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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (23 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—Entiendo. ¿Le han dado un puesto en Londres? —preguntó ella.

—No…, todavía estoy de baja por una herida de guerra. Estoy pasando unos días en el vecindario. Sólo estoy de paso y conocí al padre Martin en su iglesia.

—Ha sido lo bastante amable como para ofrecerme su ayuda en la iglesia, para escuchar confesiones —dijo Martin.

—Eso está bien. Usted necesita un descanso. Haremos las rondas juntos. —Empezaron a subir la escalera y ella añadió—: Y, a propósito, el teniente Benson se ha marchado con un permiso de tres días y ha dejado al mando a ese joven sargento, ¿cómo se llama? Morgan, ¿verdad?

—¿El muchacho galés? —dijo Martin—. Anoche pasé a ver a Steiner. ¿Lo ha visto usted?

—No, después de que usted se marchara tuvimos un ingreso de urgencias, y no tuve tiempo. Pero le veré ahora. Confío en que la penicilina esté eliminando finalmente los últimos vestigios de esa infección en el pecho.

Empezó a subir la escalera delante de ellos, con energía, balanceando las faldas, seguida por Devlin y Martin.

Fueron avanzando poco a poco de una habitación a otra, quedándose un rato en alguna de ellas para hablar con los pacientes. Había transcurrido media hora antes de que llegaran al piso superior. El policía militar de servicio ante la mesa y la puerta exterior se puso en pie de un salto y saludó automáticamente al ver el uniforme de Devlin. Otro policía militar abrió la puerta y cruzaron el umbral.

El joven sargento, sentado en la habitación de Benson, se puso en pie y salió.

—Hermana…, padre Martin.

—Buenos días, sargento Morgan —le saludó la hermana María Palmer—. Quisiéramos ver al coronel Steiner.

Morgan miró el uniforme de Devlin y vio su alzacuello.

—Comprendo —dijo, un tanto indeciso. —El mayor Conlon nos acompaña en las visitas —le informó ella.

Devlin extrajo su cartera y sacó el falso pase del departamento de Guerra que le había proporcionado la gente de Schellenberg, el que le garantizaba un acceso ilimitado a toda clase de dependencias militares y hospitalarias. Se lo tendió al sargento.

—Confío en que esto le parezca suficiente, sargento.

Morgan lo examinó.

—Sólo anotaré los detalles para la hoja de admisión, señor —dijo. Una vez lo hubo hecho, le devolvió el pase—. Si quieren seguirme…

Abrió el camino hasta el final del pasillo, asintió con un gesto y el policía militar de servicio abrió con llave la puerta. La hermana María Palmer entró en la habitación, seguida por el padre Martin y el propio Devlin. La puerta se cerró tras ellos,

Steiner, que estaba sentado junto a la ventana, se levantó.

—¿Cómo está hoy, coronel? —preguntó la hermana María Palmer.

—Muy bien, hermana.,

—Siento mucho no haber podido pasar a verle anoche. Tuve una emergencia, pero el padre Martin me dice que sí pasó por aquí.

—Como es habitual en él —asintió Steiner.

—Y, a propósito —dijo el anciano—, le presento al mayor Conlon que, como verá, es un capellán del ejército. Está de baja. Al igual que usted, ha sido herido recientemente.

Devlin sonrió amistosamente y extendió la mano.

—Es un placer, coronel.

Kurt Steiner, haciendo uno de los esfuerzos más supremos de toda su vida, se las arregló para mantener un rostro inexpresivo.

—Mayor Conlon. —Devlin le estrechó la mano con fuerza y Steiner preguntó—: ¿Estuvo en algún sitio interesante? Quiero decir, donde lo hirieron, claro.

—En Sicilia —contestó Devlin.

—Una dura campaña.

