El cantar de los Nibelungos (24 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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Así dijo a sus hijos la noble y buena Uta:

—Permaneced aquí héroes escogidos: esta noche he soñado cosas espantosas, todos los pájaros de este país habían muerto.

—El que fía de los sueños —replicó Hagen— nunca sabe la verdad de lo que se refiere a su honor. Mi deseo es que los señores después de despedirse vayan a la corte.

»Con placer caminaremos al país del rey Etzel, donde las manos de buenos héroes servirán a los reyes como hemos de verlo en la fiesta de Crimilda.

Hagen aconsejó el viaje; después sintió pena por ello. Él se hubiera opuesto si Gernot no le hubiera zaherido con imperio en sus palabras. Él, recordando a Sigfrido el esposo de Crimilda, decía: «Por esta causa Hagen no quiere realizar el viaje.»

Así le respondió Hagen de Troneja:

—Nunca me impuso temor. Advertid, héroes, lo que tenéis deseos de hacer: yo os acompañaré con gusto al país del rey Etzel.

Después tuvo que romper muchos yelmos y muchos escudos.

Los barcos estaba preparados en las orillas del Rhin: en ellos cargaron todos los vestidos que llevaban. Tuvieron que trabajar hasta por la noche y bien pronto dejaron sus casas emprendiendo alegres el viaje.

Establecieron las tiendas y las chozas al otro lado del Rhin en el punto en que querían acampar. La hermosa esposa de Gunter le rogó que permaneciera a su lado y aquella noche lo tuvo abrazado.

Las trompetas y las flautas resonaron a la otra mañana muy temprano, cuando debían partir. Los que amaban estrecharon entre sus brazos a los que eran amados. Con extraordinaria crueldad los separó luego la esposa del rey Etzel.

Los hijos de la hermosa Uta tenían un vasallo fuerte y fiel; en el momento de partir dijo en secreto al rey lo que tenían en el alma. Le dijo:

—Mucho me hace sufrir que realices este viaje. —Se llamaba Rumold y era un héroe fuerte y valiente. Añadió—: ¿A quién queréis dejar de vuestra gente y vuestro país? ¡No habrá nadie que pueda haceros desistir de vuestro propósito! La invitación de Crimilda no me parece buena.

—El país y mi hijo te quedan confiados y protege bien a las mujeres, tal es mi voluntad. Consuela al que veas con el corazón, y el alma oprimida. Nunca nos hizo mal la reina Crimilda.

Los caballos estaban dispuestos para los elevados señores y sus hombres. Muchos caballeros que se distinguían por sus pacíficas costumbres, se separaron cariñosamente de sus esposas, que pronto debían llorarlos.

Cuando partieron los atrevidos guerreros sobre sus caballos, las mujeres quedaron en grandísima aflicción: el alma les avisaba de que aquella separación debía proporcionarles pesares sin cuento.

Cuando los esforzados Borgoñones se pusieron en marcha se oyó en todo el país un grito de angustia. De ambos lados de la montaña lloraban hombres y mujeres. Pero hicieran lo que hicieran ellos partieron contentos.

Mil héroes Nibelungos iban con ellos, llevando arneses: dejaban en las casas muchas hermosas mujeres que no volvieron a ver. La herida de Sigfrido causaba siempre dolor a Crimilda.

Los que acompañaban a Gunter siguieron su viaje por el Ostfranken hacia el Mains. Hagen era el guía, pues conocía el camino; el mariscal de ellos era Dankwart, el héroe del país de Borgoña.

Mientras caminaron por el Ostfranken hacia el Schwanefelde podían ser admirados los príncipes y sus amigos por su aspecto grandioso. A la duodécima mañana el rey llegó a Donau.

Hagen de Troneja caminaba siempre delante y muchas veces fue a ayudar a los Nibelungos. El fuerte guerrero echó pie a tierra y deprisa amarró su caballo a un árbol.

