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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (9 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Sí. Amaba a Tubilok.

Pero, mientras tanto, seguía llevando a cabo las siguientes fases de su plan, sin tan siquiera ser consciente de que se trataba de un plan. Tras limpiar la espada de la sangre de su amada, terminó de lijarla, la calentó de nuevo, la templó con aceite y después la pulió. El resultado era una hoja brillante como la plata, con unas líneas de templado onduladas que revelaban la perfecta fusión entre los duros filos terrenales y el flexible corazón de hierro y níquel fabricado en el núcleo de una supernova.

Después de eso se olvidó temporalmente de la espada; negligencia que él mismo había programado. De vuelta en el Bardaliut, cada vez que pensaba en su herrería y se acordaba de la hoja arrumbada en un rincón, se decía a sí mismo que la eternidad era muy larga y que algún día terminaría de fabricar aquella arma. O tal vez no, pues la guerrera a quien se la había querido regalar estaba muerta. ¿Para qué continuar forjando algo tan obsoleto?

Tramórea continuaba sumida en un eclipse perpetuo. La temperatura bajaba en todo el continente, los lagos y los ríos se helaban. Pero apenas llovía, pues no había rayos de sol que evaporaran el agua. Incluso con lluvia, las plantas no habrían podido sobrevivir sin luz. Todo el continente empezaba a convertirse en un vasto erial. Los descendientes de los humanos a los que el mismo Tubilok contribuyera a salvar miles de años antes, tras el desastre que había acabado con la vieja Tierra, ahora perecían en masa.

Ninguno de los dioses comprendía qué pretendía Tubilok con aquel genocidio. No era algo que les robara el sueño, ciertamente, siempre que ellos conservaran sus propias y valiosísimas vidas. Pero Tramórea era para los Yúgaroi un gran parque de atracciones, y los humanos piezas que manipulaban para que lucharan entre sí en partidas de estrategia, juguetes que usaban como objetos sexuales o simplemente súbditos por los que se dejaban adorar, lo que hinchaba unos egos a los que no les faltaba precisamente volumen.

Mientras tanto, Tubilok permanecía encerrado en su observatorio, una cámara privada situada en el extremo sur del Bardaliut, orientado hacia el Sol. Allí le daba vueltas a su lanza, rodeado de proyecciones y simulaciones, y utilizaba el enorme poder de procesamiento de las almas cautivas para calcular una y otra vez. Los demás dioses sospechaban que estaba perfeccionando su estrategia para un nuevo asalto al Onkos en su demencial guerra contra las Moiras. Pero ni en la intimidad de sus palacios individuales se atrevían a pensarlo, por temor a que Tubilok lo considerase como una crítica contra él.

Al tiempo que la raza humana languidecía, el dios que más había hecho por protegerla, Tarimán, trataba de abstraerse del triste destino de los mortales, ya que no se hallaba en su mano evitarlo. Para matar el tiempo se dedicó durante unos días a una tarea privada: crear una pequeña inteligencia artificial.

Por las vastas salas del Bardaliut pululaban decenas de miles de IAs que se encargaban de las tareas de mantenimiento, algunas en cuerpos humanoides, otras en vehículos motorizados y la mayoría en pequeños dispositivos de todo tipo. También las había supervisando las interfases del Prates y el suministro de gravedad y energía de Tramórea y Agarta. Aunque por su capacidad de procesamiento, aprendizaje e improvisación podían considerarse realmente inteligentes, la inmensa mayoría no llegaban a adquirir conciencia de sí mismas, ni siquiera al nivel más elemental, ya que no era necesario para sus labores.

La que Tarimán diseñó era distinta. Su intención primitiva, cuando Zemal aún vivía, había sido programar una IA que simulara su personalidad. Para ello pretendía practicarle a la joven un profundo barrido cerebral y alimentar esa simulación con sus recuerdos y su personalidad. ¿Cuál era su intención? Entonces lo había considerado un sencillo divertimento. Pero en realidad, se trataba de un paso más en el plan que había concebido antes de injertar los tres ojos de los Tíndalos a Tubilok.

En cualquier caso, una vez muerta la joven, no le quedó más remedio que alterar su diseño. Cuando Tubilok desapareció de la forja, Tarimán bajó el cadáver de Zemal a los subterráneos de la herrería, donde tenía un laboratorio más en armonía con la tecnología posthumana que solía utilizar. Allí escaneó sus conexiones neuronales, pero el cerebro ya estaba muerto y tan sólo consiguió rescatar una pálida sombra de lo que había sido la Atagaira.

De regreso en el Bardaliut, rellenó aquella armazón de personalidad con sus propias grabaciones y recuerdos sobre la joven. ¿Qué habría opinado Zemal de haber sabido que todo lo que ocurría entre ambos quedaba registrado en los implantes de memoria de Tarimán, a veces incluso grabado por cámaras externas? ¿Se habría excitado contemplando en un holograma cómo hacían el amor, o le habría parecido una perversión?

Tarimán esperaba que la simulación le respondiera. Pero sabía que no sería la respuesta de la auténtica Zemal, sino de un híbrido entre la personalidad de la Atagaira y sus propios recuerdos.

