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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (25 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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La antipatía en su voz era seguramente demasiado amarga como para no ser el resultado de una herida personal. Stephen se preguntó qué más podía decirse de la vida de oficina de Sally.

—¿Le sorprendió enterarse de su muerte? —preguntó.

—Tan sorprendida y conmocionada como uno se siente usualmente cuando algo tan horrible e irreal como el asesinato alcanza a su propio mundo. Cuando me puse a pensarlo me resultó menos sorprendente. En cierta manera parecía una candidata natural para el asesinato. Lo que sí me asombró fue la noticia de que era una madre soltera. Me impresionaba como demasiado cuidadosa, demasiado maquinadora para tener ese tipo de problema. Habría dicho también que era sexualmente fría antes que lo opuesto. Tuvimos un incidente curioso cuando llevaba aquí unas semanas. Entonces el empaquetado se hacía en el sótano y el empaquetador era un hombre. Se trataba de un hombrecillo tranquilo, maduro, pequeño, con unos seis hijos. No lo veíamos mucho, pero a Sally se la envió con un mensaje a la sala de empaquetado. Aparentemente le hizo algún tipo de propuesta sexual. No puede haber sido nada serio. El hombre estaba sinceramente sorprendido cuando se le despidió por eso. A lo mejor simplemente trató de besarla. Nunca supe la historia completa. Pero por el lío que armó se podía pensar que le había arrancado la ropa y la había violado. Era muy meritorio de su parte estar tan escandalizada, pero la mayoría de las chicas de hoy parecen capaces de enfrentar una situación así sin volverse histéricas. Y esa vez no estaba actuando. Era real, en serio. No se puede confundir el temor y la repugnancia verdaderos. Sentí algo de lástima por Jelks. Por suerte un hermano mío tiene un negocio en Glasgow, la ciudad natal de este hombre, y pude conseguirle algo allí. Le va bien y sin duda, aprendió su lección. Pero, créame, Sally Jupp no era ninguna ninfómana.

Eso Stephen ya lo sabía por experiencia propia. No había más que averiguar de la señorita Molpas. Ya llevaba más de una hora fuera del hospital y Standen se estaría poniendo impaciente. Se despidió y se arregló solo para llegar hasta la oficina de la planta baja. La señorita Titley seguía en su puesto y acababa de tranquilizar a un suscriptor quejoso cuyos últimos tres libros no le habían satisfecho. Stephen esperó un momento mientras terminaban su conversación. Las prolijas hileras de volúmenes de lomo oscuro despertaron algo en su memoria. Alguien a quien conocía estaba suscripto a Libros Escogidos. No era nadie del hospital. Metódicamente dejó que su mente recorriera las bibliotecas de sus amigos y conocidos y con el tiempo tuvo la respuesta.

—Me temo que no tengo mucho tiempo para leer —le dijo a la señorita Titley—. Pero los libros parecen tener mucho valor. Creo que uno de mis amigos es miembro. ¿Alguna vez ve a sir Reynold Price?

Efectivamente la señorita Titley veía a sir Reynold. Sir Reynold era un miembro muy estimado. Venía en persona a buscar sus libros mensuales y sostenían unas conversaciones tan interesantes; un hombre encantador, en todo sentido, sir Reynold Price.

—Me pregunto si alguna vez se encontró aquí con la señorita Sally Jupp —preguntó Stephen tímidamente.

Supuso que causaría cierta sorpresa, pero la reacción de la señorita Titley fue inesperada. Estaba afrentada. Con infinita gentileza pero gran firmeza explicó que la señorita Jupp no podía haberse encontrado con sir Reynold Price en Libros Escogidos. Ella, la señorita Titley, estaba a cargo de la oficina de atención al público. Tenía ese puesto desde hacía ya más de diez años. Todos los clientes conocían a la señorita Titley y la señorita Titley los conocía a ellos. Tratar personalmente con los clientes era un trabajo que requería tacto y experiencia. La señorita Molpas confiaba completamente en la señorita Titley y jamás soñaría en poner a otra persona en la oficina para el público. La señorita Jupp, concluyó la señorita Titley, sólo había sido la menor de la oficina. No era más que una chica sin experiencia.

