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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (11 page)

BOOK: Día de perros
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Por si fuera poco, la apariencia modélica de ambas empresas se vio respaldada por el peritaje que sobre sus cuentas de investigación hizo el inspector Sangüesa. Los datos eran coincidentes y el sacrificio de los perros se reflejaba correctamente. Nada a babor, nada a estribor, un mar en calma se extendía a nuestro lado. Me pregunté si merecía la pena inspeccionar el tercer laboratorio, si no sería más práctico cortar aquel baile de pasos en redondo que no nos conducían a ninguna parte. Pero Garzón insistió en que mi hipótesis inicial había sido compacta y le parecía necesario agotarla. Sin embargo, nada varió en aquella tercera incursión farmacéutica. Nos habíamos equivocado, ésa era la verdad.

Me encontraba de tal ánimo que hubiera podido morderle a alguien. Pero hubiera sido inútil cualquier agresión; entrábamos en el fin de semana y no teníamos más remedio que parar.

Mientras pasaban esos dos días, decidí relajarme. Había dejado crecer en mí la tensión de manera completamente inútil. Cogí a
Espanto,
le puse la correa y paseé tanto como mis piernas pudieron aguantarlo. Acabé sentada en un banco del parque de la Ciudadela con los pies hormigueantes de cansancio.

Me sorprendió darme cuenta de la gran cantidad de gente con perros que aprovechaba las horas de sol. Jóvenes enfundados en ropa deportiva que hacían trotar a sus huskies. Familias cuyos niños eran los encargados de llevar la correa de algodonosos pastores ingleses... Pero sobre todo había viejos, viejos humildes con pequeños chuchos sin raza, tan feos como
Espanto,
ancianas que paseaban amoldadas al paso cansino de sus perros mestizos. Dos de ellas se pararon a hablar cerca de mí, oí que una decía: «... a mí no me importa nada que deje pelos en el sofá, pero mi hija quiere echarlo de casa, regalárselo a alguien. Y dime qué hago yo sin mi
Boby».
Era triste, a cada perro sin raza parecía corresponderle un dueño desheredado.

Me levanté, vagué por el parque. De pronto, observé una aglomeración de gente en la lejanía. Me acerqué a curiosear. Había muchas personas formando corro alrededor de un cercado hecho con vallas metálicas. Entre dos árboles se extendía una pancarta informando:
XV demostración de perros de defensa. A beneficio de los hogares infantiles
. Era imposible encontrar un sitio libre desde donde mirar. Me retiré un poco. En los alrededores se veían perros que sin duda habían participado en el espectáculo y descansaban ahora junto a sus amos.
Espanto
se intranquilizó de repente y empezó a tirar de la correa. El objeto de su desazón parecía ser la proximidad de un enorme rotweiler. Se trataba de un ejemplar impresionante, recio, taurino, con la cabeza compacta y rotunda como un mazo. Se había fijado en
Espanto
y estaba gruñéndole con cara de enfado. Me asusté, levanté la vista hacia la persona que lo llevaba sujeto y ¡Dios, prodigios de lo imposible!, quien se exhibía con aquel fiero perrazo era Garzón. ¿Garzón, era realmente Garzón?, ¿y qué pintaba allí Garzón con aquel bicho?

—¡Subinspector!

Se puso colorado como un tomate, con la expresión de quien desea ser arrebatado del lugar por un tornado salvador.

—Hola, Petra, ¿qué tal?

—¿Cómo que «qué tal»? ¿Qué está usted haciendo aquí con esa bestia?

Miró al perro como si acabara de crecerle en la mano derecha.

—¿Esta bestia?, ¡oh, sí, es
Morgana,
la perra de Valentina Cortés! Se la cuido un rato mientras ella está en la demostración. Forma parte del jurado.

Nos quedamos frente a frente sin que se nos ocurriera nada más que decir. Los perros tomaron la palabra.
Morgana
dio un ladrido amenazador y
Espanto
soltó un alarido de terror y vino a esconderse entre mis piernas. Tiraba como nunca, enloquecido. El rotweiler se sentía aún más provocado y volvió a ladrar.

—Bueno, Fermín, ya ve que la situación no es como para departir tranquilamente. Voy a tener que irme.

—Lástima, me hubiera gustado que saludara a Valentina. Oiga, esta noche vamos a ir a cenar a un mexicano, ¿por qué no viene con nosotros?

—No sé si...

—Anímese. La llamaré esta tarde para quedar.

A esas alturas la perra de Valentina Cortés se había levantado sobre sus dos patas traseras y ladraba de forma aterradora. Tenía una voz grave, profunda, que salía de sus fauces calientes y húmedas.
Espanto
dio un tirón que no pude resistir y escapó de mi mano a toda velocidad. Mientras corría tras él me volví y le dije a Garzón:

—¡Está bien, llámeme sobre las cinco!

No conseguí atraparlo hasta que no estuvimos lo suficientemente lejos del rotweiler como para que hasta nosotros no llegara ni el olor. Intenté tranquilizarlo, su corazón palpitaba casi tan desbocado como el mío. Lo comprendía muy bien; de no haber sido él quien tomó la iniciativa, quizás yo misma hubiera escapado de la amenaza de aquel terrible animal.