El río estaba desbordado, las barcas sumergidas. Los Nibelungos se veían apurados sin saber cómo atravesar, pues la corriente era muy ancha. Muchos valientes caballeros se bajaron de sus caballos.

—Aquí —dijo Hagen—van a ocurrir muchos accidentes, príncipe del Rhin; tú mismo lo puedes ver: el río se ha desbordado y la corriente es muy fuerte. Temo que perezcan muchos esforzados guerreros.

—Hagen, ¿qué me quieres decir? —le preguntó el rey—. Aquí de vuestro valor no hay que desanimarse. Procura que pasemos a la otra parte del río con todos nuestros caballos y vestidos.

—Para mí —le respondió Hagen—, la vida no tiene tantos pesares que quiera perderla en este revuelto río. Antes que esto suceda, perecerán por mi mano muchos hombres en el país del rey Etzel.

«Permaneced aquí junto al agua, buenos caballeros; iré a lo largo del río para buscar a los barqueros que nos conduzcan al país de Gelfrat.

Dicho esto el fuerte Hagen cogió su bien templado escudo. Estaba bien amarrado; además del escudo que llevaba, tenía bien sujeto su brillante yelmo. Sobre su fuerte arnés ceñía una ancha espada de dos filos que cortaban de una manera terrible.

Buscaba a los barqueros por una parte y por otra. Escuchó que el agua se movía y era que en una límpida fuente jugaban blancas mujeres. Refrescaban y bañaban allí sus cuerpos.

Hagen las vio y se acercó con cautela, pero ella huyeron al divisar al héroe, sintiéndose orgullosas de haber escapado. Él cogió sus vestidos sin hacerles daño ninguno.

Así dijo a una de las mujeres del agua que se llamaba Hadburg:

—Hagen, noble caballero, si queréis devolvernos nuestros vestidos os diremos lo que ha de pasar en nuestro viaje al Huneland.

Semejantes a los pájaros que se acercan sobre el río: parecióle que eran avisadas y se manifestó dispuesto a creer lo que le iban a decir. Ellas le manifestaron lo que deseaba saber.

—Podéis seguir vuestro viaje al país del rey Etzel. Os juro por mi fe que nunca héroes se presentarán mejor, ni recibirán mayores honores: esto que os digo es la verdad.

Al escuchar estas palabras, Hagen sintió alegría en su corazón: sin tardar más les devolvió sus trajes. Cuando se ajustaron sus maravillosos vestidos le dijeron la verdad de lo que Ies había de ocurrir en el país del rey Etzel.

Así le dijo la otra mujer de las aguas cuyo nombre era Liegelinda:

—Quiero advertirte, Hagen, hijo de Aldriano, que por haberle robado su ropa te ha engañado mi tía y si vas al país de los Hunos, serás horriblemente engañado.

«Menester es que te vuelvas, aún es tiempo. Tu destino, héroe valeroso, es morir en el Huneland. Los que van contigo llevan la muerte en la mano.

—Me engañáis sin motivo —respondió entonces Hagen—. ¿Cómo puede ser que en la fiesta muramos tantos por la enemistad de una sola persona? —Dieron más claramente al héroe sus noticias.

Le dijo una de ellas:

—Así lo has de ver; ninguno de vosotros podrá librarse, excepto el capellán del rey esto lo sabemos positivamente. Sólo él volverá sano y salvo al país del rey Gunter.

Con furiosa cólera le respondió el fuerte Hagen:

—Difícil me será hacer saber a mi señor que debemos perder vida y cuerpo entre los Hunos. Ahora, la más sabia de las mujeres, dionos un medio para atravesar el río.

—Por cuanto no quieres renunciar a esa expedición, allá arriba de las aguas hay una cabaña. Allí hallarás un barquero y no en ninguna otra parte.

Él creyó en la respuesta que daba a su pregunta. La otra dijo también al impaciente guerrero:

—Esperad un momento, señor Hagen, vais muy deprisa; escucha de qué manera llegarás mejor a la otra orilla. El señor de esta Marca se llama Else.