Y Stephen tuvo que contentarse con esta despedida irónica.

Eran casi las cuatro cuando Stephen volvió al hospital. Al pasar por el cuarto del conserje, Colley le llamó y se inclinó sobre el mostrador con la cautela de un conspirador. Sus viejos ojos bondadosos se veían preocupados. Stephen recordó que la policía había estado en el hospital. Seguramente hablaron con Colley. Se preguntó cuánto daño podría haber hecho el viejo por una determinación demasiado leal de no revelar nada. Y no había nada que revelar. Sally había estado en el hospital una sola vez. Colley sólo podía haber confirmado lo que la policía ya sabía. Pero el conserje estaba hablando.

—Hubo una llamada para usted, señor. Era de Martingale. La señorita Bowers dijo si por favor podía llamar en cuanto llegara. Es urgente, señor.

Stephen reprimió el pánico y se obligó a recorrer con la vista el estante de las cartas como si esperase una antes de replicar:

—¿La señorita Bowers dejó un mensaje, Colley?

—No, señor. Ningún mensaje.

Decidió hablar desde la cabina del teléfono público del vestíbulo. Allí tenía mayor posibilidad de intimidad si bien estaba completamente a la vista de Colley. Contó las monedas necesarias con deliberación antes de entrar en la cabina. Como siempre, hubo una ligera demora en conseguir hablar con la centralita de Chadfleet, pero en Martingale, Catherine debía estar sentada al lado del teléfono. Contestó casi antes de que hubiera sonado la campanilla.

—¿Stephen? Gracias a Dios que has vuelto. Mira, puedes venir a casa en seguida. Alguien ha tratado de matar a Deborah.

2

M
IENTRAS tanto, en el saloncito del 17 de Windermere Crescent, el inspector Dalgliesh enfrentaba a su hombre y se acercaba implacablemente al momento de la verdad. En la cara de Victor Proctor se veía la mirada del animal atrapado que sabe que tiene cerrada su última salida, pero aún no puede volverse y enfrentar el fin. Sus ojitos oscuros se movían inquietos de un lugar a otro. Habían desaparecido la mirada y sonrisa propiciatorias. Ya no quedaba más que miedo. En los últimos minutos los surcos que iban de la nariz a la boca parecían haberse profundizado. En su cuello colorado, flaco como el de un pollo, la nuez de Adán se agitaba convulsivamente.

Dalgliesh lo apremiaba implacablemente:

—¿De modo que admite que era falsa la declaración que hizo a la Asociación de Ayuda a los Huérfanos de Guerra en la que afirmaba que su sobrina era una huérfana de guerra carente de medios?

—Supongo que debía de haber mencionado las dos mil libras pero se trataba de capital y no de renta.

—¿Capital que usted había consumido?

—Tenía que criarla. Puede que me lo hayan dejado en fideicomiso para ella pero tenía que alimentarla, ¿no es cierto? Nunca tuvimos mucho dinero con que manejarnos. Consiguió la beca, pero todavía quedaba la ropa. Déjeme decirle que no me ha resultado fácil.

—¿Todavía insiste en que la señorita Jupp ignoraba que su padre había dejado esa cantidad?

—Entonces no era más que un bebé. Después pareció que no tenía sentido decírselo.

—¿Porque para entonces usted ya había usado el dinero del fideicomiso en su propio provecho?

—Lo usé para ayudar a mantenerla, le digo. Tenía derecho a usarlo. Mi mujer y yo éramos los fideicomisarios e hicimos todo lo que pudimos por la chica. ¿Cuánto hubiese durado si lo hubiera recibido cuando cumplió los veintiuno? Le dimos de comer todos esos años sin otro centavo.

—Salvo las tres subvenciones de la Asociación de Ayuda a los Huérfanos de Guerra.

—Y bueno, ¿acaso no era una huérfana de guerra? No nos dieron mucho. Sirvió para la ropa escolar, nada más.

—¿Y todavía niega haber estado en Martingale el sábado pasado?

—Ya se lo dije. ¿Por qué sigue atormentándome? No fui a la kermés. ¿Por qué habría de ir?

