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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (11 page)

BOOK: El círculo mágico
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El
tiwa-titmas
era el acontecimiento más importante para un joven nez percé. Era su iniciación a la vida y al universo. Se adoptaban toda clase de medidas para garantizar que recibiera la visión: baños calientes, vapores en la choza de barro, purgación con palitos de corteza de abedul introducidos en la garganta; sobre todo si la visión tardaba en llegar o hacía preciso varios intentos.

Sam había crecido en esas montañas y podía saludar a cada roca, arroyo y árbol como si fueran personas; como si fueran amigos. Es más, al haber realizado ya cuatro búsquedas, sabía orientarse solo, incluso en la oscuridad, incluso con los ojos vendados. En cambio yo, pequeña inútil, no era capaz de encontrar el rastro.

Y así estaba: perdida sin remedio, empapada por un chaparrón repentino, y muerta de frío y de hambre, cansada, con los pies doloridos, insignificante y aterrada por mi propia estupidez. Me senté en una roca para analizar la situación.

El sol permanecía estático en el borde de la lejana cordillera, apenas visible a través de la tupida hilera de árboles. Cuando se pusiera, me encontraría rápidamente sumida en la más absoluta oscuridad, a unos quince kilómetros o más, calculaba yo, del lugar de donde había salido por la mañana. No tenía saco de dormir, ropas impermeables, cerillas ni comida. Si hubiera traído una brújula, ni siquiera habría sabido cómo usarla. Y lo que era peor, sabía que cuando el sol se hubiera escondido, habría roedores, serpientes, insectos y todo tipo de animales salvajes en la oscuridad, a mi lado, sin que yo pudiera hacer nada. El frío empezó a calarme los huesos a medida que el sol descendía por el cielo. Empecé a llorar con sollozos incontrolables, violentos, de miedo y enojo y desesperación desatados.

La única técnica que conocía, que había aprendido de Sam, era enviar y recibir mensajes en clave, como habían hecho siempre los indios: señales de humo o reflejos de la luz del sol con un espejo. Ahora que casi era oscuro, esos talentos eran inútiles. ¿O no?

Me tragué los sollozos y, a través de las lágrimas, examiné las tiras reflectoras de la mochila. Me sequé los ojos con la mano y la nariz, con la manga, y de pie, con piernas temblorosas, eché un vistazo a mi alrededor.

A través de la neblina del bosque, vi que el sol todavía no se había puesto. Pero le faltaba poco. Si podía subir lo bastante alto antes de que los últimos rayos desaparecieran, podría ver a gran distancia. Podría mirar por las colinas para encontrar el lugar adecuado; el sitio alto que Sam tenía que alcanzar antes de la puesta de sol: el círculo mágico. Era un plan descabellado, pero me pareció el único medio a mi alcance para reflejar un mensaje con la última luz y enviar mi clave al corazón del círculo mágico. Olvidé lo cansada y asustada que estaba, olvidé que Sam me había dicho que por la noche era mucho más peligroso situarse por encima de la línea de árboles que quedarse en la protección del bosque, y corrí cuanto me permitían mis piernecitas infantiles hacia los peñascos que se elevaban por encima de los árboles. Corrí contra la puesta del sol.

En el sueño, oigo los ruidos del bosque que me envuelven mientras me subo con desesperación a las rocas; las ramas y los matorrales me arañan, y de pronto se produce un crujido de algo enorme que se mueve detrás de un árbol. En el sueño, el bosque se vuelve cada vez más oscuro pero por fin consigo trepar hasta la misma cima del punto más alto, me echo para arrastrarme hasta el borde y contemplo los picos de abajo.

En la cumbre de una montaña, por debajo de mí, al otro lado de un amplio abismo, está el círculo mágico. Y en el centro, veo a Sam. En el sueño, está sentado en el suelo con sus pantalones de gamuza con flecos, los cabellos sueltos sobre los hombros y las piernas y los brazos doblados en meditación. ¡Pero me da la espalda! Está mirando al sol. ¡No ve mi señal!