Ni él mismo sabía demasiado bien por qué estaba haciendo aquello. Suponía que cuando terminara podía cargar esa personalidad en un autómata semiorgánico. Por otra parte, fabricarse una compañera sexual cuya IA imitara a la de una amante perdida le parecía un tanto sórdido, algo más propio de la retorcida Shirta o del depresivo Rimom.

En cualquier caso, cuando terminó tenía una inteligencia artificial contenida en un minúsculo ordenador topológico de cuasipartículas. Conectó la IA a un simulador de sonido y voz, y el rostro de la joven flotó en el aire ante él. Al ver sus gestos y escuchar aquella voz con las mismas inflexiones, sintaxis y vocabulario de su amada, los ojos de Tarimán se humedecieron durante unos segundos. Después, aquella emoción quedó sepultada bajo chorros de endorfinas.

—¿Por qué me has traído de vuelta de la muerte, amor? —le preguntó ella en tono a medias de ternura y a medias de reproche—. Sabes bien que no soy yo. Lo único que puedes conseguir con esta imitación es añorarme más y aumentar tu tristeza.

Más adelante, Tarimán se preguntaría si, cuando tramó su conspiración personal contra Tubilok, había previsto la muerte de Zemal, o simplemente había adaptado los planes a las nuevas circunstancias.

—Tienes razón —contestó Tarimán, y desactivó la IA, pensando que crearla había sido un error.

P
asaron más días. Tarimán recordó la espada arrinconada en la forja, y decidió bajar de nuevo a Agarta. Pero en ese momento Tubilok lo mandó llamar. Aunque el señor de los dioses podría haberse teleportado ante él, en aquellos tiempos prefería alimentar su imagen de majestad utilizando como heraldo real a la bellísima y etérea Anurie.

—Nuestro bienamado señor Tubilok requiere tu presencia en el observatorio, divinal herrero —le dijo Anurie con voz grave, tomándose muy en serio su papel de mensajera de los dioses.

—Dile que sus órdenes son mis deseos —contestó Tarimán, sabedor de que Tubilok estaba espiando aquella conversación en todos sus niveles.

Como los demás dioses, Tarimán tenía implantado en su tórax un anillo de materia híbrida. Lo activó con una inyección de energía, y una parte mínima de ese anillo se convirtió en materia exótica. El campo de repulsión lo alejó del suelo, y voló hacia el eje del Bardaliut. Cuanto más se acercaba a él, menos efecto ejercía sobre su cuerpo la gravedad artificial simulada por el giro del inmenso cilindro. En otras ocasiones Tarimán llegaba hasta el eje levitando en una graciosa espiral, pero ni se le pasaba por la cabeza hacer esperar a Tubilok, de modo que se dio un nuevo impulso para vencer el efecto de Coriolis y volar en línea recta.

Se hallaba en el centro geométrico del Bardaliut. A cinco mil metros bajo sus pies se encontraba su mansión, en el suelo desde el que había alzado el vuelo. Pero ese suelo se curvaba a ambos lados y subía hasta convertirse en el techo a otros cinco mil metros sobre su cabeza. Por supuesto, le bastaba con girar sobre sí mismo en la ingravidez del eje para que el suelo se transformara en techo y el techo en suelo. Todo era cuestión de perspectivas.

Incluso podía dar un giro de noventa grados a su sistema de referencias. Al hacerlo, suelo y techo se convertían en paredes separadas por dos larguísimos ventanales transparentes. De esas paredes, conocidas por ellos como «valles», colgaban bosques, jardines, palacios y lagos que milagrosamente no se derramaban. Abajo, a veinte kilómetros, se encontraba el casquete cóncavo que cerraba el cilindro por la parte opuesta al Sol, conocido por los dioses como «norte» y arriba, a la misma distancia, el que apuntaba hacia el astro rey, el casquete «sur».

De nuevo, abajo y arriba, norte y sur eran conceptos arbitrarios. Pero Tarimán había nacido en la vieja Tierra y no podía dejar de pensar que el Sol siempre se hallaba en lo más alto.

Por el eje del cilindro corría un magnetocarril. Tarimán no se molestó en tomar un vehículo. Acercó el gancho de su arnés al raíl y voló hacia el casquete sur. Aunque no llegó a superar la velocidad del sonido, apenas tardó un minuto en llegar.

Una vez allí, atravesó las esclusas y el túnel de unión con la sala de control. Durante su largo reinado, el pomposo Manígulat lo había bautizado como «salón del trono». Era un cilindro mucho menor que el gran hábitat, de modo que su giro brindaba apenas la gravedad suficiente para no despegarse del suelo al primer estornudo. Aquel lugar les estaba vedado a todos a no ser que recibieran autorización. En el pasado, ese salvoconducto lo concedía Manígulat. Ahora dependía del todopoderoso y omnisciente Tubilok.

En la sala montaban guardia Gankru y Molgru, que sometieron a Tarimán a un registro humillante e innecesario. ¿Qué arma podría ocultar en su cuerpo quien no podía esconder ni sus pensamientos?

