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Authors: Dustin Thomason Ian Caldwell

Tags: #Intriga, Historia

El enigma del cuatro (26 page)

BOOK: El enigma del cuatro
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—Vamos. —Tiro de él hacia las estanterías de la salida trasera.

En ese instante, la puerta principal de la biblioteca se abre y la luz de una linterna cruza la habitación. Nos escondemos en una esquina. Entran dos agentes.

—Allí —dice el primero, haciendo un gesto en dirección a donde estamos.

Cojo el pomo y abro la puerta trasera. A gachas, Paul sale al vestíbulo, justo cuando el primer policía se acerca. Mientras tanto, yo salgo caminando de cuclillas, y luego logro ponerme de pie. Nos deslizamos con la espalda pegada a la pared; corriendo, Paul me conduce a la escalera que da a la planta baja. Cuando regresamos al espacio abierto del vestíbulo principal, veo una luz de linterna bordeando una pared cercana.

—Abajo —dice Paul—. Hay un ascensor de servicio.

Entramos en el ala asiática del museo. Hay esculturas y vasijas detrás de fantasmales paredes de vidrio. Hay rollos chinos que yacen en sus vitrinas, desenrollados y montados junto a figuras mortuorias. La sala es de un opaco tono verde.

—Por aquí —me urge Paul mientras se acercan los pasos.

Me guía, tras doblar una esquina, a un callejón cuya única salida son las grandes puertas metálicas del ascensor de servicio.

Las voces se hacen más fuertes. Al pie de la escalera, dos policías tratan de avanzar en la oscuridad. De repente la planta entera se ilumina.

—Hay luz. —Nos llega la voz de un tercero.

Paul mete la llave en la ranura de la pared. Cuando las puertas se abren, me mete de un tirón en el ascensor. Enseguida nos llega un aluvión de pasos que se mueven en nuestra dirección.

—Vamos, vamos…

Las puertas permanecen abiertas. Durante un instante creo que le han cortado la corriente al ascensor. En ese momento, justo cuando el primer agente dobla la esquina, las puertas metálicas se cierran de un golpe. Una mano golpea las puertas, pero el ruido se desvanece a medida que se mueve la cabina.

—¿Adónde vamos? —pregunto.

—A la zona de carga.

Salimos a una especie de área de almacenamiento, y Paul abre a la fuerza una puerta que da a una habitación inmensa y fría. Espero a que mis ojos se acostumbren a la luz. Ante nosotros se levantan las puertas de garaje de la plataforma de carga. El viento de afuera pasa tan cerca que hace temblar los paneles metálicos. Imagino pasos que corren hacia nosotros bajando la escalera, pero nada puede oírse a través de aquella gruesa puerta.

Paul se apresura, hace girar el pomo de un interruptor, y un motor se despierta y la puerta retráctil comienza a moverse.

—Con eso basta —digo cuando la apertura es lo bastante grande para dejarnos pasar a ambos.

Pero Paul niega con la cabeza y la puerta sigue levantándose.

—¿Qué haces?

El espacio entre el suelo y el borde inferior de la puerta se ensancha hasta permitirnos una vista completa del campus sur. Durante un segundo, me quedo paralizado por lo bello, lo desierto que se ve.

De repente Paul hace girar el botón del motor en la dirección opuesta y la puerta empieza a cerrarse.

—¡Vamos! —grita.

Se lanza como una flecha desde la pared hacia la plataforma, y yo intento torpemente rodar sobre mi espalda. Paul ya está delante de mí. Pasa rodando por debajo de la puerta, y luego tira de mí justo antes de que el metal conecte con el suelo.

Me incorporo tratando de recobrar el aliento. Cuando empiezo a moverme en dirección a Dod, Paul me da otro tirón.

—Nos verán desde arriba. —Señala las ventanas del extremo oeste del edificio. Tras escudriñar el camino que se dirige al este, dice—: Por aquí.

—¿Te encuentras bien? —le pregunto mientras lo sigo.