»Su hermano tiene por nombre Gelfrat el héroe, un señor del Baierland: encontraréis obstáculos para atravesar su Marca: sed prudente y tened cuidado con el barquero.

»Tiene tan furiosos instintos que no lo pasaréis bien si no sois espléndidos con ese héroe; dadle buena recompensa. Él guarda este país y es muy fiel al Gelfrat.

»Aunque no venga a tiempo llámalo a la orilla y dile que te llamas Amelrico; así se llamaba un buen héroe que por enemistad abandonó este país. Inmediatamente que oiga este nombre se acercará a la orilla.

El altivo Hagen dio las gracias a las sabias mujeres por sus consejos y enseñanzas; no añadió ni una palabra. Siguió el camino hacia lo alto de la corriente hasta que vio el alojamiento en la otra orilla. El héroe comenzó a gritar:

—Ven hacia mí, barquero —dijo el buen héroe—, yo te daré en pago un brazalete de oro rojo: pues es menester sepas que me es muy necesario pasar.

No le convenía obedecer al rico barquero: casi nunca aceptaba cualquier pago y los que le servían tenían también grandes pretensiones. Así, pues, Hagen permanecía en la orilla del río.

Gritó con tanta fuerza, que todos los ecos resonaron; pues el poder del fuerte héroe era muy grande:

—Ven por mí, Amelrico; soy uno de los hombres de Else que abandonó este país por un gran disgusto.

Enseñó en la punta de la espada un hermoso y brillante brazalete de oro rojo, para que lo pasara al país de Gelfrat. El altivo barquero cogió el remo en sus manos.

Tenía muy malos instintos el batelero; el deseo de una recompensa se produjo un fin desgraciado. Quiso ganar el oro rojo de Hagen y sufrió una muerte horrible por la mano del héroe.

El barquero remó con fuerza hasta la otra orilla. Al escuchar nombrar a uno que no hallaba y ver a Hagen se enfureció y con terrible cólera le dijo al héroe:

—Puede que os llaméis Amelrico, pero no os parecéis en nada al que yo solía ver, el cual es hermano mío de padre y madre: por cuanto me habéis engañado os quedaréis ahí.

—¡No! por el poderoso Dios —le respondió Hagen—. Yo soy un guerrero extranjero y además hay muchos héroes encomendados a mi cuidado; aceptad mi recompensa.

—Eso no puede ser de ningún modo —le contestó el barquero—; tienen muchos enemigos mis queridos señores, por lo cual no paso al país a ningún extranjero. Si la vida os es cara saltad a tierra.

—No obréis así —respondió Hagen—. Mi alma está apesadumbrada. Aceptad mi recompensa, este oro puro y pasad a la otra orilla mil caballos y otros tantos hombres.

—Eso no lo haré nunca —le dijo el furioso barquero.

Levantó un fuerte remo, grande y pesado y lo descargó sobre Hagen, quien sufrió un dolor tan grande que cayó de rodillas en la barca. Jamás el de Troneja había encontrado un batelero tan terrible.

Redobló su fuerza contra el extranjero; descargó con el remo tan fuerte golpe sobre su cabeza de Hagen que saltó en astillas; era un hombre muy fuerte, pero tenía que sucederle una desgracia al barquero de Else.

Con furiosa cólera Hagen llevó la mano a la empuñadura de la espada y dio al aire su bruñida hoja; con ella le dio en la cabeza y lo tiró por tierra. Los Borgoñones supieron bien pronto la noticia.

En el momento en que hirió al batelero, la barca fue arrastrada por la corriente; esto le disgustó mucho: sentía fatiga antes de comenzar a remar, pues había empleado todas sus fuerzas el compañero del rey Gunter.

