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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (46 page)

BOOK: Conspiración Maine
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Los dos agentes y la periodista sabían que la Comisión estaba a punto de escribir sus conclusiones, por eso aceleraron su ritmo de trabajo. Helen sacaba información a Potter por las tardes, visitaba a Churchill y Gordon por las mañanas, llevando siempre pegado un guardaespaldas negro que Hércules había contratado. Mientras que ellos dos hacían preguntas por toda la ciudad, buscando algún nuevo testigo.

El 11 de marzo se respiraba más que nunca un ambiente prebélico en La Habana. Los cambios se veían por todas partes. El ejército español tomó las calles y las defensas de la ciudad fueron reforzadas. Los militares norteamericanos no podían salir de sus barcos y Lincoln, gracias a su falsa credencial de periodista, todavía no había sido expulsado de la isla. Por la noche había toque de queda y era peligroso aventurarse a salir. Pero Hércules desempolvó su vieja enseña militar y con sus contactos, los agentes se pudieron mover con cierta libertad.

Aquella noche, Lincoln se dirigió al
Montgomery
para hablar con el capitán del
Maine
, Sigsbee. Le costó mucho conseguir que le recibiera. El capitán se excusaba diciendo que hacía unos días habían tenido una entrevista y no tenía nada que añadir a su declaración. Después de varios intentos, aquella noche estuvo dispuesto a recibirle. Subió al barco y un marinero le llevó hasta los camarotes de oficiales. Llamó a la puerta y escuchó una voz que le invitaba a pasar. El capitán estaba sentado escribiendo. Cuando el agente entró, apenas levantó la vista y le indicó con la mano que se sentase en una silla.

—Disculpe que le moleste —dijo Lincoln intentando atraer su atención.

—Molestar, acierta con la expresión. No entiendo qué es eso tan importante que tiene que preguntarme —dijo Sigsbee refunfuñando.

—Tiene razón, pero nuevos datos me han obligado a volver a verle.

—¿Nuevos datos?

El capitán levantó la vista y observó por primera vez al agente. Su mirada reflejaba sorpresa y temor. Dejó la pluma y se incorporó hacia atrás.

—Soy todo oídos.

—Tenemos unos testigos que afirman dos asuntos que usted no incluyó en su declaración. En primer lugar, usted recibió una visita a eso de las ocho, la noche de la explosión.

Lincoln aguardó unos instantes, para observar el efecto de sus palabras. El capitán comenzó a sudar y a dar pequeños sorbos a su taza de té.

—Absurdo —dijo por fin.

—Conocemos la identidad de la persona que le visitó aquella noche. La información proviene de la Comisaría de policía de La Habana.

Sigsbee palideció. Las manos le temblaban y empezó a rehuirle la mirada. Lincoln imprimió más ritmo a la charla, intentando que el capitán no tuviera mucho tiempo para preparar sus respuestas.

—El Almirante Mantorella. ¿Conoce al Almirante Mantorella? —preguntó incisivamente Lincoln.

—Claro que le conozco, es el jefe del puerto. Por cortesía nos hemos entrevistado varias veces —dijo Sigsbee soltándose alguno de los botones del cuello de la camisa.

—¿Estuvo a bordo el Almirante la noche que explotó el
Maine
? El capitán dudó por unos instantes, pero terminó negando con la cabeza.

—Sabe que mentir a un agente federal es un delito muy grave. Ésta es una investigación oficial. Le he dicho que tenemos testigos y un informe de la policía de La Habana —Lincoln balanceó unos papeles delante de la cara del interrogado.

—Bueno, estuvo, pero se marchó antes de la explosión —terminó por confesar.

—Eso ya lo sabemos, capitán Sigsbee. El Almirante no estaba durante la explosión, porque se marchó con usted, capitán.

—¿Qué dice? ¿Se ha vuelto loco? —el capitán tartamudeaba.

—Usted y el Almirante salieron una hora antes de que el barco explotara. Creemos que se dirigieron a un prostíbulo en la parte alta de la ciudad, allí bebieron con dos señoritas, que, por desgracia, están muertas. Dichas señoritas, visitaron este barco unos días antes.

—No le consiento —dijo Sigsbee levantándose de la silla.

—Siéntese capitán. Creemos que fue víctima de una trampa. Alguien quería que esa noche usted estuviera fuera del
Maine
y lo consiguió. Mantorella y usted mintieron. Sabía que abandonar un barco de guerra en plena crisis diplomática, con la práctica totalidad de los oficiales fuera de servicio, era una falta gravísima. Pero le dio tiempo a llegar, en medio de la confusión nadie se dio cuenta de su ausencia —dijo Lincoln. Esperó unos segundos a que el capitán recapacitara y luego le preguntó—. ¿Cree usted que Mantorella le tendió una trampa?

—No, Mantorella es un buen amigo.

—¿Son amigos?

—Desde que llegué a La Habana, los dos mantuvimos una correcta relación de caballeros. Él no deseaba la guerra y yo tampoco. Por desgracia yo serví en la Guerra Civil y puedo asegurarle que fui testigo de atrocidades terribles. Mantorella y yo luchábamos juntos para evitar la guerra.

—Entonces, ¿quién le pudo tender una trampa?

—No lo sé. A lo mejor el embajador Lee, desde mi llegada a La Habana no dejó de presionarme para que mandara informes negativos sobre la situación en la ciudad. Incluso me insinuó que provocar un incidente diplomático podía ser muy oportuno.

—¿Por qué no declaró eso a la Comisión?