—Podría haber querido felicitar a su sobrina por su compromiso. Dice que la señorita Liddell llamó el sábado por la mañana temprano para contárselo. La señorita Liddell sigue negando haber hecho semejante cosa.

—¿Y qué le voy a hacer? Si no fue la Liddell, era alguien que se hizo pasar por ella. ¿Cómo puedo saber quién era?

—¿Está bien seguro de que no era su sobrina?

—Le digo que era la señorita Liddell.

—¿Fue a ver a la señorita Jupp a Martingale como resultado de la conversación telefónica?

—No. Le insisto que no. Estuve todo el día montando en bicicleta.

Pausadamente Dalgliesh sacó dos fotografías de su cartera y las desplegó sobre la mesa. En cada una se veía un grupo de chicos entrando por los pesados portalones de hierro forjado de Martingale, sus caras desfiguradas por amplias sonrisas falsas en un esfuerzo por convencer al fotógrafo oculto que allí estaba «el chico más feliz que entró a la kermés». A sus espaldas, algunos adultos entraban de forma menos espectacular. La figura furtiva, de impermeable y con las manos en los bolsillos, que se volvía hacia la taquilla, no estaba muy enfocada pero, sin embargo, resultaba inconfundible. Proctor adelantó a medias su mano izquierda como para romper en dos la foto y luego se hundió en su silla.

—Está bien —dijo—. Va a ser mejor que se lo diga. Estuve allí.

3

L
LEVÓ un poco de tiempo arreglar que otros se ocuparan de su trabajo. No era la primera vez que Stephen envidiaba a aquellos cuyos problemas personales no siempre ocupaban un lugar secundario respecto de sus obligaciones profesionales. Para cuando los arreglos estuvieron terminados y hubo conseguido un coche prestado, sentía algo así como odio hacia el hospital y cada uno de sus exigentes e insaciables pacientes. Todo hubiera sido más sencillo si hubiese podido haber hablado abiertamente de lo que ocurría, pero algo se lo impedía. Probablemente pensaban que la policía enviaba por él, que un arresto era inminente. Bueno, allá ellos. Que pensaran lo que maldita sea les viniera en gana. ¡Dios, le hacía feliz alejarse de un lugar donde a los vivos se los sacrifica permanentemente para mantener con vida a los medio muertos!

