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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (3 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—La cena estuvo muy buena, Martha —le dijo.

Deborah había vuelto de la ventana y rodeaba la taza humeante con sus manos delgadas de uñas rojas.

—Es una pena que la conversación no haya estado a la altura de la comida. La señorita Liddell nos dio una conferencia sobre las consecuencias sociales de la ilegitimidad. ¿Qué piensas de Sally, Martha?

Stephen se dio cuenta de que era una pregunta imprudente. No era propio de Deborah haberla hecho.

—Parece muy discreta —concedió Martha—, pero claro que es poco tiempo. La señorita Liddell habló muy bien de ella.

—Según la señorita Liddell —dijo Deborah—, Sally es un modelo de todas las virtudes salvo una, y aun eso no fue sino un desliz de la naturaleza, que no supo reconocer a una alumna de escuela secundaria en la oscuridad.

A Stephen le chocó la repentina amargura en la voz de su hermana.

—No sé si tanta educación es algo bueno para una criada, señorita Deborah —Martha logró con esto transmitir que ella se había arreglado perfectamente bien sin tenerla—. Lo único que espero es que se dé cuenta de la suerte que tiene. La señora hasta le ha prestado nuestra cuna, ésa en la que durmieron ustedes dos.

—Bueno, ahora no la usamos —Stephen trató de que su voz no delatara la irritación que sentía.

¡Sin duda ya se había hablado bastante de Sally Jupp! Pero Martha no estaba dispuesta a captar la advertencia. Era como si ella personalmente hubiese sido profanada, y no tan sólo la cuna de la familia.

—Siempre hemos cuidado esa cuna, doctor Stephen. Debía conservarse para los nietos.

—¡Maldición! —exclamó Deborah. Se secó la bebida que se le había derramado sobre los dedos y colocó la taza en la bandeja—. No hay que contar los nietos antes de que hayan nacido. A mí hay que considerarme fuera de la partida y Stephen no está comprometido ni entra en sus planes. Probablemente acabará por elegir una enfermera robusta y eficiente que preferirá comprar una cuna propia, higiénica y nueva, en la calle Oxford. Gracias por la bebida, Martha querida.

Pese a la sonrisa, fue una despedida. Se dieron las últimas «buenas noches» y los mismos pasos cuidadosos bajaron la escalera. Cuando se hubieron apagado, Stephen dijo:

—Pobre vieja Martha. Le damos demasiado por sentado y este trabajo de criada para todo servicio se está volviendo muy pesado para ella. Supongo que deberíamos pensar en darle una pensión.

—¿Con qué? —Deborah estaba de nuevo de pie contra la ventana.

—Por lo menos ahora tiene quien le ayude —contemporizó Stephen.

—Siempre que Sally no resulte más un problema que una ayuda. De acuerdo con lo que dijo la señorita Liddell, el niño es extraordinariamente bueno. Pero eso se dice de cualquier bebé que no llore a gritos dos noches de cada tres. Y además está la colada. Sally no puede ser una gran ayuda para Martha si tiene que pasar la mitad de la mañana lavando pañales.

—Se supone que otras madres lavan pañales —dijo Stephen— y sin embargo se hacen tiempo para otros trabajos. Esa chica me gusta y creo que puede ser una ayuda para Martha si se le da la oportunidad.

—Por lo menos tuvo en ti un paladín muy decidido, Stephen. Es una lástima que casi seguramente estarás a salvo en el hospital cuando empiecen los problemas.

—¿Qué problemas, por el amor de Dios? ¿Qué os pasa a todos vosotros? ¿Por qué demonios tienes que presumir que la chica creará problemas?

Deborah se dirigió hacia la puerta.

—Porque —dijo—, ya está causando problemas, ¿no es así? Buenas noches.

Capítulo II
1

P
ESE a este comienzo tan poco alentador, las primeras semanas de Sally Jupp en Martingale fueron un éxito. No se sabía si ella pensaba lo mismo. Nadie se lo preguntó. Todo el pueblo la consideró una chica muy afortunada. Si, como suele ocurrir tan a menudo con quien recibe un favor, estaba menos agradecida de lo debido, lograba ocultar sus sentimientos tras una fachada de tal docilidad, deferencia y voluntad de aprender que la mayoría de la gente se sintió muy satisfecha de aceptarla como verdadera. No engañó a Martha Bultitaft y es probable que no hubiera engañado a los Maxie si se hubiesen detenido a pensarlo. Pero estaban demasiado preocupados por sus problemas personales y demasiado aliviados ante el repentino aligeramiento de las cargas domésticas como para prever posibles complicaciones.