Paul inclina la cabeza mientras avanzamos en mitad de la noche, alejándonos de nuestro dormitorio y también del campo visual de los policías. El viento se mete bajo el cuello de mi abrigo y me enfría el sudor de la nuca. Cuando miro hacia atrás, Dod y Brown Hall se ven casi totalmente oscuros, al igual que todos los dormitorios que se ven en la distancia. La noche ha llegado a todos los rincones del campus. Sólo las ventanas del museo de arte están inyectadas de luz.

Seguimos hacia el este a través de Prospect Gardens, un paraíso botánico ubicado en el corazón del campus. Las diminutas plantas primaverales están salpicadas de blanco y resultan casi invisibles, pero el haya americana y el cedro libanés se alzan como ángeles guardianes con las alas extendidas para protegerlas de la nieve. Un coche de la policía patrulla por una de las calles laterales, y Paul y yo aceleramos el paso.

La cabeza me da vueltas mientras me esfuerzo por entender lo que hemos visto. Tal vez el hombre que vimos en el escritorio de Stein era Taft, que revolvía sus papeles para hacer desaparecer toda conexión entre ellos. Tal vez ha sido él quién ha llamado a la policía. Miro a Paul y me pregunto si se le habrá pasado por la cabeza la misma idea, pero tiene una expresión vacía.

A lo lejos, aparece el nuevo departamento.

—Podemos entrar un rato —sugiero.

—¿Dónde?

—A las salas de ensayo del sótano. Hasta que haya desaparecido el peligro.

Al acercarnos oímos notas perdidas flotando en el aire: músicos noctámbulos quevienen a Woolworth para ensayar en privado. Vemos pasar otro coche de policía en dirección a Prospect que salpica barro y sal sobre el bordillo. Me obligo a caminar más rápido.

La construcción de Woolworth ha terminado muy recientemente, y el edificio que emergió de los andamios es muy curioso: visto de fuera parece una fortaleza, pero el interior es inerte y frágil. El atrio se curva como un río a través de la biblioteca de música y las aulas de la planta baja y se levanta tres plantas hasta las claraboyas del techo. A su alrededor, el viento aúlla celosamente. Paul abre la puerta de entrada con su carnet, y sostiene la puerta para que yo pase.

—¿Por dónde? —pregunta.

Lo guío a la escalera más próxima. Gil y yo hemos venido dos veces desde la inauguración del edificio, en ambas ocasiones en aburridas noches de sábado, después de tomarnos unas copas. La segunda esposa de su padre se empeñó en que Gil aprendiera a tocar algo de Duke Ellington del mismo modo en que mi padre insistió para que yo aprendiera algo de
Arcangelo Corelli
. Entre los dos hemos recibido no menos de ocho años de clases de música, pero no tenemos con qué demostrarlo. Azotando un piano de media cola, Gil echó a perder ´A´ Train, yo destrocé La follia, y ambos fingimos seguir un ritmo que ninguno de los dos había interiorizado jamás.

Paul y yo caminamos sin hacer ruido por el vestíbulo del sótano y nos encontramos con que sólo un piano está siendo utilizado. Alguien está tocando Rapsody in Blue en una remota sala de ensayo. Entramos en un estudio pequeño e insonorizado, y Paul se desliza cuidadosamente frente al piano alto y se sienta en el banco. Observa las teclas, que le resultan misteriosas como las de un ordenador, pero no las toca. La luz del techo chisporrotea un instante y después se extingue. Da igual.

—No lo puedo creer —dice al fin, respirando hondo.

—¿Por qué iban a hacerlo? —pregunto.

Paul pasa el dedo índice sobre una tecla, acariciando el ébano. Cuando me doy cuenta de que no ha escuchado la pregunta, se la repito.

—¿Qué quieres que te diga, Tom?

—Tal vez por eso Stein quería ayudarte.

—¿Cuándo? ¿Esta noche, con lo del diario?