—Ah, bueno, en realidad no me enteré mucho. Recibí lo mío ya en el primer día. —Se dirigió a la ventana y miró hacia la carretera que corría junto a la orilla del Támesis—. Disfruta de una buena vista desde aquí. Puede ver directamente hacia esos escalones y esa pequeña playa, y contemplar el paso de los barcos. Al menos tiene algo que mirar.

—Me ayuda a pasar el tiempo

—Bueno —dijo la hermana María Palmer llamando a la puerta—, ahora tenemos que marcharnos.

El padre Martin puso una mano sobre el hombro de Steiner.

—No olvide que esta noche estaré en la capilla a las ocho para escuchar confesiones. Todos los pecadores son bienvenidos.

—Vamos, padre —intervino Devlin—, ¿no me dijo que yo me encargaría de aliviar algunas de sus cargas? Seré yo quien esta noche se siente en el confesionario. —Se volvió a mirar a Steiner—. Pero, desde luego, sigue usted siendo bienvenido, coronel.

—¿Está seguro de que no le importará? —preguntó el padre Martin.

—A mí me parece una idea excelente —intervino la hermana María Palmer al tiempo que se abría la puerta.

Avanzaron por el pasillo y Morgan les abrió la puerta exterior.

—Sólo una cosa —dijo el padre Martin—. Yo suelo empezar a las siete. Los policías militares bajan a Steiner a las ocho porque a esa hora ya se han marchado todos los demás. Lo prefieren de ese modo.

—¿Así que es el último al que ve?

—En efecto.

—Bueno, no es ningún problema —le aseguró Devlin.

Llegaron al vestíbulo y el portero les entregó sus gabardinas.

—Entonces, le veremos esta noche, mayor —dijo la hermana María Palmer.

—Así lo espero —asintió Devlin, bajando los escalones en compañía del anciano sacerdote.

—Que Dios nos ayude. Has hecho como Daniel metiéndose en la cueva del león —dijo Ryan—, Tienes el descaro del viejo Nick.

—Bueno, el caso es que ha funcionado —admitió Devlin—. Pero no quisiera tener que permanecer mucho más tiempo rondando por aquí. Eso sería como invitar a que se produzcan problemas.

—Pero ¿volverás esta noche?

—Tengo que hacerlo. Es mi única oportunidad de hablar adecuadamente con Steiner.

Mary, que estaba sentada ante un extremo de la mesa, encogida, dijo:

—Pero, señor Devlin, sentarse allí, en el confesionario, y escuchar las confesiones de la gente y de algunas de las monjas…, eso es un pecado mortal.

—No tengo ninguna otra alternativa, Mary. Es algo que hay que hacer. No me gusta nada engañar a ese pobre y bondadoso anciano, pero no puedo hacer otra cosa.

—De todos modos, sigo pensando que eso es hacer algo terrible.

La muchacha abandonó la habitación, regresó al cabo de un momento llevando un impermeable y salió al exterior.

—A veces, tiene temperamento —comentó Ryan.

—Eso no importa. Ahora tenemos cosas que discutir, como por ejemplo mi entrevista con Carver en el muelle Black Lion. ¿Podríamos llegar allí en tu bote?

—Conozco bien esa zona. Tardaremos unos treinta minutos. Dijiste que a las diez, ¿verdad?

—Me gustaría estar antes si fuera posible, aunque sólo sea para echarle un vistazo a la situación.

—Bien, en tal caso saldremos a las nueve. Seguramente habrás vuelto antes del priorato.

—Creo que sí —dijo Devlin encendiendo un cigarrillo—. No puedo ir a Shaw Place en tu taxi, Michael. Un taxi de Londres parecería totalmente fuera de lugar en las marismas Romney. Y en cuanto a esa camioneta Ford que tienes, ¿se encuentra en buen estado?

—Sí. Como ya te dije, la utilizo de vez en cuando.

—Una cosa muy importante —dijo Devlin—. Una vez que saque a Steiner, nos moveremos, y lo haremos con rapidez. Dos horas para llegar a Shaw Place, donde ya estará esperándonos el avión, y habremos partido antes de que las autoridades se hayan dado cuenta de nada. Esa noche necesitaré la camioneta y sólo para un viaje de ida. Sería una buena idea que tú acudieras a recogerla.

