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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (6 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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De modo que si podía esperar a Klara Poelzl, se debía al interés nocturno y, por el momento, auténtico, que sentía hacia aquella camarera de la fonda, una muchacha de diecinueve años llamada Fanni Matzelberger, que era voluptuosa pero ágil y —en buena medida— ardiente. Él había aprendido a privar a sus ojos de toda expresión cuando ella atravesaba el cuarto, pero Fanni imprimía un incontenible cimbreo a las caderas que para él era muy elocuente: Fanni era una buena chica que no quería ser tan buena.

En realidad, como pronto averiguó por sus visitas a la buhardilla, era una virgen de las más atormentadas, una doncella a la vieja usanza campesina: había mantenido intacta la entrada formal a su castidad, pero no podía afirmarse lo mismo del conducto vecino. A Alois esto ya no le agradaba tanto. El sabueso era demasiado grande para permitir un buen ingreso en «el pestilente y condenado» (como él lo caracterizaba). Fanni gemía en voz muy baja (para que no la oyese el resto del piso), pero a los dos les dolía. Tanto más estrecho se tornaba su abrazo. En el calor del momento se amaban, una reacción nada infrecuente cuando se considera que la mena sexual es de contrabando.

Alois se decía a sí mismo que ella no era más que la hija bien parecida de un granjero próspero —Fanni poseía una dote decente—, pero a ella también le dijo que la amaba. Ella dijo:

—¿Tanto como para abandonar a tu mujer y vivir conmigo?

—¡La abandonaré cuando tú me des otra cosa! — dijo él.

No, ella tenía que guardar la virginidad. En cuanto accediera a hacer lo que él quería, habría un hijo. Fanni lo sabía. Después vendría otro hijo. Después era muy probable que ella se muriera.

—¿Cómo puedes adivinar esas cosas?

—Tenemos gitanos en la familia. Tal vez soy una bruja.

—¡Valiente comentario!

—No, tú eres un malvado y yo soy una bruja. Sólo las brujas ponen la boca en lugares prohibidos. Ahora tengo miedo de ir a confesarme.

—No te acerques a los curas. Sólo valen para chuparte la sangre. Son ellos los que te dejarán débil e inservible.

Daban vueltas y más vueltas sobre si ella debía o no confesarse. Estuvo tentada de capitular y luego, en vista de la fuerza del deseo de Alois, le entregó lo que quería, se rindió y un mes después le dijo que estaba embarazada. Preguntó si había llegado el momento de que él se lo comunicara a su mujer.

Alois ya no se fiaba de Fanni. Creía que no se habría quedado embarazada si de verdad tuviera miedo de morir. Además, había estado mintiendo a su mujer con tanta destreza que ya no se atrevía a confesar. La mentira, al igual que la sinceridad, es reflexiva y pronto se convierte en una costumbre arraigada, tan fiable como la verdad. Anna Glass-Hoerer Hitler tenía cincuenta y siete años y parecía diez años mayor (aunque, para constante sorpresa de Alois, podía ser una fiera al alba). Perderla mermaría notablemente su situación económica. Además, cambiaría una dama por una campesina que era muy atractiva, pero hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que, al final, una labradora era como una piedra. Si lanzabas una piedra muy alto en el aire... siempre caería. Por el contrario, una dama era como una pluma. Una dama podía seducirte con su inteligencia. Alois tendría que renunciar a su pericia creciente como embustero.

He aquí una muestra en el comedor de la Gasthaus Streif:

ANNA GLASSL: Veo que otra vez la estás mirando.

ALOIS: Sí. Me has pillado. Si no tuvieras unos ojos tan hermosos, tendría que decir que tienes ojos de águila.

ANNA GLASSL: ¿Por qué no vas a buscarla cuando terminemos de comer? Dale un buen revolcón de mi parte.

ALOIS: Tienes una mente perversa. Me gusta cuando tu lengua es tan grosera.

