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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (6 page)

BOOK: Criadas y señoras
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Minny

Capítulo 3

Mientras espero en el porche del patio trasero en casa de esta blanca, me digo: «¡Muérdete la lengua, Minny! Trágate todo lo que te venga a la boca, y al trasero también. Compórtate como una criada que sólo hace lo que se le ordena». ¡Qué nerviosa estoy! Juro que no volveré a responder a nadie si me dan este trabajo.

Me estiro las medias, que se me han quedado arrugadas a la altura de los tobillos, un problema que tenemos las mujeres gordas y bajitas. Repaso lo que tengo que decir y lo que debo callarme, doy un paso y pulso el timbre.

La campana suena haciendo un largo ding-dong muy apropiado para esta gran mansión en medio del campo. Estoy delante de la puerta y me parece un castillo de ladrillo gris elevándose hacia el cielo, y también extendiéndose a izquierda y derecha. El césped del jardín está rodeado de bosque por todas partes. Si este lugar estuviera en un libro de cuentos, habría brujas de esas que se comen a los niños ocultas entre los árboles.

La puerta de servicio se abre y aparece Miss Marilyn Monroe, o algo parecido.

—¡Hola! Llegas puntual. Soy Celia, Celia Rae Foote.

La blanca me tiende la mano mientras la estudio con la mirada: aunque se da un aire a Marilyn, ésta no podría salir en las películas. Hay restos de harina en su peinado rubio, en sus pestañas postizas y por todo el traje pantalón (muy hortera, por cierto) que lleva puesto. A su alrededor se levanta una nube de polvo y me pregunto cómo podrá respirar embutida en esa ropa tan ajustada.


Güenas,
señora. Soy Minny Jackson. —Me arreglo el uniforme blanco en lugar de darle la mano, pues no quiero que me ensucie—. ¿Está cocinando algo?

—Una de esas tartas de frutas que salen en las revistas —suspira—. Pero no me está saliendo muy bien.

La sigo al interior de la casa y entonces me doy cuenta de que la harina sólo ha causado daños menores a Miss Celia Rae Foote. El resto de la cocina no ha tenido tanta suerte: las encimeras, el frigorífico de dos puertas y el robot de cocina están cubiertos por una capa de medio centímetro de harina, como si hubiera nevado. Un caos que sería suficiente para volver loca a cualquier criada. Todavía no me han dado el trabajo y ya estoy buscando un trapo en el fregadero.

—Supongo que todavía me queda mucho por aprender —comenta Miss Celia.


Pos
sí —digo, mordiéndome con fuerza la lengua.

«Minny —me digo—, no vaciles a esta blanca como hacías con la otra, que te estuviste metiendo con ella hasta que la llevaron al asilo.»

Pero Miss Celia sonríe ante mi comentario mientras se lava los pegotes de harina de la mano en un fregadero lleno de platos. Me pregunto si no me habrá tocado otra sorda como Miss Walter. ¡Ya me gustaría!

—Parece que no consigo pillarle el truco a la cocina —murmura.

Aunque intenta hablar entre suspiros peliculeros a lo Marilyn, resulta evidente que es una mujer de pueblo, muy de pueblo. Bajo la vista y veo que la bruta de ella no lleva zapatillas, como los blancos pobres. Las señoritas blancas de verdad no andan por ahí descalzas.

Será quince o veinte años más joven que yo, tendrá unos veintidós o veintitrés, y es muy guapa, pero ¿por qué lleva todo ese pringue en la cara? Apuesto a que se pone el doble de maquillaje que las otras señoritas blancas. También tiene bastante más pecho que ellas. Lo tiene casi tan grande como el mío, pero luego está delgada en todas las partes en las que yo no lo estoy. Espero que le guste comer, porque soy buena cocinera y por eso me contrata la gente.

—¿Quieres beber algo? —me pregunta—. Siéntate y te traigo un refresco.

Ahora ya no tengo dudas: algo muy extraño está pasando aquí.

Cuando me llamó, hace tres días, le dije a mi marido: «Leroy, esta
mujé tié
que
está
loca.
Tol
mundo en la ciudad piensa que robé el candelabro de plata de Miss Walter. Y seguro que ella también lo sabe, porque la escuché hablando por teléfono con la vieja». «Los blancos son gente rara —me dijo Leroy—. ¿Quién sabe? Igual esa vieja le habló bien de ti.»

Me quedo mirando a Miss Celia Rae Foote. Nunca en toda mi vida una mujer blanca me había pedido que me sentara y se había ofrecido para servirme un refresco. ¡Carajo! Me empiezo a preguntar si esta loca realmente quiere una asistenta o si me ha hecho venir hasta aquí sólo por diversión.

—Igual es
mejó
que me enseñe la casa primero, señora.

Sonríe como si nunca se le hubiera pasado por esa cabeza llena de laca que debería enseñarme la casa que se supone que tengo que limpiar.

—¡Anda! ¡Vale! Ven conmigo, Maxie. Primero te enseñaré nuestro magnífico comedor.

—Me llamo Minny —la corrijo muy despacito.

