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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (22 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—Erma no puede salir de su sufrimiento —continuó mamá—. Es todo lo que conoce. —Añadió que no se debería odiar jamás a nadie, ni siquiera a los peores enemigos—. Todo el mundo tiene algo bueno en su interior. Tienes que encontrar la cualidad que redime a la persona, y amarla por esa cualidad.

—¿Ah, sí? —repliqué yo—. ¿Y qué me dices de Hitler? ¿Cuál era la cualidad que lo redimía?

—A Hitler le encantaban los perros —afirmó mamá sin la menor vacilación.

Cuando el invierno estaba a punto de finalizar, mamá y papá decidieron regresar a Phoenix con el Oldsmobile. Dijeron que iban a buscar nuestras bicicletas y el resto de las cosas que habíamos tenido que dejar, recoger las copias de nuestra documentación escolar y ver si podían recuperar el lujoso equipo de tiro con arco de mamá de la acequia de riego junto a la carretera del Gran Cañón. Nosotros nos quedaríamos en Welch. Como Lori era la mayor, afirmaron que ella se quedaba de encargada. Por supuesto, todos teníamos que rendir cuentas a Erma.

Partieron una mañana durante el deshielo. Me di cuenta, por el color sonrosado de las mejillas de mamá, que estaba excitada ante la perspectiva de una aventura. En el caso de papá era evidente también que ardía en deseos de salir de Welch. No había encontrado trabajo y dependíamos completamente de Erma. Lori sugirió que fuera a trabajar a las minas, pero dijo que las minas estaban controladas por los sindicatos, los sindicatos por la mafia y la mafia le había puesto en la lista negra por investigar la corrupción en el sindicato de electricistas, en Phoenix. Otra razón para volver a Phoenix era recoger sus datos sobre la corrupción, ya que la única manera de conseguir un trabajo en las minas era reformar el Sindicato Unido de Mineros de América.

Hubiera deseado que fuéramos juntos. Quería regresar a Phoenix, sentarme bajo los naranjos detrás de nuestra casa de adobe, montar en mi bicicleta para ir a la biblioteca, comer plátanos gratis en una escuela en la que los maestros me consideraban lista. Quería sentir el sol del desierto en el rostro, respirar el aire seco y escalar las escarpadas y rocosas montañas mientras papá nos guiaba en una de las largas caminatas que llamaba expediciones de reconocimiento geológico.

Pregunté si podíamos ir todos, pero papá dijo que iban a hacer un viaje breve, estrictamente destinado a resolver los asuntos pendientes, y nosotros no haríamos más que estorbar. Además, no podía sacarnos de la escuela a mitad de curso. Me apresuré a señalar que eso nunca había supuesto un problema para él. Welch no era como esos otros lugares en los que habíamos vivido, dijo. Había reglas que debían ser respetadas, y a la gente no le gustaba que se las saltaran.

—¿Creéis que realmente van a regresar? —preguntó Brian cuando mamá y papá se alejaban en el coche.

—Por supuesto —aseguré yo, aunque me había estado haciendo la misma pregunta.

Esos días resultábamos más que nunca un estorbo. Lori ya era una adolescente, y en un par de años Brian y yo también lo seríamos. No podrían arrojarnos en la parte trasera de una furgoneta alquilada o ponernos a dormir por las noches en cajas de cartón.

Brian y yo corrimos detrás del Oldsmobile. Mamá se dio la vuelta una vez y saludó con la mano, mientras papá sacaba la mano por la ventanilla. Los seguimos bajando por la calle Court, hasta que cogieron velocidad y luego doblaron en la esquina. Necesitaba creer que iban a volver, me dije a mí misma. Si no lo creía, entonces podría suceder que no lo hicieran. Podrían abandonarnos para siempre.

• • •

Tras su marcha, Erma se volvió todavía más cascarrabias. Si no le gustaba la expresión de nuestro rostro, nos pegaba en la cabeza con un cucharón. Una vez sacó un retrato enmarcado de su padre y nos dijo que era la única persona que la quiso en su vida. Hablaba interminablemente de lo mucho que sufrió cuando se quedó huérfana en manos de sus tíos, quienes no la habían tratado ni con la mitad de amabilidad con la que ella nos trataba a nosotros.

Casi una semana después de la partida de mamá y papá, nos encontrábamos los cuatro sentados en el salón de Erma mirando la televisión. Stanley dormía en el vestíbulo. Erma, que había bebido desde antes del desayuno, le dijo a Brian que sus pantalones necesitaban un remiendo. Él empezó a quitárselos, pero Erma dijo que no quería que anduviera dando vueltas por la casa en paños menores o envuelto en una toalla como si llevara puesta una condenada falda. Le resultaría más fácil remendarle los pantalones mientras él los tenía puestos. Le ordenó seguirla a la habitación del abuelo, donde guardaba su costurero.

Hacía un minuto que habían abandonado el salón, cuando oí a Brian protestando débilmente. Fui hasta la habitación del abuelo y vi a Erma arrodillada en el suelo frente a mi hermano; ella tenía agarrada la entrepierna de sus pantalones, apretándole y manoseándole, mientras mascullaba para sus adentros, diciéndole que se estuviera quieto. Mi hermano, con las mejillas húmedas por las lágrimas, se había puesto las manos entre las piernas para protegerse.