—La acepté hace un par de años en pago de una deuda de un comerciante de Brixton —dijo Ryan con una sonrisa—. La documentación del coche tiene los datos tan sucios que casi no se distinguen, y lo mismo sucede con la matrícula. No hay forma de que nadie le siga la pista hasta mí, y está en buen estado. Ya sabes lo que soy capaz de hacer con los motores. Son mi afición.

—Ah, bueno, entonces te daré algo extra por eso —dijo Devlin levantándose—. Y ahora iré a hacer las paces con tu sobrina.

Ella estaba sentada bajo el toldo de la lancha motora, enfrascada de nuevo en la lectura.

—¿De qué se trata esta vez? — preguntó él.


El tribunal de medianoche
—contestó ella de mala gana.

—¿En inglés o en irlandés?

—No tengo la versión irlandesa.

—Eso es una pena. En otros tiempos yo era capaz de recitarla toda en irlandés. Mi tío me regaló una Biblia por eso. El era sacerdote.

—Me pregunto qué habría dicho de haber sabido lo que va a hacer usted esta noche —dijo ella.

—Oh, sé muy bien lo que habría dicho —replicó Devlin—. Me habría perdonado.

Y tras decir esto, volvió a subir los escalones hacia la casa.

Devlin estaba sentado en el confesionario, vestido de uniforme, con una estola violeta alrededor del cuello. Escuchó con paciencia a las cuatro monjas y los dos pacientes que confesaron sus pecados. Lo que escuchó no fue nada tan terrible. Fueron, principalmente, pecados de omisión, o cuestiones tan nimias que apenas si valía la pena pensar en ellas, aunque parecían importantes para las personas anónimas que le hablaron desde el otro lado de la rejilla. Hizo honestamente todo lo que pudo por decir lo correcto, pero tuvo que hacer un verdadero esfuerzo. Su último cliente se marchó. Permaneció allí sentado, en silencio, y entonces se abrió la puerta de la capilla y escuchó el resonar de las botas del ejército sobre el suelo de piedra.

La puerta del confesionario se abrió y cerró. Desde la oscuridad, Steiner dijo:

—Bendígame, padre, porque he pecado.

—No tanto como yo, coronel —replicó Devlin encendiendo la luz y mirándolo a través de la rejilla.

—Señor Devlin —dijo Steiner—. ¿Qué han hecho con usted?

—Han introducido unos pocos cambios, sólo para alejar a los sabuesos —contestó Devlin pasándose las manos por el cabello gris—. ¿Cómo lo ha pasado usted?

—Eso no importa. Los británicos esperaban que usted apareciera. Vino a verme un tal brigadier Munro, jefe dé operaciones especiales. Me dijo que se había asegurado de que mi presencia en Londres fuera conocida en Berlín, pasando la información a través de un hombre que trabaja en la embajada española y que se llama Vargas.

—Lo sabía —dijo Devlin—. Ese bastardo.

—Me dijeron dos cosas. Que el general Walter Schellenberg estaba encargado de organizar mi huida y que esperaban que él le utilizara a usted. Le están esperando, confiando en echarle el guante.

—Sí, pero he dejado que la inteligencia británica maneje el asunto como ellos querían. Vargas sigue recibiendo mensajes pidiendo más información. Pensarán que yo continúo en Berlín.

—¡Buen Dios! —exclamó Steiner.

—¿Cuántos policías militares le han escoltado hasta aquí abajo?

—Dos. Habitualmente, Benson es uno de ellos, pero ahora está de permiso.

—Correcto. Voy a sacarle de aquí dentro de los próximos dos o tres días. Saldremos por la cripta. Está todo bastante bien organizado. Habrá una lancha motora esperándonos en el río. Después, haremos un viaje de un par de horas hasta un lugar donde seremos recogidos por un avión que nos llevará a Francia.