—No. Desde hace meses.

—¿Desde que tú dejaste de trabajar en la
Hypnerotomachia
?

La cronología es un puñetazo en la mandíbula: el recuerdo de que yo soy el responsable último de la aparición de Stein.

—¿Crees que todo esto es culpa mía?

—No —dice Paul en voz baja—. Claro que no.

Pero la acusación flota en el aire. El mapa de Roma, al igual que el diario, me han recordado todo lo que abandoné, todos los progresos que hicimos antes de mi marcha y cuánto disfruté. Me miro las manos; las tengo enroscadas entre las piernas. Fue mi padre quien dijo que tenía las manos perezosas. Cinco años de clases de música no lograron producir una sonata de Corelli más o menos presentable. Entonces, mi padre optó por el baloncesto.

«Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes.»

—¿Qué me dices de la nota de Curry? —le pregunto. Al mismo tiempo, me fijo en la parte posterior del piano. El lado que da a la pared está sin barnizar. Es una extraña noción de la economía, como si un profesor no se peinara el pelo del cogote porque no se lo ve en el espejo. Mi padre lo hacía. Siempre pensé que se trataba de un defecto de perspectiva: el error de alguien que sólo ve el mundo desde un ángulo. Sus estudiantes debieron notarlo con la misma frecuencia que yo: cada vez que les daba la espalda.

—Richard nunca trataría de robarme —dice Paul, mordiéndose una uña—. Se nos ha debido escapar algo.

Se produce un silencio. La sala de ensayo es cálida, y cuando nos quedamos callados no se oye ningún sonido salvo un tarareo ocasional procedente del vestíbulo, donde Gershwin ha sido reemplazado por una sonata de Beethoven que resuena a lo lejos. El ambiente me hacer recordar los días en que, de niño, esperaba que pasara una tormenta de verano. Se ha ido la luz, la casa está en silencio, y no se oye nada salvo el rugido de un trueno remoto. Mi madre me lee a la luz de una vela —Bartholomew Cubbins o un Sherlock Holmes ilustrado—y lo único que se me ocurre es que las mejores historias son siempre las de hombres que llevan sombreros graciosos.

—Creo que el que estaba allí era Vincent —dice Paul—.

En a comisaría mintió acerca de su relación con Bill. Dijo que Bill había sido el mejor estudiante de postgrado que había tenido en muchos años.

Ambos conocemos a Vincent —decía la carta de Stein—. Creo que podemos decir que tiene sus propios planes con respecto a todo lo que salga de esto.

—¿Crees que Taft lo quiere para él? —le pregunto—. Hace muchos años que no publica nada sobre la
Hypnerotomachia
.

—No se trata de publicar, Tom.

—¿De qué se trata, entonces?

Paul se queda un momento callado, y luego dice:

—Ya has escuchado lo que dijo Vincent esta noche. Nunca antes había admitidoque Francesco fuera romano. —Paul baja la mirada hacia los pedales del piano, que asoman bajo el marco de madera como si fueran unos zapatitos de oro—. Trata de robármelo.

—¿Robarte qué?

Paul vacila de nuevo.

—No importa. Olvídalo.

—¿Y si fuera Curry el que estaba en el museo? —le sugiero cuando se da la vuelta. La carta de Stein a Curry ha enturbiado la imagen que tengo de este hombre. Me ha recordado el hecho de que nadie ha estado más obsesionado con la
Hypnerotomachia
que él.

—Él no está metido en esto, Tom.

—Pero ya has visto cómo ha reaccionado cuando le has mostrado el diario. Curry todavía pensaba que le pertenecía.

—No. Yo lo conozco, Tom. ¿Vale? Tú no.

—Y eso ¿qué significa?

—Tú nunca confiaste en Richard. Ni siquiera cuando trató de ayudarte.

—No necesitaba su ayuda.

—Y sólo odias a Vincent por lo de tu padre.

Me doy la vuelta hacia él, sorprendido.