Remaba con golpes tan seguidos, que los fuertes remos se rompieron en sus manos. Quería llegar hasta los guerreros que se encontraban en la orilla, pero no tenía otro remo; amarró los pedazos con una correa del escudo e hizo un lazo estrecho. Bajando la corriente condujo la barca hacia un sitio donde en la orilla encontró a su señor.

Como el rey Gunter viera correr la sangre por la barca, la sangre aún caliente, le preguntó:

—Decidnos, señor Hagen ¿qué le ha pasado al barquero? Vuestra terrible fuerza le habrá quitado la vida.

Él le respondió con engaño:

—He encontrado la barca amarrada a un sauce y mi mano la ha desatado. No he visto allí ningún barquero y por causa mía nadie ha sufrido daño.

Así dijo Gernot, el rey de Borgoña:

—Tendré que llorar la muerte de muchos queridos amigos, porque no tenemos bateleros que nos pasen al otro lado: por esto siento grandes cuidados.

—Vosotros, sirvientes —gritó Hagen—, dejad en el suelo las cargas; yo era, sin alabarme, el mejor barquero que se podía encontrar en las orillas del Rhin: os pasaré al país de Gelfrat, estoy seguro.

Para llegar más pronto a la otra orilla, pegaron a sus caballos; éstos nadaron tan bien que la corriente no se tragó ni uno solo. Algunos fueron arrastrados a causa de la gran fatiga experimentada.

La barca era muy grande, fuerte y ancha. Transportó al otro lado del río de una vez quinientos hombres con sus equipos, sus víveres y sus armas. Aquel día tuvieron que remar muchos buenos caballeros.

Condujeron en la barca su oro y sus vestidos; pues tenían que realizar el viaje. Hagen los dirigía, llevando así a la otra orilla del país desconocido a muchos buenos guerreros.

Mientras que los conducía sano y salvo por encima del río, el atrevido guerrero se acordó de la predicción que le habían hecho las extrañas mujeres de las aguas; el capellán del rey estuvo a punto de perder la vida.

Le vio junto a los objetos sagrados con la mano apoyada en las reliquias: y cuando Hagen lo miró, el desgraciado sacerdote debió sentir inquietud. Lo atacó bruscamente arrojándolo de la barca. Muchos le gritaron:

—¡Deteneos, Hagen, deteneos!

El joven Geiselher se sintió irritado, pero él no atendía nada que no fuera la realización de su proyecto. Así dijo Gernot, el rey de Borgoña:

—¿Qué conseguís, señor Hagen, con la muerte del capellán? Si otro lo hubiera hecho hubierais sentido pesar. ¿Por qué razón le habéis cobrado odio a ese sacerdote?

El sacerdote nadaba con tuerza: se hubiera salvado si le ayudara alguien, pero no pudo ser así; porque el fuerte Hagen, llevado de su cólera, lo empujó hasta el fondo del agua; esto no pareció bien a nadie.

El pobre sacerdote, no esperando ningún socorro, nadó hacia la otra orilla; su angustia era grande. Cuando no pudo más le ayudó la mano de Dios y llegó a la arena con vida.

El desgraciado sacerdote se puso de pie y sacudió sus vestidos. Por esto conoció Hagen que tenía que cumplirse la predicción hecha por las extrañas mujeres de las aguas. El pensó: «Estos héroes perderán la vida y cuerpo».

Cuando descargaron la barca y sacaron lo que habían llevado los reyes y sus caballeros. Hagen la rompió en pedazos y los arrojó al río: grande fue la extrañeza de los caballeros nobles y buenos.

—Hermano, ¿por qué haces eso? —le preguntó Dankwart—. ¿Cómo pasaremos cuando volvamos del país de los Hunos dirigiéndonos al Rhin?

Hagen le dijo luego que no darían la vuelta. El héroe de Troneja le dijo:

—Lo hago porque temo que haya entre nosotros un cobarde que quiera volverse de este país llevado de su pequeñez de corazón, éste hallaría en el río una vergonzosa muerte.

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