ANNA GLASSL: Más de lo que era.

ALOIS: Anna, eres sumamente perspicaz, pero en este caso te equivocas.

ANNA GLASSL: Mira, querido, he soportado a cocineras y criadas. Has venido a la cama muchas noches oliendo a cebollas. Y eso es mejor que oler jabón de lavandería. Pero me da igual, me digo a mí misma. El hombre tiene que divertirse. Sólo que ¿por qué te empeñas en insultar a mi inteligencia? Sabemos que la chica es preciosa. Por lo menos una vez en la vida haz el amor con una camarera que no parece el pudin de anoche.

ALOIS: Muy bien, te diré la verdad. Me gusta un poco su palmito, sí. Aunque, la verdad, no es mi tipo. No, no lo es. Pero en todo caso no me acercaría a ella. Por ahí se oye lo peor. Ni siquiera quiero decírtelo porque a ti te cae bien.

ANNA GLASSL: ¿Que me cae bien? Es una aprendiz de furcia. Tu mismísimo tipo.

ALOIS: No, está enferma. He oído decir que tiene una enfermedad contagiosa entre las piernas. No me acercaría a ella.

ANNA GLASSL: No te creo. No puedo creérmelo.

ALOIS: Como quieras. Pero te prometo que es la última chica de la que preocuparte.

ANNA GLASSL: ¿Entonces de quién quieres que me preocupe? ¿De Klara?

ALOIS: Tienes un excelente sentido del humor. Si no estuviéramos en público, me reiría a carcajadas y después ya sabes lo que haría. Eres tan atractiva, tan perversa. Serías capaz de mandarme a besar a una monja.

5

Al final, Fanni le dijo a Anna Glassl que estaba embarazada de dos meses y que pronto se le notaría. Para Anna, aquello fue el fin del matrimonio. Que Alois le hubiese dicho que la chica tenía una enfermedad sabiendo en todo momento que estaba encinta: ¡imperdonable! Además, por entonces Anna Glassl estaba más cansada de vivir con Alois que temerosa de vivir sola. Era en verdad extenuante reunir las artes que le quedaban para poder ser una fiera al amanecer. Ahora ansiaba paz. Incluso decidió que sus celos habían sido una última inoculación contra algo aún peor: justamente la fría aversión a un compañero que se te mete dentro incluso cuando los celos pierden fuerza. En suma, se mudó. Como eran católicos no podían divorciarse. Hasta para obtener una separación legal, según la ley austriaca, Anna tenía que declarar no sólo su incompatibilidad mutua, sino afirmar por escrito la inquina que él le inspiraba. Alois se vio obligado a leerlo. La frase sobresalía en el documento como un forúnculo en la barbilla. Picaba tanto que mostró una copia a sus camaradas de borrachera.

—Mirad, habla de aversión personal. Esto es directamente indignante. Si no fuera indecoroso, os diría cuánta aversión había. Se ponía a gatas en cuanto yo le decía: «Prepárate.»

Ellos se reían y hablaban de otra cosa. Él estaba irritado aquellos días por más razones que la partida de Anna Glassl. Fanni y él vivían juntos ahora en las mismas habitaciones de la Gasthaus Streif. Él no tenía ningún inconveniente: era el primero en decir que no se ataba al pasado. Después descubrió que Fanni no estaba embarazada; sólo había creído que podría estarlo. ¿O fue que había tenido un aborto temprano? A este respecto era muy poco clara.

Él pensó que le había contado una mentira horrible, pero ¿qué iba a hacer? Con ninguna mujer había conocido un placer mayor. Fanni, por supuesto, no tardó en mostrarse tan celosa como Anna Glassl, y tenía un oído perfecto para detectar en la voz de Alois el menor indicio de que deseara a otra mujer. Muy pronto ella le hizo un agujero en el barco bien protegido de sus planes futuros. Le dijo que Klara tendría que marcharse. De lo contrario, se iría ella.