Así que grito su nombre, una y otra vez, esperando que un
eco
lo llevará donde él está. Y luego, el grito se convierte en un chillido. Pero él está demasiado lejos... demasiado lejos.

Olivier me sacudía por los hombros. Vi que la luz entraba por las ventanas altas del sótano, lo que significaba que parte de la nieve que las cubría se había derretido. ¿Qué hora era? Sentía la cabeza a punto de estallar. ¿Por qué me zarandeaba así Olivier?

—¿Estás bien? —me preguntó, cuando vio que abría los ojos. Parecía asustado—. Estabas chillando. Te he oído desde arriba. El pequeño argonauta se escondió bajo la nevera al oírte.

—¿Chillando? —dije—. Sólo era un sueño. No lo había tenido desde hacía años. Además, no pasó de ese modo.

—¿Qué pasó de qué modo? —se sorprendió Olivier.

De pronto recordé que Sam estaba muerto. La única forma que tenía de volverlo a ver era en sueños, y aunque el sueño fuera un recuerdo poco fiel, no tenía otra cosa. ¡Mierda! Me sentía como si la mula del
karma
me hubiera arreado una coz en toda la cabeza.

—La masa de las crepés ya está a punto —me informó Olivier—. Te las estoy preparando bien gruesas, de mantequilla, y también montones de café de achicoria y algunas de esas salchichitas tan monas y asquerosas de cerdo: colesterol suficiente para llenarte las cañerías durante toda la vida; y para redondearlo, huevos tiernos.

—En su punto —corregí a Olivier, cuyos intentos de argot yanqui daban lugar a una especie de dialecto afrancesado—. ¿Qué hora es, casero?

—Ya hace rato que ha pasado la hora del desayuno —dijo Olivier—. He esperado para llevarte al trabajo. La máquina quitanieves te ha sepultado el coche.

Tras el desayuno-almuerzo, decidí ponerme ropas de abrigo, guantes gruesos y desenterrar el coche antes de ir a trabajar. Necesitaba hacer ejercicio físico después de haberme pasado dos días conduciendo. A veces, después de que la nieve se derritiera de esta forma, venían heladas fuertes, lo que supondría un mes de dar hachazos a un automóvil congelado. Por otra parte, necesitaba estar algún tiempo sola para aclimatarme de nuevo al trabajo.

Así pues, saqué mi radiocasete portátil y lo llevé fuera donde, rodeada de dunas refulgentes de nieve y de casas adornadas con carámbanos a modo de guirnaldas, cavé en la nieve medio derretida para liberar el Honda al ritmo de Bob Seger y su
The Fire Down Below.
Y pensé sobre los diversos tipos de tejidos que elegimos para urdir el entramado de nuestros sueños y nuestras realidades.

Lo que de verdad sucedió fue que no llegué a Sam en ese bosque: él me encontró a mí. En la historia real, que no en el sueño, subí más arriba de la línea de árboles, donde el aire está demasiado enrarecido para que sobreviviera la vegetación y donde, según dicen, no se atreve a dormir ningún animal. Había luna llena y me quedé encima de una roca, bañada por la brillante luz blanca. Hacía rato que el sol se había puesto y el cielo tenía un color negro rojizo, salpicado de estrellas. Debajo, el bosque oscuro me rodeaba por completo.

No creo recordar haber vivido un miedo como aquél, ahí sola bajo la luz blanquecina, contemplando el universo. Estaba demasiado asustada para hacer caso de los retortijones de hambre. Demasiado asustada para llorar. No tengo ni idea del rato que permanecí sin poder moverme, consciente de que fueran cuales fueren los peligros para un animal pequeño como yo expuesto e indefenso allá arriba, cualquier movimiento que hiciera me acercaría más a ese bosque del que acababa de huir, negro e impenetrable, lleno de sonidos de la noche.