Más tarde no pudo recordar nada del viaje de vuelta a casa. Catherine le había dicho que Deborah estaba bien, que el intento había fallado, pero Catherine era una tonta. ¿Qué habían estado haciendo todos para permitir que sucediera? Catherine había estado muy tranquila por teléfono, pero los detalles que dio, aunque claros, no explicaron nada. Alguien había entrado en la habitación de Deborah temprano por la mañana y tratado de estrangularla. Consiguió zafarse y gritó pidiendo ayuda. Martha llegó primero y Felix un segundo después. Para ese entonces, Deborah se había recuperado lo suficiente como para simular que se había despertado de una pesadilla. Pero era evidente que algo la había aterrorizado y pasó el resto de la noche en la habitación de Martha sentada junto al fuego, con ventanas y puertas cerradas y su bata con el cuello levantado y cerrado fuertemente. Bajó a desayunar con un pañuelo de gasa al cuello pero, fuera de parecer pálida y cansada, estaba completamente serena. Fue Felix Hearne quien, sentado junto a Deborah durante el almuerzo, observó el borde de la magulladura por encima del pañuelo y luego consiguió que le dijera la verdad. Consultó con Catherine. Deborah les había rogado que no preocuparan a su madre y Felix estaba dispuesto a complacerla, pero Catherine insistió en enviar por la policía. Dalgliesh no estaba en el pueblo. Uno de los agentes pensaba que él y el sargento Martin estaban en Canningbury. Felix no dejó más mensaje que pedir que Dalgliesh fuera a Martingale en cuanto le resultara conveniente. No le habían dicho nada a la señora Maxie. El señor Maxie ahora estaba demasiado enfermo como para dejarle solo mucho rato y tenían la esperanza de que la magulladura en el cuello de Deborah desapareciera antes de que su madre sospechara algo. Deborah, explicó Catherine, parecía más aterrada de perturbar a su madre que de ser atacada una segunda vez. Ahora estaban esperando a Dalgliesh, pero Catherine pensaba que Stephen debía saber qué había ocurrido. No había consultado con Felix antes de llamarlo. Probablemente Felix no hubiera estado de acuerdo con que hiciera venir a Stephen. Pero era hora de que alguien se pusiera fuerte. Martha no sabía nada. Deborah estaba espantada de que pudiera negarse a permanecer en Martingale al conocer la verdad. Catherine no simpatizaba con esa actitud. Si es que andaba por ahí un asesino, Martha tenía derecho a protegerse. Era ridículo por parte de Deborah pensar que el ataque podía mantenerse en secreto por mucho más tiempo. Pero había amenazado con negarlo todo si la policía se lo contaba a Martha o a su madre. Así que, por favor, podría Stephen venir en seguida y ver qué podía hacer. Catherine realmente no podía asumir ella misma más responsabilidad. Stephen no se sorprendió. Entre ambos, Hearne y Catherine parecían ya haber asumido demasiada responsabilidad. Deborah debía estar loca al tratar de ocultar una cosa así. A menos que tuviera sus propias razones. A menos que hasta el temor de una segunda tentativa fuera mejor que conocer la verdad. Mientras que sus manos y pies conducían con coordinación automática volante y palanca de cambios, freno y acelerador, su mente, aguzada por la aprensión, formulaba sus preguntas. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el grito de Deborah hasta la llegada de Martha… y de Felix? Martha dormía pared por medio. Era natural que se hubiera despertado primero. ¿Pero Felix? ¿Por qué estuvo de acuerdo en mantenerlo en secreto? Era una locura pensar que el asesinato y la tentativa de asesinato podían ser tratados como una de sus aventuras durante la guerra. Todos sabían que Felix era un maldito héroe, pero su tipo de heroísmo no era lo que se necesitaba en Martingale. A fin de cuentas, ¿cuánto sabían acerca de él? Deborah se había comportado de una manera extraña. Gritar pidiendo ayuda no se correspondía con la Deborah que él conocía. En un tiempo se hubiera defendido con más furia que miedo. Pero recordó su cara afectada cuando se descubrió el cadáver de Sally, las súbitas arcadas, el tambalearse medio a ciegas hacia la puerta. Uno no podía adivinar cómo se comportaría la gente bajo tensión. Catherine se había comportado bien, Deborah mal. Pero Catherine estaba más familiarizada con la muerte violenta. ¿Y una conciencia más tranquila?

La pesada puerta principal de Martingale estaba abierta. La casa parecía extrañamente silenciosa. Sólo se escuchaba un murmullo de voces provenientes del salón. Cuando entró, cuatro pares de ojos se levantaron para mirarlo y escuchó el rápido suspiro de alivio de Catherine. Deborah estaba sentada en uno de los sillones de orejas frente al hogar. Catherine y Felix de pie detrás de ella. Felix erguido y vigilante, Catherine con sus brazos extendidos sobre el respaldo y las manos descansando sobre los hombros de Deborah en una actitud mitad protectora, mitad alentadora. Deborah no parecía darse cuenta. Tenía la cabeza echada hacia atrás. Su camisa de cuello alto estaba abierta y un pañuelo de cuello de gasa amarilla le colgaba de la mano. Ya desde la puerta Stephen pudo ver la magulladura morada por encima de los delgados omóplatos. Dalgliesh estaba sentado frente a ella, apoyado sobre el borde de su silla, pero con ojos vigilantes. Él y Felix Hearne se enfrentaban el uno al otro como gatos a través de una habitación. Stephen era consciente de que en algún lugar del trasfondo se encontraba el ubicuo sargento Martin con su libreta. En el segundo antes de que nadie hablara o se moviera, el pequeño reloj dorado hizo sonar las menos cuarto, dejando caer cada hermosa nota en el silencio como un guijarro de cristal. Stephen se acercó rápidamente a su hermana e inclinó la cabeza para besarla. La tersa mejilla bajo sus labios estaba helada. Cuando se alejó, los ojos de ella se encontraron con los suyos en una mirada difícil de interpretar. ¿Un ruego, o una advertencia? Miró a Felix.

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