—Puedes pasar —dijo Molgru con su voz chirriante.

Tarimán atravesó un nuevo túnel, un conducto angosto de tres mil metros de largo. Al otro lado de las paredes transparentes se veía un laberinto de anillos estabilizadores y de defensa que giraban en armonía con el cilindro central, y gigantescos espejos solares que habrían quemado las retinas de Tarimán si sus córneas no se hubieran adaptado automáticamente para filtrar la luz.

Por fin, tras cruzar dos membranas osmóticas que se cerraron tras él con un sonoro
plop
, entró en el observatorio, el sanctasanctórum de Tubilok. En ese momento, no había gravedad en la esfera y las paredes estaban programadas para ser tan diáfanas que la sensación resultante era la de que ambos flotaban en el vacío del espacio.

Tarimán miró a sus pies. Abajo se divisaba la ingente masa del Bardaliut, girando con cierta parsimonia. A ambos lados del hábitat de los dioses se extendía el Cinturón de Zenort, que se curvaba en la distancia hasta convertirse en un anillo blanquecino. Más abajo aún se hallaba Tramórea. El continente central seguía sumido en una oscuridad perpetua, pues cuando escapaba de la sombra proyectada por Taniar entraba en la zona de noche, y cuando salía de ésta volvía a caer bajo aquel eclipse artificial, antojo de Tubilok.

Después miró hacia arriba —siempre una elección arbitraria—. Allí lo aguardaba el glorioso Tubilok, recortándose contra el resplandor del Sol.

—Me has hecho llamar, mi señor, y he acudido.

El rey de los dioses no se anduvo con preámbulos.

—¿Para qué bajas a tu fragua? La última vez no tramabas nada bueno contra mí.

Tarimán agachó la cabeza. Por suerte, aquel gesto de humildad le libraba de mirar a la cara a Tubilok y soportar que se le clavaran a la vez las nueve pupilas negras. Evidentemente, no llegó a pensar que fuera una suerte. Como mucho, lo sintió en sus tripas.

—Reconozco mi culpa, mi señor, mas sabes que no fue del todo mi responsabilidad. No gozo de tu omnisciencia y no podía haber previsto que esa mujer querría tentarme para que conspirara contra ti. De haberlo sabido, la habría matado antes. Entre horribles tormentos, añado.

—Sé que sigues sintiendo algo por ella.

—Supongo que me ocurre en lo más hondo de mis vísceras, pero soy un dios y controlo mis glándulas y mis sentimientos. Sé que me equivoqué al interesarme tanto por ella, mi señor.

—Piensas que ella te amaba a ti.

—¿Qué más da el amor que pueda sentir una mascota?

—Haces bien. Ella te dijo que te amaba. Sin embargo, lo que una mujer le dice a su amante inflamado de deseo está escrito en el aire y en el agua. ¡La mujer es mudable como una pluma al viento, y cambia de palabra y de pensamiento!

—Sabias son tus palabras, mi señor.

—Ah, Tarimán. No eres del todo sincero, aunque veo que te esfuerzas. Sé que no es fácil acostumbrarse a pensar del modo correcto en esta nueva era. Pero tendrás tiempo, pues planeo ser el señor supremo todo el resto de la eternidad.

Tarimán debía estar aprendiendo realmente a multipensar, o se había convertido en un vasallo más rastrero de lo que él mismo habría esperado, pues ni el asomo de un comentario sarcástico pasó por su cabeza. Años después, al reflexionar sobre aquello se diría que Tubilok, como todos los totalitarios, sembraba la confusión, la culpa y las dudas en las mentes de sus súbditos para destruirlos moralmente, en parte por asegurar su reinado y en parte por el puro placer de demostrar que podía hacerlo.

—No me has contestado todavía, divinal herrero. ¿Para qué bajas a tu fragua?

—He recordado que no terminé de forjar esa espada, mi señor.

—¿Para qué quieres terminarla si la mujer a la que pensabas regalársela está muerta?

—Precisamente porque su muerte me es indiferente. Abandoné la fabricación de la espada porque me producía dolor, pero ese dolor ya no existe, y me doy cuenta de que en realidad nunca existió.

—¡Enhorabuena, Tarimán! Empiezas a comprender que la voluntad, el pensamiento y la realidad forman una unidad inseparable.

Tarimán alzó los ojos hacia su señor. Atiborrado de endorfinas, sintió un cálido amor que se derramaba por sus miembros.

—Es un presente indigno, pero cuando termine esa espada desearía ofrendártela.

—¿Una espada? No tengo vocación de anticuario. No obstante, cuando la termines enséñamela y ya veré. Eres libre de seguir malgastando tu tiempo como quieras. Lo que más os sobra es tiempo..., mientras el tiempo siga existiendo tal como lo habéis concebido hasta ahora.

Tras tan enigmática frase, Tubilok le dio la espalda y flotó, haciendo girar la lanza entre sus manos mientras contemplaba las estrellas, que allí arriba, fuera del velo de la atmósfera, relucían como diamantes y rubíes.

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