Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (58 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
12.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Durante el año pasado, al leer todas estas historias y novelas en las que, a veces, hay un párrafo, una frase o una expresión que contiene algo auténtico, me vi obligada a reconocer que los instantes de arte auténtico proceden siempre de una emoción íntima y repentina, pura e imposible de disimular. Incluso en un texto traducido es imposible no reconocer estos instantes rapidísimos de auténtico sentimiento personal. Y leo todo esto rogando que salga una sola historia corta, una novela o siquiera un artículo escrito desde el principio al fin con auténtico sentimiento personal.

Y ésta es la paradoja: yo, Anna, rechazo mi propio arte «malsano»... y rechazo también el arte «sano» cuando lo encuentro.

La cuestión es que todos estos textos son esencialmente impersonales. Su trivialidad deriva de ese carácter impersonal. Es como la obra de un nuevo anonimato del siglo veinte.

Desde que formo en el Partido, mi «trabajo» se ha centrado, sobre todo, en dar conferencias sobre arte a grupitos de personas. El contenido de mis conferencias es más o menos como sigue: «El arte, durante la Edad Media, era comunitario e impersonal, y procedía de la conciencia del grupo. Estaba exento del aguijón doloroso de la individualidad del arte de la era burguesa. Algún día dejaremos atrás el punzante egoísmo del arte individual. Regresaremos a un arte que no expresará las mismas divisiones y clasificaciones que el hombre ha establecido entre sus semejantes, sino su responsabilidad para con el prójimo y con la fraternidad. El arte occidental se convierte cada vez más en un grito de tormento que refleja un dolor. El dolor se está transformando en nuestra realidad más profunda...». (He estado diciendo cosas por el estilo. Hace unos tres meses, en mitad de una conferencia, empecé a tartamudear y no pude terminarla. No he dado más conferencias. Sé muy bien lo que significa este tartamudeo.)

Se me ha ocurrido que la razón por la que he venido a trabajar para Jack ha sido, sin yo saberlo, que quería enfocar minuciosamente mis preocupaciones más hondas e íntimas sobre el arte, la literatura (y, por lo tanto, sobre la vida), y acerca de mi rechazo a volver a escribir. Deseaba tener la oportunidad de observar esas preocupaciones diariamente, sin escapatoria posible.

Lo he discutido con Jack. Él me escucha y comprende. (Siempre comprende.)

—Anna, el comunismo no tiene ni cuatro décadas. Hasta ahora, casi todo el arte que ha producido es malo. Pero ¿por qué no crees que nos hallamos ante los primeros pasos de un niño que aprende a andar? Dentro de un siglo...

—O de cinco siglos —le corto en tono burlón.

—Dentro de un siglo puede que nazca el nuevo arte. ¿Por qué no?

—No sé qué pensar. Pero empiezo a temer que he estado diciendo tonterías. ¿Te das cuenta de que las únicas razones que damos versan siempre sobre lo mismo: la conciencia individual, la sensibilidad individual?

Es él quien se burla ahora:

—¿Y va a ser la conciencia individual la que produzca tu gozoso arte comunitario, sin egoísmos?

—¿Por qué no? ¿Quizá la conciencia individual es también un niño aprendiendo a caminar?

Y él afirma con la cabeza como diciendo: «Sí, muy interesante, pero sigamos con nuestra labor».

La lectura de esta enorme cantidad de literatura es sólo una pequeña parte de mi trabajo. Porque sin que haya sido el propósito o la intención de nadie, mi trabajo se ha convertido en algo muy diferente. Es trabajo «de asistenta social», como dice Jack, en broma, y yo misma y hasta Michael, quien me pregunta:

—¿Cómo va tu labor de asistenta social, Anna? ¿Has salvado alguna otra alma últimamente?

Antes de ponerme a hacer mi «labor social», bajo de nuevo al lavabo, me maquillo, me lavo entre las piernas, y me pregunto si la decisión que acabo de tomar de salir del Partido se debe a que hoy tengo las ideas más claras porque he decidido anotarlo todo con detalle. En tal caso, ¿quién es la Anna que va a leer lo que escribiré?