—¡Erma, déjale en paz! —grité.

Erma, todavía de rodillas, giró la cabeza y me echó una mirada atroz.

—¡Qué, pequeña zorra! —exclamó.

Lori escuchó el alboroto y vino corriendo. Le dije a Lori que Erma tocaba a Brian de un modo inapropiado. Erma dijo que sólo remendaba la entrepierna del pantalón y no tenía que estar defendiéndose de las acusaciones de una putita.

—Yo sé bien lo que he visto —grité—. ¡Es una pervertida!

Erma se acercó para abofetearme, pero Lori le agarró la mano.

—Vamos a calmarnos —dijo Lori con la misma voz que usaba cuando mamá y papá se pasaban de la raya en una discusión—. Todos. Calma.

Erma se sacudió la mano de Lori y la abofeteó tan fuerte que sus gafas atravesaron volando la habitación. Lori, que acababa de cumplir trece años, le devolvió la bofetada. Erma volvió a golpear a Lori, y esta vez mi hermana le encajó a Erma un puñetazo en la mandíbula. Luego se lanzaron una sobre la otra, lucharon, se sacudieron y se tiraron de los pelos, con los cuerpos entrelazados, mientras Brian y yo animábamos a Lori hasta que despertamos al tío Stanley, que entró tambaleándose en la habitación y las separó.

Después de eso, Erma nos relegó al sótano, con una puerta directa al exterior, así que nunca subíamos a la planta principal. Ni siquiera se nos permitía usar el cuarto de baño, lo que significaba que o bien teníamos que esperar a ir al servicio en la escuela o salir fuera cuando ya había oscurecido. A veces el tío Stanley nos pasaba de contrabando unos guisantes cocidos por él mismo, pero tenía miedo de que si se quedaba a charlar, Erma pensara que se había puesto de nuestro lado
y
se enfureciera también con él.

A la semana siguiente se desató una gran tormenta. Bajó la temperatura y cayeron sobre Welch treinta centímetros de nieve. Erma no nos permitía usar ni un trocito de carbón decía que no sabíamos utilizar la estufa y que provocaríamos un incendio que destruiría la casa, y hacía tanto frío en el sótano que Lori, Brian, Maureen y yo nos alegramos de tener que compartir los cuatro la misma cama. Tan pronto como volvíamos a casa de la escuela, nos metíamos bajo las mantas con la ropa puesta y allí hacíamos nuestros deberes.

La noche que regresaron mamá y papá estábamos en la cama. No percibimos el ruido del coche al llegar y detenerse. Todo lo que oímos fue la puerta de entrada abriéndose arriba, y luego las voces de nuestros padres, y a Erma empezando el largo relato de sus quejas contra nosotros. A eso le siguió el ruido de las fuertes pisadas de papá bajando por la escalera, furioso con nosotros, conmigo por contestar a Erma y hacer acusaciones viles, y aún más con Lori por atreverse a golpear a su propia abuela y con Brian por ser tan mariquita y haber iniciado aquel jaleo. Creí que papá se pondría de nuestra parte cuando escuchara lo que había pasado, así que traté de explicarle.

—¡No me importa lo que haya sucedido! —gritó.

—Pero sólo nos estábamos defendiendo —dije yo.

—Brian es un hombre, puede aguantarse —señaló—. No quiero oír ni una sola palabra más sobre esto. ¿Me habéis oído? —Sacudía la cabeza violentamente, como si creyera que así podía quitarse de dentro el sonido de mi voz. Ni siquiera me miró.

Cuando papá volvió a subir para agarrar el licor de Erma y no soltarlo en toda la noche, nos metimos de nuevo en la cama. Brian me mordió el pie para tratar de hacerme reír, pero le aparté de un puntapié. Estábamos acostados en la oscuridad silenciosa.

—Papá sí que estaba raro —dije, porque alguien tenía que decirlo.

—Tú también estarías así si Krina lucra tu madre —observó Lori.

—¿Creéis que le habrá hecho alguna vez a papá lo que le hizo a Brian? —pregunté.

Nadie dijo ni una palabra.

Era asqueroso y espeluznante pensarlo, pero eso habría explicado muchas cosas. Por qué papá se marchó de su casa tan pronto tuvo ocasión. Por qué bebía tanto y por qué se había puesto tan furioso. Por qué nunca quiso ir de visita a Welch cuando éramos más pequeños. Por qué al principio se negó a venir a Virginia Occidental con nosotros y sólo en el último momento, cuando ya no tuvo más remedio, dejó de lado su reticencia y se subió al coche. Por qué sacudía tan violentamente la cabeza, casi como si quisiera taparse los oídos con las manos, cuando traté de explicarle lo que Erma le había estado haciendo a Brian.

—No pienses en esas cosas —me dijo Lori—. Acabarás enloqueciendo.

Así que me quité la idea de la cabeza.

