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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (10 page)

BOOK: Don Alfredo
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Sonó el celular de Schiavoni: era el gobernador Busti que requería novedades para transmitírselas al Presidente. "Está todo bajo control, Jorge. Ya empezaron a llegar los familiares. Acabo de ver a dos de sus hermanos". Cortó y el teléfono volvió a sonar. Esta vez era el ministro del Interior, Carlos Corach, a quien Schiavoni le tuvo que trazar un panorama de la situación del lugar al que acababa de llegar. Cuando cortó la comunicación fue a hablar con Alloatti.

—¿Ustedes están seguros de que en este lugar no había nadie, además de los cuidadores? —preguntó.

—Nosotros no vimos nada extraño —respondió el jefe policial de Concepción.

—¿Nunca se enteraron si alguien disparó?

—No, Ministro.

—¿Y están seguros de que nadie lo mató a Yabrán?

—Es imposible. Venga.

Entonces lo sacó de la casa y lo llevó hasta la ventana enrejada de la
suite
para que se convenciera de que nadie podía haber entrado o salido por otro lugar que no fuera la puerta cerrada por dentro. Había sucedido como en
El misterio del cuarto amarillo
de Gaston Leroux, pero con final diferente. Schiavoni cabeceó afirmativamente y luego preguntó cómo habían dado con el prófugo. Alloatti le relató el procedimiento y agregó otras informaciones que no figuran en su testimonio: "Nos dieron el dato de que podía estar aquí. Y nos advirtieron: cuando lleguen al primer puesto no se queden allí porque hay un segundo puesto, que no se ve, pero es el casco principal de la estancia. Desde las diez de la mañana que estábamos dando vueltas y acordamos hacerlo a eso de las 13. Nos llamaron la atención algunas cosas: un
jogging
y unas zapatillas grandes, de gimnasia, colgadas en un tendedero". Luego lo condujo a la cocina para observar la enigmática ensalada de pepinos.

Las mismas dudas que inquietaban al ministro Schiavoni anidaban en la cabeza de la doctora Pross Laporte o tal vez fue el funcionario el que se las transmitió: era necesario comprobar que ninguno de los policías entrerrianos que había intervenido en el allanamiento le había disparado al empresario, porque era lo primero que iban a pensar los argentinos, especialmente los porteños. Por lo tanto, la jueza hizo venir personal policial de la vecina Aldea San Antonio y, poniendo como testigos a los agentes que la habían escoltado, requisó las armas de todos los que habían intervenido en el procedimiento. El arsenal estaba compuesto por doce pistolas nueve milímetros con un parque de ciento treinta y tres proyectiles de ese calibre; cinco pistolas 11.25, con cuarenta cartuchos; una escopeta Ithaca calibre 12 y un fusil FAL, ambos con su correspondiente munición. Luego los policías, incluyendo a los jefes departamentales Alloatti y Degrugiller, se formaron en fila para que los de Criminalística les colocaran, en ambas manos, la cinta que recoge eventuales muestras de pólvora en quien acaba de disparar un arma de fuego. Una medida elemental que sin embargo no se tomaría después con la mano derecha del muerto porque estaba "cubierta de sangre". Igual que la escopeta con la que, presuntamente, se había suicidado: una Baikal 12.70 de dos caños superpuestos, con las inscripciones "BAC-HOK HAC n/40 KG 65 Mn Mn na" en el lateral derecho y "ESC. ID3 34EP / n A g No 2582 12 x 70" en el izquierdo, al lado de la recámara. En el interior de la recámara inferior se encontró un cartucho 12/70, marca Fiocchi Italy percutido y otro idéntico, sin percutir, en el caño superior.

Busti volvió a llamar a Schiavoni y lo presionó para que diera una respuesta a los medios. El Ministro se alejó unos metros para que nadie lo oyera: "Mirá, Jorge, yo en esto te digo la verdad. Lo único que voy a decir lo pienso escribir en un comunicado. Una vez que lo redacte lo voy a corregir y consensuar con la jueza Pross Laporte, para no meter la pata".