¿Quién es el otro yo cuya crítica temo o cuya mirada, al menos, es diferente de la mía cuando no pienso, ni anoto, ni me fijo? ¿Y si mañana, cuando el Otro ojo de Anna me contemple, decido no salir del Partido? Porque lo cierto es que echaré de menos a Jack. ¿Con qué otra persona podré hablar, sin reservas, de todos estos problemas? Con Michael, claro..., pero él está a punto de dejarme. Y, además, siempre habla con amargura. Lo interesante es lo siguiente: Michael, el ex comunista, el traidor, el alma perdida, y Jack, el burócrata comunista. En cierto sentido, Jack es quien ha asesinado a los camaradas de Michael (aunque yo también, pues estoy en el partido), es Jack quien llama traidor a Michael... y es Michael quien llama asesino a Jack. Y, sin embargo, estos dos hombres (si se encontraran no intercambiarían una sola palabra de desconfianza) son los dos con quienes puedo hablar, los dos que comprenden lo que siento: forman parte de la misma experiencia. Estoy en el lavabo, perfumándome los sobacos para contrarrestar el olor de la mohosa sangre que se ha derramado, y de pronto caigo en la cuenta de que lo que estoy pensando sobre Jack y Michael es la pesadilla del pelotón de fusilamiento y de los prisioneros que se cambian de sitio. Me siento mareada y confusa. Subo a mi despacho y pongo a un lado los grandes montones de revistas:
Voks, Soviet Literature, Peoples for Freedom Awake!
,
China Reborn
, etc., etc. (el espejo donde hace un año que me contemplo), y veo que no puedo volver a leerlas. Simplemente, me resulta imposible leerlas. Ya no me dicen nada, no les encuentro ningún interés. Miro qué hay, hoy, en materia de «labor social». Y entonces Jack entra, porque John Butte ha vuelto al cuartel general, y me pregunta:

—Amia, ¿quieres compartir conmigo el té y los bocadillos?

Jack vive del salario oficial del Partido, que asciende a ocho libras, y su esposa gana aproximadamente lo mismo como maestra, Por lo tanto, tiene que procurar no excederse en sus gastos, y el no almorzar en un restaurante constituye un ahorro. Le agradezco su invitación, voy a su despacho y hablamos. No sobre las dos novelas, porque ya está todo dicho: se van a publicar, y ambos, cada uno a su manera, nos sentimos avergonzados. Jack tiene un amigo que acaba de llegar de la Unión Soviética con información privada sobre el antisemitismo vigente en aquel país. Y con rumores sobre asesinatos, torturas y toda clase de chantajes. Jack y yo comenzamos a contrastar detalladamente toda esta información. ¿Será verdad? ¿Será siquiera probable? Si es cierto, eso significa que... Y por centésima vez reflexiono sobre lo extraño que resulta que este hombre, que forma parte de la burocracia comunista, a pesar de todo no sepa mejor que yo o que cualquier comunista común, qué pensar. Por fin decidimos, también por centésima vez, que Stalin debe de haber sido un caso clínico de locura. Bebemos té y comemos bocadillos mientras hacemos especulaciones sobre si, de haber vivido nosotros en la Unión Soviética durante estos últimos años, hubiéramos decidido que nuestro deber era asesinarlo. Jack dice que no, porque Stalin es una parte tan importante de su experiencia, de su más honda experiencia, que aun cuando hubiese estado convencido de su locura criminal, en el momento de apretar el gatillo no habría sido capaz de consumar el crimen: habría apuntado el revólver hacia su propia persona. Y yo digo que tampoco hubiera podido, porque «el crimen político va contra mis principios». Y así, sin parar. Pienso en lo terrible y deshonesta que es nuestra conversación. Nosotros vivimos cómodamente, sin peligro, en el próspero Londres, con nuestras existencias y nuestra libertad a salvo de todo. Y ocurre una cosa de la que cada vez tengo más miedo: las palabras pierden sentido. Oigo a Jack hablarme, y a mí hablarle, y me parece como si las palabras que salen de nuestro interior, de un lugar anónimo de nosotros mismos, no significasen nada. Continuamente
veo
ante mis ojos escenas de lo que estamos hablando: muertes, torturas, interrogatorios y demás; y las palabras que pronunciamos no tienen nada que ver con lo que estoy viendo. Suenan como el farfullar de un idiota, como el hablar de un loco. De pronto, Jack me pregunta:

—¿Vas a dejar el Partido, Anna?