Mamá y papá nos dijeron que su viaje a Phoenix sólo había servido para encontrarse con que la artimaña de mamá de dejar la ropa en el tendedero no había detenido a los intrusos. Nuestra casa de la calle 3 Norte había sido saqueada. Había desaparecido casi todo, incluyendo, por supuesto, nuestras bicicletas. Habían alquilado un remolque para traer a Welch lo poco que quedaba —mamá dijo que aquellos estúpidos ladrones pasaron por alto muchas cosas buenas, como un par de pantalones de equitación de los años treinta de la abuela Smith, de la más alta calidad—, pero el motor del Oldsmobile se apagó cuando llegaron a Nashville, y tuvieron que dejarlo abandonado con el remolque y con los pantalones de equitación de la abuela Smith, y coger el autobús para hacer el resto del viaje hasta Welch.

Creí que una vez que regresaran mamá y papá podríamos hacer las paces con Erma. Pero dijo que nunca nos perdonaría y no quería que siguiéramos alojándonos en su casa, ni siquiera aunque nos quedáramos en el sótano y estuviéramos tan silenciosos como un ratón de iglesia. Estábamos desterrados. Ésa fue la palabra que usó papá.

—Os habéis comportado mal —acusó—, y ahora hemos sido desterrados.

—Esto no es exactamente el Jardín del Edén —apuntó Lori.

Yo estaba más disgustada por la bicicleta que por que Erma nos desterrara.

—¿Por qué no nos volvemos a vivir a Phoenix? —le pregunté a mamá.

—Ya hemos estado allí —dijo ella—. Y aquí hay toda clase de oportunidades de las que todavía no sabemos nada.

Se propusieron alquilar un lugar en el que pudiéramos vivir. Lo más barato era un apartamento encima de una cafetería en la calle McDowell; costaba setenta y cinco dólares al mes, lo que quedaba fuera de nuestro alcance. Además, querían tener un espacio al aire libre propio, así que decidieron comprar. Como no teníamos dinero para la entrada ni tampoco ingresos fijos, nuestras opciones eran bastante limitadas, pero, en un par de días, nuestros padres dijeron que habían encontrado una casa que se adaptaba a nuestras posibilidades.

—No es precisamente un palacio, así que estaremos muy unidos —dijo mamá—. Y tiene su lado rústico.

—¿Cómo de rústico? —preguntó Lori.

Mamá hizo una pausa. La vi debatirse eligiendo las palabras adecuadas para responder.

—No tiene fontanería en el interior —declaró.

• • •

Papá todavía buscaba coche para reemplazar al Olds. Nuestro presupuesto rondaba las dos cifras así que ese fin de semana hicimos una caminata para conocer nuestro nuevo hogar. Anduvimos a lo largo del valle, a través del centro del pueblo y luego rodeando la ladera de una montaña, pasadas las pequeñas y ordenadas casas de ladrillo construidas cuando las minas se sindicaron. Cruzamos un arroyo que desembocaba en el río Tug y subimos un camino a medio pavimentar, de un solo carril, llamado calle Little Hobart. Subía, bajaba y serpenteaba, con varios cambios de rasante, y en un tramo, el ángulo de inclinación era tan empinado que había que andar sobre los dedos de los pies; si se andaba apoyando todo el pie, las pantorrillas se estiraban tanto que dolían.

Allí arriba, las casas estaban más deterioradas que las de ladrillo que había bajando por el valle. Eran de madera, con los porches torcidos, tejados hundidos, canalones herrumbrosos y techos de cartón piedra sin pintar o cubiertas de madera alquitranada subiendo desde las paredes bajas. En casi todos los jardines había un chucho o dos encadenados a un árbol o a un poste del tendedero, ladrando furiosamente cuando pasábamos por delante. Igual que muchas de las casas de Welch, éstas tenían calefacción de carbón. Las familias más prósperas poseían cobertizos para almacenarlo; las más pobres lo dejaban amontonado en la parte delantera a la intemperie. Los porches estaban amueblados casi igual que los interiores de la mayor parte de las casas, con neveras oxidadas, mesas plegables, tapetes de ganchillo, sofás o asientos de coche para sentarse a descansar y, en algunos sitios, un destartalado armario al que le habían practicado un agujero en un lateral para que el gato tuviera un lugar acogedor en el que dormir.

Continuamos por el camino casi hasta el final, en donde papá señaló nuestra nueva casa.

—Y bien, niños, ¡bienvenidos a la calle Little Hobart, 93! —anunció mamá—. Bienvenidos al hogar dulce hogar.

Nos quedamos mirando azorados. Se trataba de un cuchitril apartado de la carretera, colgado de la ladera de una colina tan empinada que sólo el fondo de la casa se apoyaba sobre tierra. La fachada, incluyendo el porche que se venía abajo, sobresalía peligrosamente, quedando suspendida en el aire, sostenida por unos altos y endebles pilares de bloques de cemento. Había sido pintada de blanco hacía mucho tiempo, pero la pintura, donde no se había caído por completo, se había transformado en un gris lúgubre.

—Menos mal que os hemos criado para que seáis fuertes, chavales —dijo papá—. Porque no es una casa para pusilánimes.

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