tú primero —dice, poniéndome una mano en la espalda.

—¿Y las mochilas?

—No te andes con rodeos. ¡Venga ya!

Me pongo de rodillas y apoyo las manos a ambos lados de la alcantarilla abierta. De abajo sale un calor denso. Cuando intento bajar, el volumen de mi anorak de esquí se atasca en los bordes de la abertura.

—Maldita sea, Tom, un muerto se mueve más rápido. Mueve los pies y encontrarás un escalón de hierro. Hay una escalera en la pared.

Al sentir que el pie se me engancha en el peldaño superior, comienzo a bajar.

—Bien —dice Charlie—. Coge esto.

A empujones, mete mi mochila por la abertura, y luego la suya.

En la oscuridad hay una red de conductos que se extiende en ambas direcciones. La visibilidad es escasa y en el aire resuenan silbidos y ruidos metálicos. Éste es el sistema circulatorio de Princeton; los pasadizos llevan vapor desde la caldera central hasta los dormitorios y los edificios académicos del norte del campus.

Según Charlie, el vapor viaja por estos tubos a una presión de dieciocho kilos por centímetro cuadrado. Los cilindros más pequeños contienen líneas de alto voltaje o gas natural. Aun así, nunca he visto advertencias en los túneles, ni un solo triángulo fluorescente o aviso de normativas universitarias. A la universidad le gustaría olvidarse de la existencia de este lugar. La única señal que hay en esta entrada fue escrita hace mucho tiempo en pintura negra:
lasciate ogni speranza, voi ch'intrate
. Paul, a quien este lugar no parece haber intimidado nunca, sonrió la primera vez que la vio. «Dejad toda esperanza —dijo, traduciendo a Dante para el resto del grupo—, vosotros los que entráis.»

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