—Sí.

Jack hace un signo con la cabeza. Es un gesto afable, no crítico, un gesto de soledad. Al instante se abre un abismo entre nosotros dos, no de desconfianza, porque estamos seguros uno de la otra, sino de la experiencia futura. Él se queda porque ha estado dentro mucho tiempo, porque ha sido toda su vida, porque sus amigos están dentro y van a seguir estándolo. Así que pronto, cuando nos encontremos, seremos como extraños. Y yo pienso en lo buen hombre que es, y en todos los que son como él, y en cómo han sido traicionados por la historia... Sí, ya sé que ésta es una expresión melodramática; pero no la uso en su sentido melodramático, porque es real, justa. Y si le dijera a Jack lo que pienso, él se limitaría a hacer un gesto amable con la cabeza, me miraría, yo le devolvería la mirada, y ambos nos comprenderíamos irónicamente, diciendo:

—Hágase la voluntad del Señor, etcétera, etcétera. (Nuestra actitud sería como la de los dos hombres que cambian de sitio frente al pelotón.) Me fijo en él. Está sentado sobre la mesa, con un bocadillo seco y desabrido, en la mano, a medio comer. Su aspecto es, a pesar de todo, el de un profesor universitario, que es lo que podría haber decidido ser: juvenil, con gafas, pálido, intelectual... y decente. Sí, ésta es la palabra, decente. Y, sin embargo, detrás de él, formando parte de él, como de mí, está la siniestra historia de sangre, de asesinatos, desgracias, traiciones y mentiras.

—¿Lloras, Anna?

—No me costaría nada.

Afirma con la cabeza y añade:

—Tienes que hacer lo que creas tu deber.

Me echo a reír, porque acaba de hablar según su educación británica, su conciencia de persona decente e inconformista. Y él, que sabe por qué me río, afirma con la cabeza y replica:

—Todos somos el resultado de nuestra experiencia. Yo cometí el error de nacer como ser consciente al principio de la década de los años treinta.

De pronto, mi desdicha se hace insoportable y digo:

—Jack, vuelvo a mi trabajo.

Y regreso a mi despacho y escondo la cabeza entre los brazos, y doy gracias a Dios de que la estúpida secretaria haya salido a almorzar. Pienso: «Michael me está abandonando, se ha terminado. Aunque él salió del Partido hace mucho tiempo, también forma parte de toda la cosa. Y yo voy a darme de baja del Partido. Es una etapa de mi vida que ha terminado. Pero ¿qué va a seguir?». No lo sé. Lo único claro es que me dirigiré voluntariamente hacia algo nuevo. No me queda otro remedio. Cambiar de piel o volver a nacer. La secretaria, Rose, entra, me sorprende con la cabeza entre los brazos, y me pregunta si estoy enferma. Yo le contesto que voy atrasada de sueño, que estaba echando una siesta, y empiezo con mi «trabajo de asistenta social». Lo echaré de menos cuando me vaya. Me sorprendo pensando: «Voy a echar de menos la ilusión de que estoy haciendo una cosa útil, y me pregunto si de verdad es una ilusión».

