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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (2 page)

BOOK: El círculo mágico
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Clio volvió a introducir las láminas en la ampolla. Sin embargo cuando inició junto con Aszi el largo camino de regreso a la superficie a través de las cuevas, temió entender lo que ese momento significaba en realidad. Era como su padre había imaginado siempre. Al desenterrar una botella así, una botella llena de tiempo, al destapar la voz largamente muda del pasado, estaba abriendo una puerta que quizá debería haber permanecido cerrada. Una caja de Pandora.

Esa noche, la canción de la Sibila, que había yacido muda en la oscuridad bajo el volcán, había vuelto a despertar para que los humanos la oyeran de nuevo por primera vez desde hacía casi dos mil años.

ENTRADA EN EL CÍRCULO

Y [Jesús] nos pidió que formáramos un círculo tomándonos unos a otros de las manos, y él se quedó en el centro y dijo: « Contestad Amén a mis palabras.» Y empezó a cantar y a decir...

Bailad todos.

Porque el universo pertenece a quien baila.

Aquel que no baila no sabe lo que sucede.

Si seguís mi baile, ved en mí, que hablo. Y cuando hayáis visto lo que yo veo, guardad silencio sobre mis misterios.

Yo salté: ¿Pero entiendes la totalidad?

Hechos de san Juan,

Nuevo Testamento Apócrifo

Jerusalén: principios de la primavera, 32 d.C.

LUNES

Poncio Pilatos tenía problemas; problemas muy graves. Pero le parecía la más amarga de las ironías que, por primera vez en los siete años de su cargo como
praefectus
romano, gobernador de Judea, los judíos no tuvieran la culpa de todo aquello.

Estaba solo, sentado por encima de la ciudad de Jerusalén, en la terraza del palacio construido por Herodes el Grande, con vistas a la pared oeste y a la entrada de Jaffa. Un sol de rigor incendiaba las hojas de los granados de los jardines reales y resaltaba el legado de Herodes: unas jaulas doradas llenas de palomas. Más allá de los jardines, la ladera del monte Sión estaba cubierta por las acacias en flor. Pero Pilatos no podía concentrarse en lo que lo rodeaba. Al cabo de media hora, tendría que pasar revista a las tropas que se iban a acuartelar allí como preparación de la semana de la fiesta judía. En estas ocasiones siempre se creaban conflictos, con tantos peregrinos en la ciudad, y temía una debacle como las que había presenciado en el pasado. Pero ése no era con mucho el mayor de sus problemas.

Para ser una persona que ostentaba un cargo tan importante, Poncio Pilatos tenía un origen sorprendentemente humilde. Como indicaba su nombre, descendía de antiguos esclavos, con un antepasado a quien se había concedido el
pilleus,
el casquete que distinguía a un hombre liberado que, gracias a las acciones nobles y al esfuerzo personal, era nombrado ciudadano del Imperio romano. Sin formación ni medios, sino mediante la combinación de inteligencia y trabajo, Poncio Pilatos había ascendido hasta incorporarse a la orden ecuestre de Roma y ahora era caballero del reino. Cuando tuvo la gran fortuna de ser descubierto por Lucio Elio Sejano, su estrella, junto con la de su protector, empezó a elevarse como un meteoro en el firmamento.

En los últimos seis años, mientras el emperador Tiberio se había mantenido en un resplandeciente retiro y se había establecido en la isla de Capri (los rumores apuntaban a que sus apetencias sexuales se dirigían hacia chicos jóvenes, bebés de pecho y un zoo exótico con animales importados), Sejano se había convertido en el hombre más poderoso, odiado y temido de Roma. Como cónsul del senado romano, Sejano tenía libertad para gobernar a su antojo y arrestaba a sus enemigos con cargos falsos, a la vez que extendía su control en el exterior asignando a sus propios candidatos para cargos en el extranjero, como era el caso de Poncio Pilatos en Judea. En una palabra, ése era el principal problema de Poncio Pilatos, porque Lucio Elio Sejano había sido muerto.

Sejano no sólo había fallecido, sino que lo habían ejecutado por traición y conspiración por orden del mismo Tiberio. Había sido acusado de seducir a la nuera del emperador, Livila, que presuntamente le habría ayudado a envenenar a su marido, el único hijo de Tiberio. Cuando el documento del emperador en Capri se leyó en voz alta ante el senado romano, el otoño anterior, el cruel y despiadado Sejano, cogido totalmente por sorpresa por la traición, se desmoronó y tuvieron que ayudarlo a salir de la cámara. Esa misma noche, por orden del senado romano, Lucio Elio Sejano fue estrangulado en prisión. Su cuerpo sin vida fue desnudado y abandonado en las escaleras del Capitolio, donde permaneció tres días para la diversión o las represalias de los ciudadanos romanos, que le escupieron, orinaron y defecaron encima, lo apuñalaron, soltaron sobre él a sus animales y, por último, lo lanzaron al Tíber para que los peces terminaran con sus restos. Pero el fin de Sejano no era el fin de la historia.