Martha tuvo que admitir que al principio el bebé no daba casi trabajo. Lo atribuyó a la excelente preparación dada por la señorita Liddell, ya que ella no podía concebir que las jóvenes descarriadas pudieran ser buenas madres. James era una criatura plácida que durante sus dos primeros meses en Martingale se contentó con que lo alimentaran a las horas debidas sin anunciar su hambre de forma demasiado ruidosa, y dormía luego con una satisfacción lechosa. Esto no podía durar eternamente. Con el comienzo de lo que Sally llamaba «alimentación mixta», Martha agregó diversas quejas importantes a su lista. Parecía que la cocina nunca se vería libre de Sally y sus exigencias. Jimmy estaba entrando rápidamente en esa fase de la infancia en la que las comidas cesan de ser una necesidad placentera para convertirse en una oportunidad para ejercer el poder. Cuidadosamente acomodado en su silla alta, arqueaba su robusta espalda en un orgasmo de resistencia, borboteando leche y cereal a través de los labios cerrados en un rechazo extático antes de capitular repentinamente con una inocencia encantadora y sumisa. Sally se reía a carcajadas de él, lo abrazaba en un remolino de caricias, lo amaba y lo mimaba sin importarle un comino las críticas masculladas por Martha. Sentado allí con su cabeza de rizos apretados, su naricita picuda casi escondida por las mejillas regordetas, rojas y duras como manzanas, parecía dominar la cocina de Martha como un autoritario César en miniatura desde su trono. Sally había empezado a pasar más tiempo con su hijo y Martha la veía a menudo por la mañana con la cabeza radiante inclinada sobre el cochecito del cual de pronto emergía una pierna o un brazo gordezuelo, indicando que los largos períodos de sueño de Jimmy eran cosa del pasado. Resultaba indudable que sus exigencias irían en aumento. Hasta entonces Sally se había arreglado para estar al día con las tareas que le correspondían y para conciliar las exigencias de su hijo con las de Martha. Si la tensión comenzaba a traslucirse, sólo Stephen lo notó con cierto reparo en sus visitas quincenales a la casa. Cada tanto la señora Maxie le preguntaba a Sally si el trabajo no le resultaba excesivo y se contentaba con quedar satisfecha con la respuesta que recibía. Deborah no lo notó o, por lo menos, no dijo nada. De todos modos, era difícil saber si Sally estaba exhausta. Su cara naturalmente pálida bajo su abundante cabellera, y sus brazos delgados y de apariencia endeble le daban un aspecto de fragilidad que, al menos Martha, encontraba sumamente engañoso. «Dura como una nuez y astuta como un carro de monos» era la opinión de Martha.

La primavera maduró lentamente y se convirtió en verano. Las hayas estallaron en brotes agudos de un verde brillante y extendieron una cuadrícula de sombra sobre el camino de entrada. El vicario celebró la Pascua a su gusto y con sólo los reproches y los desagrados habituales entre su congregación a propósito de la decoración de la iglesia. En el Hogar St. Mary, la señorita Pollack sufrió una racha de insomnio para la cual el doctor Epps le recetó unos comprimidos especiales, y dos de las residentes en la casa convinieron el casamiento con los padres, poco atractivos pero al parecer arrepentidos, de sus bebés. En su lugar, la señorita Liddell recibió a otras dos madres pecadoras. Sam Bocock, publicitó sus establos en Chadfleet New Town y se sorprendió ante el número de chicos y chicas que, con pantalones de montar que no les quedaban bien y guantes de un amarillo brillante, estaban dispuestos a pagar siete chelines con seis peniques la hora para pasear por el pueblo bajo su tutela. Simon Maxie yacía en su cama estrecha, ni mejor ni peor. Los atardeceres se alargaron y llegaron las rosas. El jardín de Martingale estaba impregnado de su perfume. Mientras Deborah las cortaba para la casa, tenía la sensación de que el jardín, y también Martingale, estaban a la espera de algo. La casa nunca se veía más hermosa que en el verano, pero este año se sentía una atmósfera de expectativa, casi de presagio, ajena a su imperturbable serenidad usual. Al llevar las rosas a la casa, Deborah se liberó de esta fantasía morbosa con la reflexión irónica de que el acontecimiento más ominoso que ahora se cernía sobre Martingale era la kermés anual de la iglesia. Cuando las palabras «esperando una muerte» le vinieron repentinamente a la mente, se dijo con firmeza que su padre no había empeorado, hasta podría considerársele un poco mejor, y que la casa no podía saberlo. Reconoció que su amor por Martingale no era del todo racional. A veces trataba de moderar ese amor hablando de «cuando tengamos que vender», como si el sonido mismo de las palabras pudiesen obrar a la vez como advertencia y talismán.