—Comprendo. Todo organizado hasta el último detalle, como la operación Águila, pero recuerde cómo terminó eso.

—Ah, sí, pero esta vez soy yo quien está al mando —dijo Devlin con una sonrisa—. La noche en que nos larguemos, bajará usted a confesarse, como ha hecho esta noche. A la hora habitual.

—¿Cómo lo sabré?

—Desde su ventana se observa una buena vista, incluyendo los escalones que conducen a la pequeña playa del Támesis, ¿lo recuerda?

—Ah, sí.

—El día que decidamos marcharnos habrá una muchacha joven de pie junto al muro, en el más alto de esos escalones. Llevará una boina negra y un viejo impermeable. Estará allí exactamente al mediodía, así que a esa hora vigile cada día el lugar. Además, esa muchacha cojea de modo muy pronunciado, coronel. No podrá equivocarse.

—De modo que, si la veo, ¿quiere decir que huiremos esa misma noche? —preguntó Steiner con vacilación—. ¿Y los policías militares?

—No son más que un detalle a tener en cuenta —contestó Devlin—, Confíe en mí. Y ahora rece tres avemarías y dos padrenuestros y ya puede marcharse.

Apagó la luz. La puerta se abrió, se escuchó un murmullo de voces y el sonido de las botas que se alejaban; se abrió la puerta de la capilla y luego volvió a cerrarse.

Devlin salió del confesionario y avanzó hasta el altar.

—Que Dios me perdone —murmuró.

Comprobó que el cerrojo de la puerta que daba a la cripta seguía abierto y luego entró en la sacristía, se puso la trinchera militar y se marchó.

Ryan permaneció en la puerta, mientras Devlin se cambiaba con rapidez, quitándose el uniforme y poniéndose unos pantalones oscuros y un suéter. Se levantó la pernera derecha del pantalón y se ató la tobillera, cubriéndola en parte con el calcetín. Introdujo la Smith & Wesson del 38 y se bajó la pernera del pantalón.

—Por si acaso —dijo.

Tomó la vieja chaqueta de cuero que Ryan le había prestado y se la puso. Luego abrió la maleta, tomó un paquete de billetes de cinco libras y se lo metió en el bolsillo interior.

Bajaron la escalera y encontraron a Mary sentada ante la mesa de la cocina, leyendo.

—¿Queda algo de té? —preguntó Devlin.

—Creo que aún queda un poco. ¿Nos vamos ya? —preguntó ella sirviendo el té en una taza.

El abrió el cajón de la mesa de la cocina, sacó la Luger, la comprobó y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Tú no vas a ir a ninguna parte esta vez, muchacha —le dijo, tomando el té.

Ella hizo ademán de protestar, pero su tío sacudió la cabeza.

—Tiene razón, muchacha. Puede que las cosas se pongan feas. Será mejor que no te metas en esto.

Ella les miró, desconsolada, mientras ellos bajaban los escalones hasta el embarcadero, subían a la lancha y se preparaban para alejarse.

Mientras Ryan ponía el motor en marcha, Devlin entró en la pequeña caseta y encendió un cigarrillo protegiendo la llama con las manos.

—Y lo mismo hay que decir en cuanto a ti, Michael. No te metas en esto. Mis asuntos no son los tuyos.

Jack
y
Eric Carver llegaron al muelle Black Lion a las nueve cuarenta
y
cinco, en una limusina Humber, conducida por George. El muelle estaba casi completamente a oscuras, a excepción de la luz sobre las puertas principales de entrada al almacén, debidamente protegida por una pantalla, tal como estipulaban las regulaciones sobre el encendido de luces para evitar ser detectadas desde el aire. El cartel que había en el almacén decía: «Hermanos Carver, Exportación e Importación». Jack Carver se lo quedó mirando con satisfacción una vez hubo salido del coche.

BOOK: El águila emprende el vuelo
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