Aquello representó un trastorno enorme para Alois. Fanni no tardaría en estar embarazada de verdad, o eso esperaba él en vista de las señales que, en el momento más feliz, vio en la elocuente erupción de su útero, que notó que se inflaba cuando la estaba penetrando a todo trapo: no era el tipo de conclusión al que llegase normalmente con otras mujeres. (Excepto una vez —mucho tiempo atrás— con Johanna.) Además, estaba plenamente dispuesto a que un hijo, de preferencia varón, llevase su nombre. Si, cuando no se hallaba en la mitad de sus mejores instantes con Fanni, pensaba muchas veces en la coyuntura en que ella estaría embarazada de seis o siete meses y le tocase el turno a Klara. Las probables complicaciones futuras no le disuadían. Estaba en la naturaleza de su trabajo abordar más de un problema a la vez.

En cuanto al escándalo, no le preocupaba. No excesivamente. En Braunau estaba acostumbrado a ser el centro de las habladurías. Los habitantes de la ciudad podrían quejarse a las estrellas del cielo de que él viviera con una concubina, pero esto no llevaba a ningún sitio. Se consideraba igual a un oficial acuartelado en una ciudad a la que no debía nada. El sueldo se lo pagaba la inspección fiscal de Viena. Siempre que en su trabajo fuera intachable, al lejano brazo del gobierno Habsburgo le importaba poco cómo se comportase en su vida privada.

Era probable que conservara la más alta posición en los rangos medios que había alcanzado. Tenía el puesto asegurado. La aduana le necesitaba. Al fin y al cabo, hacía falta años para que un funcionario obtuviera la misma experiencia que él. A su vez, él necesitaba a la aduana. ¿Dónde encontraría otro trabajo tan bien pagado? Se había convertido en el instrumento perfecto para su cometido, pero no era una destreza que pudiera utilizarse para fines distintos. Estaba, por tanto, atado a su trabajo y la inspección de finanzas estaba amarrada a él. Así que el diablo se llevase a los habitantes de Braunau. Podía doler lo que dijeran, pero no entorpecerían actividades más interesantes. Una chica daría a luz a su hijo y la sobrina (que temblaba delante de él cuando él hablaba) sería su amante. Por descontado, estaría más que dispuesta cuando llegara el momento. ¿Por qué otra razón temblaba? Era porque la sobrina sabía que él podía enseñarle todas las cosas que ella ignoraba y ni siquiera se atrevía a preguntar.

Tal era el designio secreto en el que se entrometió Fanni. Ninguna Klara iba a seguir trabajando para ellos.

—Estás loca —contestó Alois—. ¿No lo ves? Klara sería más feliz en un convento.

—A ti no te interesa su felicidad, sino la tuya. Tiene que marcharse.

—No me hables de ese modo. Eres tan joven que podrías ser mi hija.

—Sí, soy joven y he oído decir a unos polacos que un padre no debería hacer el amor con su hija si no quiere que le pierda el respeto.

Klara tenía que irse. Alois no podía renunciar a lo que le daba Fanni, no, en todo caso, por la incierta promesa (a la postre) de que una monja angelical se transformase en una sobrina sumamente dócil y cariñosa. No, nada lo garantizaba.

6

Tras la partida de Klara, fue Fanni la que más sufrió. Se habían ido también las confidencias mutuas que se habían hecho. Las dos habían aprendido mucho: eran tan amigas y tan distintas. Todo acabó, sin embargo, porque Klara no sabía mentir. Se ponía colorada como un tomate cuando Fanni sugería lo que había entre ella y el tío Alois. (Como Klara le llamaba tío, a Fanni se le había contagiado.)

—Confiesa —decía Fanni— que tú también quieres acostarte con el tío.

—No —respondía Klara, y sentía como si se le mancharan las mejillas si no decía la verdad—. Sí, hay veces que sí, por Dios, me apetece. Pero debes saber que no lo haré, no lo haré nunca.