Y entonces, vino por el bosque, en mitad de la noche, para encontrarme. Al principio, cuando distinguí un movimiento en el margen del bosque, retrocedí de miedo. Pero cuando reconocí los pantalones de gamuza blanca de Sam, corrí el gran espacio que nos separaba y me lancé a sus brazos, llorando de alivio.

—Está bien, listilla —dijo Sam, y me separó de él para mirarme con unos ojos que a la luz de la luna adquirían una tonalidad plateada—. Ya me contarás luego cómo se te ocurrió la idea insensata de seguirme. Has tenido suerte de que retrocediera por mi propio camino y encontrara tus huellas. Pero espero que te des cuenta de que has interrumpido mi encuentro de esta noche con los espíritus del tótem. Y encima has subido más allá de la línea de árboles, donde te advertí que no fueras nunca de noche. ¿No te contó mi abuelo, Oso Oscuro, que ni siquiera el lobo y el puma pasan ahí la noche?

Sacudí la cabeza y me sorbí las lágrimas mientras Sam me pasaba un brazo por los hombros y recogía mi mochila del suelo. Volvimos al bosque; Sam me dio la mano e intentó actuar como un guerrero.

—Es porque los espíritus del tótem viven en esa parte —me explicó Sam, a medida que avanzábamos entre el frondoso follaje. Oía el rumor de sus mocasines por el suelo húmedo—. Los animales presienten que los espíritus están ahí, aunque no puedan verlos ni olerlos. Por esa razón, si quieres reunirte con los espíritus, debes esperar en un sitio donde ni los árboles pueden vivir. Pero el lugar adonde voy está protegido por una magia especial. Como es muy tarde para llevarte de vuelta, tendrás que quedarte ahí conmigo esta noche, así que supongo que tendremos que pasar el
tiwa-titmas
juntos, tú y yo. Esperaremos en el círculo para que los espíritus se introduzcan en nosotros.

A pesar de que me sentía aliviada como el que más por haber sido rescatada de una noche a solas en Bald Mountain, ese asunto de los espíritus del tótem no me acababa de convencer.

—¿Por qué se quieren introducir en nosotros los espíritus? —Me costaba hasta preguntarlo.

Sam no respondió, pero me apretujó la mano para mostrar que me había oído mientras ascendíamos por el bosque. Después de un largo rato, llegamos por fin al círculo. Entre los árboles seguía estando oscuro, pero una cascada de luz blanca cayó sobre el lugar y la luna iluminó la cima desnuda y redondeada, y el círculo de rocas. Me recordó el anfiteatro donde Jersey había actuado una vez en Roma.

Uno al lado del otro, cogidos de la mano, Sam y yo salimos del bosque. Algo extraño sucedió cuando entramos en el círculo. La luz de la luna tenía una cualidad distinta en él: centelleante y reluciente, como si hubiera trozos de plata suspendidos en el aire. Se levantó una ligera brisa, que nos trajo aire frío. Yo ya no estaba asustada, sino absolutamente fascinada por ese lugar mágico. Sentía que, de algún modo, pertenecía a ese sitio.

Llevándome de la mano, Sam me condujo al centro del círculo, y se arrodilló ante mí. Se desabrochó la bolsa del cinturón y sacó objetos que, como adiviné enseguida, eran talismanes: cuentas de colores vivos y plumas «de la suerte». Uno por uno, me los fue colocando en los cabellos. Luego dispuso unos troncos y ramas en el centro del círculo y encendió con rapidez una hoguera. Cuando acerqué las manos, de repente me di cuenta del frío que tenía; estaba helada y empapada hasta los huesos. Las llamas cálidas lamían el cielo y las chispas saltaban hacia la noche para mezclarse con las estrellas. Oí los grillos de otoño en los arbustos y alcancé a distinguir encima de mí la Osa Mayor y la Osa Menor.

—Las llamamos Osa grande y Osa pequeña —dijo Sam, que había seguido mi mirada. Se sentó con las piernas cruzadas a mi lado y atizó el fuego—. Creo que la osa puede acabar siendo mi propio espíritu del tótem, aunque nunca la he visto cara a cara.