A las siete de la tarde llegó Rubén Virué, el abogado local de la familia Yabrán. Unos minutos después dieron vuelta el cadáver. Schiavoni observó que los hermanos entraban en la
suite
para el reconocimiento.

Era una enorme pelota roja, de rasgos caricaturescos. La cara demencial de un boxeador castigado, pintado por Botero. Los ojos estaban entrecerrados y llenos de sangre. Y sólo el pelo blanco, cortado tipo cepillo, recordaba el rostro vivo de Alfredo Yabrán. Sin embargo, ni Angélica ni Miguel Yabrán dudaron un segundo. "Está irreconocible, pero creo que se trata de él", musitó
Negrín.
"Es Alfredo, mi hermano", exclamó
Coca
mientras le hablaba a esa cosa ominosa que se reflejaba en los azulejos: "Yo te hubiera salvado,
Quico.
¿Por qué no me hiciste saber que andabas por acá? Yo te hubiera ido a buscar,
Quico,
y te hubiera escondido mejor. Conmigo hubieras estado a salvo". Salieron, aparentemente inalterados, entre el silencio expectante de los presentes. "Es dura, la hermana", pensó Schiavoni. La profesora jubilada, que había iniciado a Yabrán en las matemáticas, era efectivamente dura, pero en ese momento parecía insensible porque estaba dominada por una total sensación de irrealidad. No le "cerraba" y no le "cerraría nunca" que "un tipo como
Quico
pudiera haberse matado". Unos minutos después, ya fuera de ese baño terrible, ambos hermanos reiteraron ante el funcionario policial que labraba el acta: "Es mi hermano, Alfredo Enrique Nallib Yabrán". A las 19.29 firmaron el documento junto con dos nuevos testigos: otros dos aldeanos requeridos por la autoridad.

Schiavoni se acercó al muchacho que no paraba de llorar.

—¿Cuánto tiempo llevabas con Alfredo?

—Siete años. Yo vine a acompañarlo; él no se quiso ir... Pero nunca pensé que se iba a matar. Nunca, nunca...

El Ministro se alejó para atender un nuevo llamado de su fatigado celular. Del otro lado estaba Martín Fabre, director de Información Pública de Entre Ríos.
"Cacho
—le dijo Fabre—, vos tenés que salir a enfrentar a los medios, ya no se puede más". "Voy a leer un comunicado y punto", contestó secamente el Ministro. Y se puso a redactarlo. Escribió tres borradores y el último, que no terminaba de convencerlo, se lo dio a leer a la jueza Pross Laporte, que le aconsejó colocarle varios "sería" y "habría". Cuando terminaron de darle el toque final, se acercó un oficial principal y le dijo a la jueza: "Doctora, no nos podemos ir sin revisar toda la casa y fundamentalmente el dormitorio". Era cierto. Hasta ese momento no habían revisado prácticamente nada.

Unas horas antes, en Buenos Aires, cuando recién empezaban a circular los rumores sobre el inesperado final de Yabrán, su abogado Pablo Argibay Molina se encontraba en un duelo público por otra tragedia que retrataba la actual circunstancia argentina; aunque era de índole muy distinta (casi podría decirse opuesta) al macabro episodio que acababa de ocurrir en San Ignacio y que el
Gordo
Argibay todavía desconocía. Participaba de una protesta por la muerte "accidental" de seis obreros de la construcción, provocada por la caída desde varios pisos de altura de un montacargas que no reunía las condiciones mínimas de seguridad. Cuando terminó el acto y los periodistas se le fueron encima con preguntas sobre el posible suicidio de su cliente, el abogado pensó que se trataba de una "bola estúpida" o "una operación de prensa" de las que estaban de moda y contestó una tontería, que algún medio interpretó erróneamente como una maniobra para ganar tiempo: "Acá estamos llorando muertos y no contestando preguntas sobre otro tema". Pero enseguida supo que era verdad, que Yabrán estaba muerto. Y se comunicó con la Central, que le ordenó viajar de inmediato a San Ignacio. El abogado le pidió a su hijo que lo acompañara. Poco después estaban en el Aeroparque, arriba de uno de los Jet Cessna Citation de Lanolec, una de las pocas empresas que Yabrán reconocía como propias y que, unos años antes, había conseguido un lugar de privilegio en el Aeroparque por expresa gestión de Esteban Caselli, a la sazón número dos de Eduardo Bauzá en la Secretaría General de la Presidencia. Acaso el
Gordo
estaba sentado en la misma confortable butaca que había ocupado el propio Carlos Menem para viajar a La Rioja el viernes 18 de agosto de 1995, horas después de que Domingo Cavallo denunciara a Yabrán en el Congreso como "jefe de la mafia". En la escalerilla del avión de Lanolec, el Presidente había declarado a los periodistas: "No conozco la mafia de la que habló el Ministro".