—¿Por qué?

—Porque está contigo.

—Ach
—dijo Fanni—, a mí eso no me detendría ni un minuto.

—Quizás a ti no —dijo Klara—, pero yo recibiría un castigo.

—¿Eso es algo que sabes?

—Lo sé, sí.

—Quizás no —dijo Fanni—. Le dije al tío que me moriría si le dejaba hacerme un hijo, pero ahora lo veo de otra manera. Quiero un bebé, estoy cerca de tenerlo.

—Lo tendrás —dijo Klara—. Y confía en mí. Yo nunca estaría con el tío Alois. Tú eres su mujer. Es mi juramento.

Se besaron, pero hubo algo en el aroma del beso que a Fanni le inspiró desconfianza. Los labios de Klara eran firmes y llenos de temperamento, pero no del todo. Aquella noche Fanni soñó que Alois hacía el amor con Klara.

Antes de marcharse, Klara lloró sólo un poco.

—¿Cómo puedes echarme? —preguntó—. Te lo juré.

—Dime en qué se basa esa promesa tan sagrada —dijo Fanni.

—Lo juro por la paz de mis hermanos y hermanas difuntos. No era la mejor respuesta. Fanni tuvo la idea súbita de que Klara también podría estar ocultando a una bruja en su interior; en definitiva, quizás había detestado a sus hermanos, al menos a algunos de ellos.

A través de la inspección de finanzas, Alois hizo trámites pertinentes para Klara en Viena. Obtendría un empleo limpio y retribuido en la casa de una anciana pudibunda. (Alois estaba resuelto a proteger la castidad de Klara.) O sea que al cabo de cuatro años de trabajo bueno y honrado en la fonda, durmiendo cada noche en el más pequeño de los cuartos de la servidumbre, Klara metió sus posesiones en el mismo arcón modesto con el que había llegado y dejó la Gasthaus rumbo a su nuevo empleo en Viena.

Aunque Fanni estaba ahora más a gusto con Alois, el mejor estado de ánimo podía, no obstante, desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo podía estar segura de que su desconfianza hacia Klara había sido un temor sincero? ¿Y si procedía de un despecho tan cruel como un dolor de muelas? Sabía que estaba llena de despecho. Por eso se llamaba bruja a sí misma.

Tal como había previsto, estaba ya embarazada. El hecho la satisfacía, pero los remordimientos persistían. Había despedido a la chica más dulce que conocía, y en ocasiones estaba a punto de pedirle a Klara que volviera, pero entonces pensaba: ¿y si Alois llega a preferirla? Entonces la chica quizás no fuera fiel a su juramento. ¡Qué injusto sería con el hijo en camino!

Catorce meses después de que Anna Glassl recibiera la sentencia de separación, Fanni dio a luz a un niño al que su padre, sin vacilar, llamó Alois. Sin embargo, aún no podían llamarle Alois hijo. El nombre tenía que ser todavía Alois Matzelberger, cosa que disgustaba a Alois Hitler. Atravesó un período en que recordaba lo que se había esforzado en olvidar: que un niño podía sentirse tan vacío como un estómago cuando tenía que andar por el mundo sin más apellido que el de su madre. Ahora Alois padre se acostaba todas las noches maldiciendo a Anna Glassl.

No era un hombre que se entregara a una maldición. Para él era lo mismo que gastar una cantidad de oro personal. Sin embargo, lanzaba su maldición cada noche, y en ella había veneno. En suma, no le sorprendió tanto la muerte de Anna Glassl. ¡Que fue de lo más repentina! Este curioso suceso no ocurrió hasta catorce meses después del nacimiento de Alois y cuando Fanni estaba otra vez en avanzado estado de gestación, pero Alois seguía pensando que su anatema podría haber surtido efecto. Lo veía como un pago cuantioso por una conclusión necesaria: cuantioso porque siempre podía haber consecuencias imprevistas.

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