Puede que no esté sorda o chiflada. Igual simplemente es idiota. Un rayo de esperanza vuelve a brillar en mí.

La sigo mientras recorre ese estercolero de casa sin parar de hablar. Hay diez habitaciones en la planta baja, y en una tienen un oso pardo disecado que parece haber devorado a la última asistenta y estar esperando a la siguiente. En la pared hay enmarcada una antigua bandera confederada medio quemada y en la mesa se expone una pistola de plata con el nombre del general de la Confederación John Foote grabado en la culata. Apuesto a que el tatarabuelo Foote asustó a unos cuantos esclavos con ella.

Seguimos el recorrido y me doy cuenta de que es una bonita casa de blancos, pero también de que es, con diferencia, la más grande en la que he estado y de que está llena de suelos sucios y alfombras polvorientas. Los ilusos que no tienen ni idea de esto dirían que la mitad de las cosas están para tirar, pero yo sé reconocer una antigüedad cuando la veo. He trabajado en muchas casas de gente elegante. Sólo espero que estos blancos no sean tan de pueblo como para no tener aspiradora.

—La madre de Johnny no me deja cambiar la decoración. Yo tengo otro estilo: quitaría todas estas antiguallas y pondría alfombras blancas y adornos dorados en toda la casa.

—¿De
ande
es
usté?
—le pregunto.

—Soy de... Sugar Ditch —contesta, bajando un poco la voz.

Sugar Ditch es lo peor que puedes encontrar en Misisipi, y puede que en todo Estados Unidos. Está en el condado de Túnica, cerca de Memphis. Una vez vi fotos del lugar en el periódico. Era todo chabolas de alquiler, y hasta los niños blancos parecía que no habían comido en semanas.

—Es la primera vez que tengo una asistenta —dice Miss Celia forzando una sonrisa.


Pos
ya era hora, porque la necesitaba.

¡Esa boca, Minny!

—Me alegró mucho que Miss Walter te recomendara. Me lo contó todo de ti. Dice que eres la mejor cocinera de la ciudad.

Esto no tiene sentido. ¡Después de lo que le hice a Miss Hilly delante de las narices de Miss Walter!

—¿Le contó... algo más sobre mí?

Pero Miss Celia ya está subiendo las enormes escaleras en curva. La sigo al piso de arriba y llego a un amplio recibidor iluminado por la luz del sol que entra por las ventanas. Aunque hay dos dormitorios amarillos para niñas y uno verde y otro azul para niños, está claro que en esta casa no viven críos. Sólo hay polvo.

—Tenemos cinco dormitorios y cinco cuartos de baño en la casa principal. —Señala hacia la ventana y veo que detrás de una enorme piscina azul hay «otra» casa. Se me acelera el corazón—. Aquélla es la casita de la piscina.

En mi situación, aceptaría cualquier trabajo, pero limpiar una casa como ésta tiene que estar bien pagado. Tener mucha faena no me preocupa, no me asusta trabajar.

—¿Cuándo van a
tené
críos
pa llená
estas camitas? —intento sonreír y parecer amistosa.

—¡Oh! Vamos a tener hijos, sí... —traga saliva y se mueve nerviosa—. ¡Claro! Los niños son lo único que merece la pena en esta vida.

Baja la vista y se queda mirando al suelo. Tras un segundo se dirige de nuevo hacia las escaleras. La sigo y me doy cuenta de que se agarra con fuerza a la barandilla, como si tuviera miedo de caerse.

De regreso al comedor, Miss Celia empieza a menear la cabeza.

—Como has visto, hay mucho que hacer —dice—. Todos los dormitorios, los suelos...

—Sí, señora. Tienen ustedes una casa
mu
grande —comento, pensando que si viera la mía, con un catre en el salón y un solo cuarto de baño para seis traseros, echaría a correr—. Pero yo tengo mucha energía.

—...y además hay que limpiar toda esta plata.

Abre un armario del tamaño del salón de mi casa y coloca una vela que se ha caído de un candelabro. ¡Ahora entiendo por qué parece tan indecisa y preocupada!

Después de que toda la ciudad se tragara las mentiras de Miss Hilly, tres señoritas seguidas me colgaron el teléfono en cuanto dije mi nombre, así que me preparo para recibir el golpe. «Dilo, mujer —pienso para mis adentros—. Di lo que estás pensando sobre tu plata y yo.» Siento deseos de llorar al pensar en lo mucho que necesito este trabajo y en todo lo que ha hecho Miss Hilly para que no me lo den. Me pongo a mirar por la ventana, esperando y rezando para que la entrevista no termine aquí.

—Sé lo que estás pensando —dice ella por fin—. Esas ventanas son demasiado altas. Nunca he intentado limpiarlas.

Vuelvo a respirar. ¡Carajo! Las ventanas son para mí un tema mucho más agradable que la plata.

—No me asustan las ventanas. Limpiaba de arriba abajo las de Miss Walter una vez al mes.

—Su casa, ¿es de una planta o de dos?

—Bueno, sólo tenía una... Pero había mucha faena. Las casas antiguas tienen muchos recovecos, ya sabe.