Antes de las cinco llamé a Juan Monturiol. Pensé que probablemente le apeteciera conocer a mi compañero de trabajo y a una intrépida domadora de casi leones; quizás también, en presencia de otras personas, desapareciera su síndrome de «hombre llevado al huerto por una mujer» y pudiéramos reunir las condiciones necesarias para un poco de amor banal. Supuse que pondría una excusa, pero aceptó. De modo que aquella helada noche de sábado fuimos todos a parar a Los Cuates, un alegre restaurante mexicano del barrio de Gracia.

Puedo decir sin temor a equivocarme que formábamos uno de los grupos más dispares de cuantos poblaban la noche de la ciudad. Valentina Cortés se presentó con su cabellera rubio amarillísimo ahuecada y feroz. Llevaba pantalones y un jersey negro de pico que dejaba al aire el nacimiento de su generosa espetera. Una cazadora de cuero completaba la imagen de madura mujer emprendedora. Entendí que a Garzón le hubiera gustado, era una cincuentona realmente sexy. Él, por su parte, se había colocado uno de aquellos trajes rayados «Chicago años 30» que yo tan bien le conocía. Impecablemente engominado y con el bigote en perfecto orden, era obvio que se había vestido para seducir. Como yo, que recurrí a un rojo arrebatado con intención de impresionar a Juan Monturiol. Aunque en realidad la impresionada fui yo, porque cuando Monturiol se presentó con un simplicísimo jersey marfil de cuello vuelto, me pareció que estaba más guapo que nunca.

Tras las presentaciones, fisgoneamos la carta y pedimos las consabidas explicaciones al camarero sobre la graduación picante de los condimentos que llevaban los platos. Valentina se inclinó enseguida por los más rabiosos, y comprobé que Garzón estaba encantado con su osadía.

—¡Me gustan las emociones fuertes! —declaró ella lanzando destellos desde sus ojos claros.

—No me extraña —objeté— después de haber conocido a tu perra.

—¿Morgana?
, ¡es uno de los animales más nobles con los que puedes toparte!

—¿La has entrenado tú misma?

—Sí, con la ayuda de mis figurantes. Es rápida como un rayo, y no soltaría a su presa ni aunque fuera un jabalí furioso.

Intervino Juan, interesado en el tema.

—Siempre me he preguntado si los entrenadores de defensa personal estáis seguros de lo que hacéis. Un perro adiestrado para atacar puede provocar accidentes terribles, morder a alguien hasta matarlo.

Valentina hizo un gesto negativo en el aire con un trocito de cochinillo picante que acababa de mojar en salsa más picante aún.

—No, no es tan terrible, tenemos las cosas bien controladas, esa posibilidad sería remota. En realidad, la defensa personal se ha convertido hoy en día en una especie de deporte.

—¿Podría tu perra matar a alguien? —preguntó Garzón admirativo e infantil.

Valentina llenó su plato de frijoles, entornó los ojos y contestó en plan duro:

—Puedes apostar a que podría, probablemente de un solo mordisco. Pero
Morgana
, como todos los perros que entrenamos, sólo actúa bajo órdenes de su amo. Si yo no se lo digo, la pobre no se mete con nadie.

—¿Y si alguien intentara atacarte?

—¡Ah, amigo!, entonces te juro que el atacante se quedaría como los ángeles.

—¿Como los ángeles? —nos sorprendimos todos.

—Quiero decir sin sexo, porque os aseguro que
Morgana
apuntaría directa a sus cojones.

Estallamos en carcajadas que atrajeron miradas sobre nosotros. Increíble la tal Valentina, una auténtica ventolera natural; estaba tan a gusto en el mundo como si ella misma lo hubiera inventado.

Tragaba comida ardiente sin pestañear, reía, accionaba, soltaba tacos sonoros y su anecdotario canino no tenía límites. Juan parecía encantado con su charla y Garzón levitaba más que un santón hindú.

—¿Cuál es la raza de perro más fácil de adiestrar?

—Sin duda el pastor alemán. Es un perro que sirve para todo, inteligente y dócil.

—Pero tú escogiste un rotweiler.

—Lo hice por la capacidad de mordida. Mirad, un pastor alemán tiene una potencia de mordida de unos noventa kilos. No está mal, ¿verdad?, os aseguro que me cuesta aguantar sus sacudidas en el brazo sin caerme al suelo. Pues bien, el rotweiler sube hasta ciento cincuenta kilos.

Juan exclamó:

—No podrás controlar una embestida semejante.

—No, no puedo. De hecho el perro me arrastra y tengo que ir desplazándome a su voluntad. Sin embargo, como sus movimientos son nobles y directos, el peligro real resulta mínimo.

—¡Un bicho capaz de enfrentarse a un toro!

—Sí, lo sería.

—¿Nunca has tenido problemas con ningún perro?