—¿La osa? —pregunté, sorprendida.

—La osa es un tótem femenino muy importante —me explicó Sam—. Igual que la leona, protege a las crías, a veces incluso de las amenazas del padre, y les consigue alimento.

—¿Qué pasa cuando el espíritu del tótem... se introduce en ti? —quise saber, preocupada aún por el proceso—. Quiero decir, ¿te pasa algo?

Sam me dirigió una sonrisa irónica.

—No estoy seguro, listilla, no me ha pasado todavía, pero supongo que si nos pasa, lo sabremos. Mi abuelo, Oso Oscuro, me ha dicho que el espíritu del tótem se te acerca con sigilo, algunas veces con forma humana y, otras, de animal. Después, decide si estás preparado. Si lo estás, te habla y te confía tu propio nombre sagrado y secreto; un nombre que nadie más que tú sabrá jamás, a no ser que decidas compartirlo con alguien. Mi abuelo dice que ese nombre es el poder espiritual de cada guerrero, distinto y en muchos sentidos más importante que nuestra alma inmortal.

—¿Por qué no se ha introducido en ti tu espíritu del tótem ni te ha revelado tu nombre? —pregunté—. Lo has intentado con mucho empeño y durante mucho tiempo.

Los cabellos negros de Sam, que le caían brillantes sobre los hombros, le ocultaron los ojos al atizar el fuego, de modo que sólo distinguía su perfil: pestañas oscuras, pómulos pronunciados, nariz recta y mentón con hoyuelo. De golpe, a esa luz, me pareció mucho mayor de los doce años que tenía mi hermanastro. De golpe, Sam mismo parecía un antiguo tótem. Se volvió hacia mí. A la luz del fuego, sus ojos eran transparentes y profundos como diamantes. Me sonreía.

—¿Sabes por qué siempre te llamo «listilla», Ariel? —soltó, y cuando negué con la cabeza, me dijo—: Porque, a pesar de tener sólo ocho años, la edad que yo tenía en mi primer
tiwa-titmas,
eres mucho más perspicaz de lo que yo era entonces, incluso quizá más de lo que soy ahora. Y eso no es todo; creo que también eres más valiente que yo. La primera vez que me adentré solo en este bosque sin guía, ya me conocía todas las ramas y piedras del camino. Pero a ti no te ha dado miedo lanzarte a él sola, con una confianza ciega en lo que te iba a suceder. Eso es lo que mi abuelo llama tener la fe necesaria.

—Te estaba siguiendo —señalé—. Y me parece que sólo soy un poco estúpida.

Sam se apartó los cabellos y rió.

—No, no. No eres estúpida—afirmó—. Pero quizá, listilla—añadió con su encantadora sonrisa—, quizás haberte perdido y casi muerto en el bosque sea un talismán para mí: mi pata del conejo de la suerte. —Me tiró de la coleta—. Quizás encontrarte haya cambiado mi suerte.

En efecto. Así fue como Sam se convirtió en Nube Gris y como nuestro espíritu del tótem nos bendijo con la luz, y como yo me convertí parcialmente en india al mezclar nuestras sangres. A partir de esa noche, fue como si un nudo se hubiera atado en mi interior y el sendero de mi vida tuviera que ser siempre recto y claro.

Al menos hasta ese instante.

Se ha acusado al Gobierno de Estados Unidos de malgastar el dinero de los contribuyentes, pero nunca en las instalaciones donde trabajan sus empleados. En especial, en las provincias, donde hasta el último centavo que podía proporcionar comodidad en el entorno laboral se recorta al máximo o, mejor aún, se devuelve intacto a la caja. El resultado es que se ha gastado más dinero en asfaltar los seis acres de aparcamientos que rodean nuestro complejo, donde los empleados del Gobierno dejan el coche, que en construir, amueblar, reparar, limpiar o aclimatar las oficinas donde tienen que trabajar seres humanos de carne y hueso.

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