Finalmente, regresamos a la cocina. Las dos miramos hacia la mesa de desayuno, pero ninguna se sienta. Me estoy poniendo tan nerviosa preguntándome qué piensa de mí, que empiezo a sudar.

—Tiene una casa
mu
grande y preciosa —digo—. Aquí, en medio del campo... Hay mucho trabajo que
hacé.

Empieza a juguetear con su anillo de casada.

—Supongo que la casa de Miss Walter era bastante más fácil de limpiar que ésta. A ver, ahora sólo estamos nosotros dos, pero cuando tengamos hijos...

—¿Tiene... esto... otras candidatas
pal
trabajo?

Suspira y dice:

—Por aquí han pasado un montón. El problema es que todavía no he encontrado... a la apropiada.

Se muerde las uñas y mueve los ojos nerviosa.

Supongo que ahora me va a decir que yo tampoco soy la apropiada, pero se queda callada y seguimos de pie respirando la harina que flota en el aire. Por fin, me decido a jugar mi última carta y, en voz muy baja, disparo mi último cartucho:

—¿Sabe? La
verdá
es que dejé de
trabajá pa
Miss Walter porque se fue a un asilo, no porque me despidieran.

Ella agacha la cabeza y contempla sus pies descalzos y ahora llenos de polvo porque no ha barrido el suelo desde que se instaló en este sucio caserón. Está claro que esta mujer no me quiere.

—Bueno —dice—. Te agradezco que hayas venido hasta aquí. ¿Quieres que te dé algo de dinero por la gasolina?

Recojo mi bolso y me lo coloco bajo el sobaco. Me dirige una sonrisa alegre y me gustaría borrársela de un puñetazo. ¡Maldita Hilly Holbrook!

—No, señora, no hace falta.

—Sabía que iba a ser difícil encontrar a alguien, pero...

Me quedo allí contemplando cómo se hace la compungida mientras pienso: «No ha funcionado con esta mujer, tengo que decirle a Leroy que deberíamos irnos a vivir al Polo Norte con Santa Claus, donde todavía no han llegado los embustes que Hilly cuenta sobre mí».

—... si estuviera en tu lugar, yo tampoco querría limpiar una casa tan grande.

La miro fijamente a los ojos. Ahora se está pasando un poco con sus excusas, pretendiendo que Minny no consigue el trabajo porque Minny «no quiere» el trabajo.

—¿Acaso he dicho que no quiera
limpiá
esta casa?

—No, si yo lo comprendo... Ya son cinco las asistentas que me han dicho que es demasiado trabajo.

Bajo la cabeza para mirar mi propio cuerpo. Mis setenta y cinco kilos y mi metro y medio están a punto de reventar el uniforme de rabia.


¿Demasiao pa
mí?

La mujer pestañea durante un segundo, incrédula.

—¿Lo... lo harías?


¿Pa
qué se piensa que he
venío
hasta aquí?
¿Pa gastá
gasolina? —Cierro mi bocaza de golpe. «No lo estropees ahora, Minny. Te está ofreciendo un tra-ba-jo»—. Miss Celia, me encantaría
trabajá pa usté.

La loca de ella sonríe y se acerca a mí dispuesta a abrazarme, pero yo retrocedo un paso para dejarle claro que conmigo no se hacen esas cosas.

—Espere un momento, primero tenemos que
hablá
de algunas cosas. Tiene que decirme qué días quiere que venga... y ese tipo de cosas, ya sabe.

«Como cuánto vas a pagarme, blanquita», pienso.

—Pues... puedes venir cuando te apetezca —dice.

—Con Miss Walter trabajaba de domingo a viernes.

Miss Celia se arranca otro trocito de uña con los dientes y me dice:

—Los fines de semana no puedes venir.

—Está bien. —Necesito trabajar todo lo posible, pero igual más adelante me deja venir para servir en alguna fiesta o lo que sea—. Entonces, de lunes a viernes. ¿A qué hora quiere que esté aquí por la mañana?

—¿A qué hora quieres venir?

Nunca me habían dejado elegir estas cosas. Entrecierro los ojos.

—¿Qué tal a las ocho? Es cuando entraba a
trabajá
en casa de Miss Walter.

—¡Vale! Las ocho está bien —dice, y se queda callada, como esperando mi próximo movimiento.

—Ahora se supone que tiene que decirme a qué hora
pueo
marcharme.

—¿A qué hora? —pregunta Celia.

Pongo los ojos en blanco.

—Miss Celia, ¡se supone que
usté
es quien debe decidirlo! Así se hacen las cosas.

Traga saliva, como si de verdad le estuviera costando entenderlo. Sólo quiero terminar con esto cuanto antes, no vaya a ser que la mujer cambie de opinión.

—¿Qué le parece a las cuatro? —propongo—. Trabajaré de ocho a cuatro, con un descanso
pa almorzá
o lo que sea.

—Me parece bien.

—Ahora... tenemos que
hablá
del sueldo —digo, retorciendo los dedos de los pies en mis zapatos. No creo que esta mujer ofrezca mucho cuando cinco asistentas antes que yo han rechazado el trabajo.

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