Valentina llamó al camarero, pidió otra cerveza mexicana y se puso seria. Hizo una pausa misteriosa.

—Hay una raza que me he negado a entrenar... —engulló una buena porción de guacamole— el pitbull.

—Tengo un par de clientes que me traen pitbulls a la consulta. Para vacunarlos cada año tengo prácticamente que amordazarlos. ¡Son temibles!

—Temibles. No pesan más de veinticinco kilos. ¿Fuerza en los dientes?... algunos llegan a los doscientos cincuenta kilos.

—¡Acojonante! —soltó Garzón.

—Recuerdo perfectamente lo que sucedió cuando me trajeron uno para que lo entrenara. Mientras hablaba con su dueño el animal estaba tranquilo, silencioso. Me puse el peto acolchado, el manguito y empecé a probar su instinto de defensa con los correspondientes movimientos de excitación. El perro, sujeto por su amo como suele hacerse en las primeras sesiones, se mantenía delante de mí, quieto, sin rugir, sin ladrar, y me miraba directo a los ojos. Pensé: «Valentina, ándate con cuidado porque este bicho es un cabronazo». Efectivamente, de pronto veo que se arranca, babeando, se escapa de su dueño y, en vez de morder el manguito que yo le ofrecía, se lanzó directo sobre mis costillas. Pude esquivarle, pero estoy convencida de que si llega a tumbarme, me hubiera atacado al cuello.

Estábamos estremecidos con su relato.

—¿No es ése el perro que puede llegar a volverse contra su propio amo? —preguntó Juan.

—Supongo que te refieres al stadforshire bull-terrier, una raza americana de la que justamente el pitbull es una variedad. Ese es sin duda el perro más fiero de cuantos existen.

—¿Cuál es su capacidad de mordida? —inquirió Garzón, perfectamente familiarizado con la terminología.

—Trescientos kilos.

—¡No quiero ni pensarlo! —dijo el subinspector.

—Mejor para ti. Se trata de un animal realmente sanguinario, capaz de partirle la yugular a cualquiera. Y de verdad que si lo vierais pensaríais que es imposible. No mide más de cuarenta centímetros de alzada y pesa unos diecisiete kilos, pero es una máquina de matar. Sólo a los hijos de puta de los americanos se les podía ocurrir desarrollar una raza así.

—¿Para qué se emplea?

—Sólo como perro de defensa, aunque ya podéis imaginaros que tiene que estar bien controlado.

Guardamos silencio. De repente me di cuenta de que Garzón no había probado sus enchiladas.

—Te felicito, Valentina —dije—, has logrado encontrar un tema lo suficientemente interesante como para que Fermín deje de comer. Es la primera vez que veo algo así.

Garzón me miró maliciosamente. Ella se echó a reír; con carcajadas francas y alegres, respondió:

—Fermín y yo lo pasamos muy bien. Yo le cuento cosas de perros y él a mí cosas de policías. Todos los trabajos tienen algo que contar, ¿o no?

Garzón se empeñó en pagar la cena. Estaba eufórico y era comprensible. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde que salió por última vez con amigos llevando su propia pareja?

—Vamos a tomar una copa a alguna parte —propuso Juan Monturiol.

—A mí me apetecería bailar —confesó Valentina.

—Entonces iremos al Shutton.

El Shutton era un lujoso local donde los amantes del baile de salón tenían la ocasión de marcarse sambas, rocks y algunas piezas de hot jazz, tocadas por una buena orquesta en vivo. En efecto, Valentina tenía ganas de bailar. En cuanto estuvieron servidos nuestros cócteles, arrastró a Garzón hasta la pista. Advertí entonces que no conocía todas las facetas de mi compañero, múltiples como las de un diamante tallado. Y es que realmente bailaba bien, al estilo de Fred Astaire. Se movía con gracia, con estilo, atento al ritmo, a la vez dominador y deferente con su pareja. La bola compacta de su cuerpo se convirtió en un globo ligero. Era un espectáculo verlo junto a Valentina, ambos desinhibidos y autocomplacientes, dueños absolutos de su diversión.

—Están llenos de vida, ¿no es cierto? —dijo Juan.

—Me gustaría saber bailar como ellos.

—Deberíamos, al menos, intentarlo.

Eligió una untuosa música melódica para el intento. Me tomó en sus brazos y empezamos a movernos muy lentamente. Noté que me oprimía un poco más en los momentos especialmente románticos de la tonada. Acercaba su cara a la mía, la rozaba con suavidad. Así que era un clásico, ¡estábamos apañados! Seducción tradicional: música sugerente, penumbra ambiental, cóctel semiseco... Probablemente al salir de allí me propondría ir a tomar la última copa a su casa, y después, al hacer el amor, me susurraría «cariño» aunque no nos conociéramos de nada. ¡Ni hablar, eso no estaba hecho para mí! ¿Por qué iba a soportarlo?

No me equivoqué ni un pelo. Cuando al salir dijimos adiós a Valentina y Garzón, Juan Monturiol utilizó una entonación envolvente para sugerir:

—¿Tomamos una copa en mi casa?

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