—Él llevó a mi padre a…

—¿A qué? ¿A salirse de la carretera?

—No. A la distracción. Pero ¿qué diablos te pasa?

—Escribió una reseña, Tom.

—Arruinó su vida.

—Arruinó su carrera. Es distinto.

—¿Por qué lo defiendes?

—No lo defiendo. Defiendo a Richard. Pero a ti Vincent nunca te ha hecho nada.

Estoy a punto de responderle cuando veo el efecto que nuestra conversación tiene en él. Se pasa la palma de la mano por las mejillas, secándoselas. En ese momento sólo veo faros en una carretera. Oigo el estruendo de una bocina.

—Richard siempre ha sido muy bueno conmigo —dice Paul.

No recuerdo que mi padre hiciera el menor ruido. Ni durante el trayecto, ni cuando derrapamos y nos salimos de la carretera.

—No los conoces —dice—. A ninguno de los dos.

No sé con certeza cuándo comenzó a llover: cuando íbamos a la feria del libro a ver a mi madre, o de camino al hospital, cuando yo estaba ya en la ambulancia.

—Una vez encontré una reseña del primer libro importante de Vincent —continúa Paul—. Un recorte que había en su casa. Era de principios de los años setenta, cuando Vincent era el personaje de moda en Columbia, antes de que llegara al Instituto y su carrera se viniera abajo. Era un texto brillante, el tipo de reseña que los profesores sueñan. Al final decía: «Vincent Taft ya ha emprendido su próximo proyecto: una historia definitiva del Renacimiento italiano. A juzgar por su obra existente, será ciertamente un opus magnum; uno de esos raros logros en los cuales escribir sobre historia se transforma en hacer historia». Lo recuerdo palabra por palabra. Lo encontré en la primavera de segundo, antes de conocerlo realmente. En ese momento comprendí por primera vez quién era.

Una reseña. Como la que le mandó a mi padre, sólo para asegurarse de que la viera. La patraña Belladonna, por Vincent Taft.

—Era una estrella, Tom. Tú lo sabes. Tenía más ideas que toda la facultad junta. Pero se vino abajo. No se quemó, simplemente se vino abajo.

Las palabras ganan impulso, acumulándose en el aire como si pudiera lograrse un equilibrio entre la presión que Paul lleva dentro y el silencio que reina afuera. Mesiento como si intentara nadar, como si agitara brazos y piernas mientras me arrastra la marea. Paul comienza de nuevo a hablar de Taft y Curry y me digo que no son más que personajes de otro libro, hombres con sombreros, producto de una imaginación agotada. Pero cuanto más habla Paul, más los veo como él los ve.

Tras la debacle que rodeó al diario del capitán de puerto, Taft abandonó Manhattan y se instaló en una casa de listones de madera blanca perteneciente al Instituto, a poco más de un kilómetro al suroeste del campus de Princeton. Tal vez lo afectó la soledad, la ausencia de colegas contra los cuales probar su fuerza, pero en cuestión de meses comenzaron a circular en la comunidad académica rumores acerca de sus problemas con la bebida. La historia definitiva que había planeado expiró silenciosamente. Su pasión, su dominio sobre su propio talento, se derrumbó.

Tres años después, con motivo de su siguiente publicación —un delgado volumen sobre el papel de los jeroglíficos en el arte del Renacimiento—resultó evidente que la carrera de Taft se había estancado. Siete años después, cuando se publicó su siguiente artículo en una revista menor, un reseñista dijo que su decadencia era una tragedia. Según Paul, la pérdida de lo que Taft tuvo con mi padre y con Curry siguió persiguiéndolo. En los veinticinco años que pasaron entre su llegada al Instituto y su encuentro con Paul, Vincent Taft publicó sólo en cuatro ocasiones; prefirió pasar el tiempo escribiendo crítica sobre las obras de los otros, y en particular de mi padre. Ni una sola vez recuperó el fogoso genio que había tenido en su juventud.

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