Todos los miembros de su familia fueron perseguidos y destruidos, incluso su hija pequeña, quien según las leyes romanas no podía ser ejecutada debido a que era virgen. De modo que los soldados la violaron primero para degollarla después. La mujer de la que se había separado Sejano se suicidó; Livila, su cómplice, murió a manos de su propia familia, que la dejó encerrada en una habitación hasta que murió de hambre. Y ahora, menos de medio año después de su muerte, cualquier aliado o colaborador de Sejano que no hubiese sido ejecutado se había suicidado tomando veneno o clavándose la espada.

Poncio Pilatos no se sentía horrorizado ante estas acciones. Conocía muy bien a los romanos, aunque él no sería nunca uno de ellos. Ése fue el error que Sejano había cometido: había querido convertirse en un noble romano, casarse con un miembro de la familia imperial y ostentar su poder. Sejano había creído que su sangre enriquecería el linaje de los reyes. En lugar de eso, enriquecía el cieno del río.

Pilatos no albergaba tal tipo de esperanzas respecto a su situación inmediata. Por muy cualificado que estuviera para el puesto, por muy alejado de Roma que estuviera su cargo provincial de Judea, todo lo que debía a su anterior benefactor lo perjudicaba sobremanera, y había otras asociaciones que los conectaban entre sí. Las acciones de Pilatos respecto a los judíos, por ejemplo, podían ser consideradas como una réplica de las de Sejano, quien había iniciado su carrera política con una serie de purgas de los judíos romanos y que había terminado por prohibir por completo la presencia de judíos en Roma, una orden que había sido derogada hacía poco por orden imperial. Tiberio alegó que nunca había deseado la intolerancia hacia ninguno de sus subditos, que todo había sido obra de Sejano. Eso puso muy nervioso a Pilatos, y no sin motivos. Durante los últimos siete años, Pilatos se había enfrentado a menudo a la chusma judía que tanto detestaba.

Por algún motivo que a Poncio Pilatos se le escapaba, los judíos, a diferencia de otros pueblos colonizados, quedaban excluidos de las leyes romanas y del servicio en el ejército, y estaban exentos de casi todas las formas de impuestos, incluidas las que pagaban los samaritanos e incluso los romanos que vivían en esas provincias. Según la legislación dictada por el senado romano, un ciudadano romano podía ser ejecutado sólo por entrar sin permiso en el Templo judío.

Y cuando Pilatos tuvo que recaudar fondos para finalizar el acueducto con objeto de dar vida a esas tierras de interior, ¿qué habían hecho los condenados judíos? Se habían negado a pagar el impuesto para el acueducto, afirmando que era el deber de los romanos proveer de lo necesario a los pueblos que habían conquistado y esclavizado. (Esclavizado, eso sí que tenía gracia. Con qué rapidez habían olvidado los tiempos de Egipto y Babilonia.) Así que había «tomado prestados» los fondos que necesitaba del diezmo del templo, había terminado el acueducto, y se acabaron las lamentaciones. No se acabaron los judíos ni sus misivas a Roma, pero no tenía nada que temer. Al menos mientras Sejano estaba vivo.

Ahora había un nuevo acontecimiento a la vista. Era algo que podía salvarlo y aplacar las iras de Tiberio, cuyo brazo era largo y su fuerza implacable cuando se trataba de emprender represalias contra subordinados que habían perdido su favor.

Pilatos se levantó y anduvo por la terraza, inquieto.

Sabía de buena tinta, por medio de sus delegados, ese nido de espías e informadores vital para el gobernador colonial de cualquier pueblo sometido, que había un judío que deambulaba por esos parajes afirmando, como muchos otros, que era el
inunctio:
el anunciado. Se trataba del que los griegos llamaban
christos,
el ungido, y al que los judíos denominaban
mashiah,
que según tenía entendido significaba lo mismo. Por lo visto era algo muy antiguo en la historia de su fe: esperaban a una persona, que llegaría de repente, y creían fervientemente que los libraría del cautiverio en el que se sentían sometidos y convertiría todo el mundo en un paraíso dominado por los judíos. En los últimos tiempos, el deseo de ser ese rey anunciado parecía haber alcanzado cotas álgidas, y para Poncio Pilatos era la bendición que había estado esperando. ¡Iban a ser los propios judíos quienes lo salvarían!

Tal como estaba la situación, tanto el sanedrín, el consejo judío de ancianos, como una legión de discípulos de la secta esenia, seguidores de aquel chiflado a quien hacía unos años le había dado por sumergir a las personas en el agua, apoyaban al nuevo candidato. Corría el rumor de que Herodes Antipas, tetrarca judío de Galilea, había mandado ejecutar a aquel loco porque había dicho que su esposa, Herodías, era una furcia. También se decía que Antipas había decapitado al joven a petición de su hijastra Salomé. ¿Acaso la perfidia de aquel pueblo no conocía límites? Antipas temía al nuevo anunciado; creía que era la reencarnación del hombre que había decapitado, que regresaba para vengarse del tetrarca.