La kermés de la iglesia de St. Cedd había tenido lugar en los terrenos de Martingale cada mes de julio desde los días del bisabuelo de Stephen. La organizaba la comisión, compuesta por el vicario, la señora Maxie, el doctor Epps y la señorita Liddell. Sus obligaciones administrativas nunca resultaban arduas ya que la kermés, lo mismo que la iglesia que ayudaba a sostener, se mantenían virtualmente sin cambios año tras año, un símbolo de inmutabilidad en medio del caos. Pero la comisión se tomaba sus responsabilidades en serio y se reunían con frecuencia en Martingale en junio y a principios de julio para tomar té en el jardín y aprobar resoluciones que habían aprobado el año anterior con idénticas palabras y en el mismo agradable ambiente. El único miembro de la comisión que en ocasiones se sentía genuinamente preocupado por la kermés era el vicario. Con su modo de ser benévolo prefería percibir lo mejor en todos y adjudicar buenas intenciones dondequiera fuese posible. Se incluía a sí mismo en esta apreciación al haber descubierto tempranamente en el ejercicio de su ministerio que la caridad es una política al mismo tiempo que una virtud. Pero una vez al año el señor Hinks se veía frente a ciertos hechos desagradables relativos a su iglesia. Le preocupaba su elitismo, su impacto negativo sobre la agitada periferia de Chadfleet New Town y la sospecha de que era una fuerza social más que espiritual en la vida del pueblo. Una vez había sugerido que la kermés debería cerrarse, y no sólo comenzar, con una plegaria y un himno, pero el único miembro de la comisión que apoyó esta sorprendente innovación fue la señora Maxie, cuya objeción principal contra la kermés era que parecía no terminar nunca.

Este año la señora Maxie sintió que le alegraría contar con la ayuda voluntariosa de Sally. Había gente suficiente para ocuparse de la fiesta en sí, aunque algunos estuvieran dispuestos a disfrutarla lo más posible con un mínimo de trabajo, pero las responsabilidades no terminaban con la organización con éxito de la jornada. La mayoría de los miembros de la comisión esperarían ser invitados a cenar en Martingale, y Catherine Bowers había escrito para decir que el sábado de la kermés era uno de sus días libres y si no sería un atrevimiento demasiado grande invitarse a sí misma para lo que describía como «uno de sus fines de semana perfectos alejados del ruido y la suciedad de esta espantosa ciudad». Esta carta no era la primera de su tipo. Catherine siempre estaba mucho más ansiosa por ver a los chicos de lo que estos estaban por ver a Catherine. En cierto modo esto venía a ser lo mejor. Sería una pareja inadecuada en todo sentido para Stephen, por más que la pobre Katie quisiera ver a su única hija bien casada. Ella misma se había casado, como se dijo, por debajo de su condición. Christian Bowers fue un artista con más talento que dinero y no tuvo más pretensión que la de ser un genio. La señora Maxie lo había visto una vez y no le había gustado pero, a diferencia de su esposa, creía que era en verdad un artista. Había comprado uno de sus primeros cuadros para Martingale, un desnudo recostado que ahora colgaba en su dormitorio y le proporcionaba un placer sereno que ninguna cantidad de hospitalidad intermitente brindada a la hija del pintor podía compensar adecuadamente. Para la señora Maxie era un recordatorio material de la insensatez de un matrimonio imprudente. Pero porque el placer que le producía era aún fresco y real, y porque en un tiempo había sido compañera de escuela de Katie Bowers y daba importancia a las obligaciones resultantes de viejas relaciones sentimentales, sentía que Catherine debía ser bienvenida en Martingale como su propia invitada, si no de sus hijos.

Había otras cosas que eran ligeramente preocupantes. La señora Maxie no creía en tomar demasiado en cuenta lo que otras personas a veces describen como «atmósfera». Conservaba su serenidad enfrentando con un sentido común aplastante aquellas dificultades demasiado evidentes como para ignorarlas y pasando por alto a las demás.

Pero en Martingale estaban ocurriendo cosas que resultaba difícil pasar por alto. Algunas, claro, eran de esperar. La señora Maxie, pese a su insensibilidad, no podía dejar de darse cuenta de que Martha y Sally eran compañeras de cocina difícilmente compatibles y que forzosamente a Martha la situación le tenía que resultar difícil por un tiempo. Lo que no había previsto era que a medida que pasaban las semanas se volviera progresivamente más difícil. Después de una serie de criadas inexpertas e ignorantes, que habían llegado a Martingale porque el servicio doméstico les ofrecía la única posibilidad de empleo, Sally parecía un modelo de inteligencia, aptitud y refinamiento. Se podía impartir órdenes con la confiada certidumbre de que serían cumplidas, cuando antes, incluso la reiteración constante y concienzuda sólo había llevado a tener que admitir que era más fácil hacer el trabajo uno mismo.

Una sensación de ocio casi como la de antes de la guerra habría vuelto a Martingale a no ser por los cuidados más gravosos que ahora requería Simon Maxie. El doctor Epps ya les había avisado de que no podrían seguir así por mucho tiempo. Pronto sería necesario instalar una enfermera permanente o trasladar al enfermo a un hospital. La señora Maxie rechazaba las dos alternativas. La primera sería cara, molesta y posiblemente se prolongaría indefinidamente. La segunda significaría que Simon Maxie moriría en manos de extraños y no en su propia casa. La familia no podía darse el lujo de un hospital privado o una habitación particular. Significaría una cama en el hospital local para casos crónicos, con aire de cuartel, repleto y falto de personal.

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