A pesar de las circunstancias, el
Gordo
no pudo evitar una mirada admirativa a su alrededor. Los mullidos asientos de cuero beige, el televisor al lado de la butaca, el plato de canapés y las copas de champán que la azafata de sonrisa programada les había dejado en la amplia mesa individual, como si fueran a una fiesta y no al fondo de la noche. Cuando el avión ganó altura de crucero lo invadió una soledad comparable a la del muerto que lo esperaba en su estancia final. Se preguntó por qué iba con la única compañía de su hijo al encuentro de lo desconocido. ¿Se lo habrían cargado? Decían que era suicidio, pero en la Argentina se dibujaba todo. Él conocía bien los sótanos de la policía y la Justicia. ¿Por qué estaban solos en ese avión? ¿Por qué era siempre el mismo pelotudo que ponía la cara? Fontán Balestra se lo decía. Y usó esa tendencia suya a exponerse, como excusa para abrirse y no sólo para abrirse, para traicionar a su cliente. A él lo puteaban por defender a Yabrán. Pero ésa era su obligación como abogado. ¿Qué querían que hiciera, que lo cagara y se pasara al bando de Cavallo, como Fontán? Los periodistas no entendían eso de ser abogado. Pensaban que él, por defenderlo a Yabrán, era Yabrán. No, señor, no es así. Él era apenas uno de los abogados de Yabrán, y ni siquiera el que cortaba el salame grueso. Yabrán... Estaba ahí en un baño, con la cabeza volada de un escopetazo. Y sus aviones seguían volando. Los periodistas ya estarían en el lugar y le preguntarían como lo habían hecho un rato antes. Y él no sabía qué les iba a decir, porque no sabía con qué se iba a encontrar.

A las 20.15 había comenzado en San Ignacio lo que el principal Silva describiría como "una minusiosa (sic) inspección de las habitaciones y/o dependencias", en compañía de testigos civiles y de los dos hermanos de Yabrán que estaban presentes. En el dormitorio contiguo al del muerto descubrieron, dentro de un placard, tres escopetas de caño liso paradas contra la pared y abundante munición. Había una Browning 2000, calibre 12.70 y dos Mossberg, calibre 410. En el extenso parque encontraron una caja de diez cartuchos Fiocchi, como los que estaban dentro de la escopeta del presunto suicida. Además, en una bolsa de cartuchos hallaron dos vainas servidas: una del doce y dos calibre 36. Pero había algo más interesante aún que las armas y fue descrito de esta manera por el principal Silva: "un estuche de tela sintética color negro, conteniendo un cable y mesada portátil que se lee Planet 1, tipo antena satelital". El extraño hallazgo fue retratado por el fotógrafo policial y tanto la foto como la mención figuran en la causa. Sólo que, haciendo honor a su nombre, el Planet se perdió en el espacio. Días más tarde, su existencia sería reiteradamente negada por la jueza Pross Laporte y la secretaria María Angélica Pivas, convirtiéndose en uno de los aspectos más cuestionados de la investigación.