Hará unos dieciocho meses, en una de las revistas del Partido, salió un párrafo corto anunciando que la editorial Boles & Hartley había decidido publicar novelas además de sus habituales libros de sociología, historia, etc., que son su especialidad principal. Y en seguida llegó al despacho de la firma una invasión de manuscritos. Bromeábamos, diciendo que todos los miembros del Partido deben de ser novelistas en sus ratos libres. Pero pronto cesó la broma, porque a cada manuscrito, alguno evidentemente guardado en un cajón desde hacía años, le acompañaba una carta. Y esas cartas se han convertido en mi ocupación especial. La mayoría de las novelas son malísimas o, sencillamente, impublicables. En cambio, las cartas provienen de un clima del todo distinto. Le he dicho a Jack que era una pena que no pudiéramos publicar una selección de cincuenta de esas cartas, en forma de libro. A lo cual me ha contestado:

—Pero, Anna, querida mía, eso sería ir en contra del Partido. ¡Qué cosas sugieres!

Una carta típica: «Querido camarada Preston: No sé qué pensarás de lo que te mando. Lo escribí hace unos cuatro años. Lo mandé a unos cuantos de los editores "reputados" de siempre. ¡Sobran los comentarios! Cuando vi que Boles & Hartley había decidido fomentar la narrativa, además de los folletos filosóficos de costumbre, me atreví a probar fortuna otra vez. Es posible que esta decisión sea el tan anhelado indicio de que el Partido ha adoptado una actitud nueva hacia la creación auténtica. Sea lo que sea, espero con ansia vuestra decisión, ¡no hay ni que decirlo! Saludos, camarada.— P.D.: Me resulta muy difícil encontrar tiempo para escribir. Soy secretario de la rama local del Partido (que en estos diez años se ha reducido de cincuenta y seis miembros a sólo quince, la mayoría de los cuales están adormilados). Milito en mi sindicato. Además, soy secretario de la sociedad de música de la localidad. Sí, lo siento, pero yo creo que no debemos despreciar las manifestaciones de cultura local como esa, aunque sé perfectamente cuál sería el comentario de los del Comité central. Y, por si fuera poco, tengo mujer y tres niños. De modo que para poder escribir esta novela (si se le puede llamar novela), me levanté cada mañana a las cuatro, escribiendo tres horas antes de que se despertaran los niños y mi querida media naranja. Y luego me iba a la oficina y empezaba el trote para los amos, que en este caso eran Beckly Cement Co. Ltd. ¿Los habéis oído nombrar? Pues creedme, si pudiera escribir una novela sobre ellos y lo que hacen, me encontraría en los tribunales por difamación. ¿Ha quedado claro?».

Otra también típica: «Querido camarada: Con gran temor y nerviosismo te mando mis cuentos. Espero tu juicio
justo y sensato:
¡me los han devuelto ya tantas veces de las así llamadas revistas culturales! Me alegra que por fin el Partido juzgue oportuno fomentar el talento entre sus filas, en lugar de hablar sobre la Cultura en todos los discursos, pero sin hacer nada práctico para remediar al situación. Todos esos tomos sobre el materialismo dialéctico y la historia de la rebelión de los campesinos están muy bien, pero ¿qué hay sobre lo que está vivo y coleando ahora? He tenido bastante experiencia como escritor. Empecé durante la guerra (la segunda mundial), en que escribí para la revista de nuestro batallón. Desde entonces, he escrito siempre que he tenido tiempo. Ésta es la pega. Con mujer y dos hijos (y mi mujer está totalmente de acuerdo con los oráculos de King Street, cuando dicen que más le vale a un camarada ocuparse en distribuir folletos que
perder el tiempo
haciendo garabatos)
, hay que luchar constantemente, no sólo con ella, sino, además, con los funcionarios de la rama local del Partido, pues todos ponen mala cara cuando les digo que quiero que me dejen tiempo libre para escribir. Saludos, camarada».

BOOK: El Cuaderno Dorado
12.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

My Life as a Quant by Emanuel Derman
Double by Jenny Valentine
Prophet by Mike Resnick
Babyhood (9780062098788) by Reiser, Paul
The Body in the Snowdrift by Katherine Hall Page
Making Monsters by Kassanna
Jackaby by William Ritter
Batteries Not Required by Linda Lael Miller