Pero había un tercer contendiente en liza, lo que situaba a Pilatos en mejor posición: el sumo sacerdote judío Caifas, un títere de Roma con una policía más numerosa en Jerusalén que la de Pilatos, y casi con su mismo empeño en deshacerse de cualquier agitador que quisiera derrocar el Imperio Romano y el gobierno civilizado. Así pues, Caifas y Antipas odiaban y temían a este judío, y el sanedrín y los bañistas le daban apoyo. Mejor que mejor. Cuando el joven cayera, todos caerían con él.

Pilatos contempló la llanura que se extendía más allá de la pared oeste, donde ahora mismo se ponía el sol. Oyó el bullicio de las nuevas tropas que formaban en el patio como en cada festividad. Controlarían a todos los peregrinos que acudieran para celebrar el equinoccio de primavera que, como siempre, los judíos se empeñaban en equiparar con sus experiencias particulares y únicas: en este caso, el paso por sus casas de algún tipo de espíritu hacía más de mil años en Egipto.

Pilatos escuchó las órdenes del oficial de instrucción que llamaba al orden a los nuevos soldados y los ponía en su sitio. Oyó los ruidos de sus suelas de cuero moviéndose por las losas de mármol del patio. Por último, se inclinó sobre la barandilla de la terraza para ver a los soldados, que entornaron los ojos ante el sol del oeste que caía tras él como un aura feroz, de modo que sólo distinguían vagamente la silueta del prefecto. Siempre elegía esa hora del día y ese emplazamiento por este motivo.

—Soldados de Roma —dijo—, debéis estar preparados para la próxima semana, para las multitudes que peregrinarán hasta la ciudad. Debéis estar preparados para enfrentaros a acontecimientos que podrían ejercer una presión desmesurada sobre el Imperio. Corren rumores sobre la presencia de agitadores, cuyo objetivo es convertir lo que debería ser una celebración pacífica en una serie de disturbios y alteraciones del orden público. Soldados de Roma, la próxima semana puede ser un período en que las acciones de cada uno de nosotros cambie el curso del Impero, quizás incluso el curso de la historia. No olvidemos pues que nuestra primera obligación es impedir cualquier tipo de acto contra el estado o el
statu quo
por parte de quienes desean, por motivos de fervor religioso o de gloria personal, alterar el destino del Imperio Romano y cambiar el curso de nuestro sino.

MARTES

Todavía no había amanecido cuando José de Arimatea, soñoliento y agotado por el viaje, llegó a las puertas de Jerusalén. En la oscuridad de su mente, aún oía los sonidos de la noche anterior: el agua golpeando el casco de los grandes barcos, los remos sumergidos en el agua, los susurros sobre la superficie del mar a medida que la barca se aproximaba hacia la flota mercante, fondeada fuera del puerto de Joppa, a la espera de las primeras luces para entrar en el puerto.

Incluso antes de que el mensajero de Nicodemo se identificara y subiera a bordo, incluso antes de ver la nota que le había traído, José tuvo la premonición de una desgracia inminente. No se sorprendió de que la nota fuera críptica a fin de impedir que su contenido fuera visto y comprendido por otros. Pero para José despertaba miles de espectros por lo que no decía. Incluso ahora podía ver frente a él las palabras:

Date prisa. Ha llegado la hora.
NICODEMO

Había llegado la hora, decía. Pero, ¿cómo era posible?, pensaba José angustiado, ¡no era el momento!

José lanzó sensatez y precaución por la borda y despertó a la tripulación para ordenar que separaran su buque insignia del resto en ese mismo instante, en plena noche, y que condujeran el barco, solo, al puerto de Joppa.

Sus hombres discutieron acaloradamente esas órdenes, pensando sin duda que se había vuelto loco. Sin embargo, al atracar en el puerto, aún dio signos de mayor demencia. Dejó la seguridad de su valiosa carga en manos de la tripulación, algo insólito en el propietario de una flota mercante de tal tamaño, violó el toque de queda romano irrumpiendo en las calles, despertó a los criados, pidió que pusieran los arreos a los caballos y partió solo hacia la noche. Porque el sanedrín, el consejo judío de ancianos, se iba a reunir al amanecer. Y cuando lo hiciera, él tenía que estar presente a cualquier precio.

Por las peligrosas carreteras del campo, en el oscuro silencio roto sólo por el sonido de los cascos de los caballos contra la piedra, su respiración ardiente y el canto de los grillos en las arboledas lejanas, José oía el pensamiento silencioso susurrado una y otra vez en lo mas profundo de su propia cabeza: ¿Qué había hecho el Maestro?

Cuando José de Arimatea entró en la ciudad, la primera neblina rojiza sangraba en el cielo sobre el monte de los Olivos y captaba las siluetas retorcidas de los viejos árboles. José golpeó la puerta con los puños para despertar al encargado de los establos y dejó los caballos para que les dieran de beber y los cepillaran. Luego, ascendió a toda prisa, de dos en dos, los escalones de piedra que conducían a la parte alta de la ciudad.

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