En la habitación de Yabrán encontraron sobre la cómoda un par de anteojos recetados de marco rectangular marca Lanvin de París; un reloj pulsera de caja pequeña y cuadrada, de oro, marca Bulgari, y alguna que otra incongruencia: el bolígrafo Uniball de color gris oscuro que estaba en uno de los cajones no era el que Yabrán había utilizado para escribir su carta al "Señor Juez". La nota no fue hallada por ningún policía sino por
Negrín
Yabrán, dentro de un bloc Arte Universitario que estaba guardado en un cajón de la cómoda. El sobre estaba cerrado con cinta Scotch y firmado en las junturas. Pero no hallaron sin ayuda la carta a Ester.

En la cerradura interna de la puerta de la
suite
vieron la llave "banderita" o "abrefácil" a medio caer por la presión de la llave externa que había metido el comisario Cosso, y que provocó —aparentemente— la decisión de Yabrán. Ni en la cocina, "minusiosamente inspeccionada", ni en la sala de estar o la del
pool
(donde se hacían los interrogatorios) encontraron nada "que interese a la requisa". Sin embargo, unos minutos más tarde, reabrieron el acto de la inspección y localizaron, en la sala de estar, sobre un mueble esquinero, un teléfono celular chico marca Sony, al que después se le sacaría una larga serie de fotografías en el despacho de la jueza.

La requisa fue lamentable: la policía no revisó la camioneta ni la vivienda "del chico ese que se la pasa llorando".

Schiavoni, que siguió atentamente cada paso de la inspección, quería acercarse a Miguel Yabrán, pero temía que éste lo puteara; al cabo su hermano había muerto porque lo encontró la policía de Entre Ríos. Finalmente se animó y le dijo quién era.

—Ah, usted es el ministro de Gobierno... Está bien —dijo
Negrín,
aceptando su compañía.

Charlaron unos minutos hasta que Miguel Yabrán se distendió. Entonces Schiavoni se animó a preguntarle:

—¿A qué atribuye esta determinación de su hermano?

—Yo hubiera hecho lo mismo —respondió sin vacilar el menor de los Yabrán—. Yo también me hubiera pegado un tiro.

Rubén Virué era el abogado local de la familia Yabrán. A pesar de ser mucho más joven e infinitamente menos famoso que Argibay Molina, en territorio entrerriano contaba más que la propia Central por aquello de verse todos los días. Había conocido al
Toto
cuando éste trabajaba todavía en el ferrocarril y luego lo había llamado para algunos asuntos cuando arrancó Yabito. También era compañero de promoción de Alberto Enrique Yabrán, uno de los hijos de Carlos, quien tres años antes le había disparado a una periodista de
La Prensa.
A Virué le había tocado defender al padre de su amigo y ahí comenzó una relación fluida con Alfredo, que en parte se sentía responsable del incidente a raíz de la súbita (mala) fama que había adquirido con las denuncias de Cavallo. Antes de eso Virué sólo lo había visto una vez, en un restaurante de Buenos Aires. En esa oportunidad almorzaba con su padre, que le comentó en voz baja: "Ese es Yabrán" y cuando vio que el
Tío Rico
lo había reconocido se levantó para saludarlo. Más tarde, cuando le tocó defender a Carlos y empezó a verse a menudo con el magnate, nunca pudo librarse de una sensación de extrañeza: "¿Qué hago acá, junto al tipo más buscado del país?". Yabrán andaba sin custodia en Entre Ríos, pero el despliegue de autos importados era la señal inequívoca de que había llegado. Por teléfono era muy cauteloso, como un conspirador. "Hola, habla Alfredo", le dijo una vez. "¿Qué Alfredo?", preguntó candorosamente el abogado. "El hermano de Carlos", fue la respuesta del Hombre Invisible, que se ganó a Virué con una sola frase: "Trabajá tranquilo, yo confío en tu capacidad profesional. Contás con toda mi confianza".

BOOK: Don Alfredo
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