—¿Y mi honor, mi esposa, la carrera que durante tantos años he mantenido limpia e intachable? —Sigsbee se derrumbó. Ya no podía soportar la culpa. Su propia mentira había terminado por hundirle.

—¿Tiene algo más que añadir? —preguntó Lincoln suavizando la voz.

—Los muertos —dijo desgarrado.

—¿Qué muertos?

—Mis marineros.

—¿Qué pasó?

—No pude reconocer a muchos de ellos.

—Pero eso es normal, la explosión seguro que los desfiguró y el impacto de todo lo acontecido —intentó explicar Lincoln.

—No me entiende. La mayor parte de los muertos no eran marineros del
Maine
.

—¿Qué?

—Eran desconocidos. Nunca los había visto.

—¿Por qué no lo denunció?

—Tenía miedo a que los que organizaron todo presentasen pruebas de que yo no estaba aquella noche al pie del cañón. Pensé que alguien de arriba ordenó que hundiesen mi barco.

Los ojos de Sigsbee centellearon de rabia. Aquel hombre impasible parecía consumirse por dentro.

—Entiendo.

—Fueron enterrados rápidamente, para que nadie pudiera verlos.

—Me deja sin palabras, capitán, sin palabras —comentó Lincoln. La verdad comenzaba a flotar en medio de la emponzoñada bahía de La Habana.

La Habana, 11 de Marzo.

La casa estaba iluminada aquella noche. Los Mantorella celebraban una fiesta. Alicia Mantorella, la primogénita, cumplía catorce años y comenzaba a ser mujer. Hércules no sabía nada de la celebración pero, por respeto a la señora Mantorella, vestía un traje nuevo, un sombrero sin agujero de bala y estaba afeitado. Llamó a la puerta y un criado vestido de gala le llevó al estudio del Almirante. Unos minutos después, Mantorella entró vestido con frac en el estudio y muy cordialmente saludó al agente.

—Hércules, creía que se te había tragado la tierra —le dijo abrazándole. El agente se mantuvo rígido y no hizo ningún ademán de devolverle el saludo.

—¿Por qué me has utilizado? —le preguntó a bocajarro.

—No te entiendo —dijo el Almirante congelando la sonrisa.

—No sigas jugando conmigo. Lo sé todo. Sé que esa noche estuviste en el barco, lo de tu amistad con Sigsbee, lo del burdel francés.

—¿De qué hablas? ¿Has vuelto a beber?

Hércules cogió a Mantorella por la solapa y a un centímetro de su cara con los dientes apretados, le miró a los ojos.

—Pensaste que un borracho no se enteraría de nada, que el pobre Hércules, el fracasado, no descubriría lo de Sigsbee.

—Nosotros no tenemos nada que ver con el hundimiento del barco —contestó Mantorella aturdido.

—Lo hundieron delante de vuestras narices y no os disteis ni cuenta.

—Sigsbee y yo nos hicimos amigos. Buscamos las fórmulas para impedir la guerra.

—¿Impedir la guerra? Si hubiera sabido lo que sé ahora, quizás habría encontrado algo, pero puede que ya sea demasiado tarde; que los que hundieron el
Maine
estén lejos y hayan conseguido su objetivo.

—Déjame.

El agente soltó al Almirante y éste se fue al fondo de la mesa y se sirvió un coñac. Le ofreció a Hércules, pero éste negó con la cabeza. Allí enfrente, con su pajarita torcida y los ojos rojos, Mantorella parecía una sombra de sí mismo. Miró a Hércules e intentó justificarse.

—Tienes razón, te oculté todo eso. Pensé que no era relevante para la investigación. Pero te escogí a ti, porque eras el mejor.

—Entonces, ¿por qué Sigsbee negó la posibilidad de un accidente?

—Un accidente le convertía a él en responsable y además, él sabía que alguien había volado el
Maine
. Creíamos que llegaríais a descubrir a los culpables sin nuestra ayuda.

—¿Quién os facilitó las prostitutas? ¿Lee?

—Eso pensaba yo, pero realmente fue Hearst, el periodista.

—¿Hearst en La Habana? —preguntó extrañado Hércules.

—¿No sabías que su yate estuvo varias semanas en el puerto hasta que los de aduanas le echaron?

—Sabía lo del yate, me lo dijo el comisario, pero no lo de Hearst. ¿Cómo te enteraste?

—El muy cabrón nos dejó su tarjeta de visita, pero en ese momento no lo entendí.

—¿Qué tarjeta?

—Esa noche, en mi puesto de guardia alguien dejo un periódico suyo. No le di importancia, pero cada vez estoy más convencido de que él tuvo algo que ver.

El yate de Hearst estuvo en el puerto, cerca del
Maine
, el magnate contrató a las prostitutas para alejar a las dos personas que podían impedir el hundimiento. Todo comenzaba a encajar, —pensó Hércules.

Miró la botella de ginebra y se sirvió una copa. El alcohol le quemó la garganta y por unos segundos recuperó la serenidad.

—¿Qué piensas?

—Nada, tengo que irme. Saluda a tu hija y a tu mujer de mi parte. Creo que todavía tenemos una oportunidad.

—La guerra es inminente, Hércules, no te engañes.

—Tal vez la guerra sí, pero es hora de que se sepa la verdad, cueste lo que cueste.

Capítulo 57

Madrid, 1 de Marzo de 1898.

—¿Tienes todo el equipaje preparado? —preguntó Pablo Iglesias a Miguel, que cargando una pesada maleta salía de la habitación de la pensión—. Deja que te ayude.

—No, yo puedo.

—Lamento que tengas que volver a Salamanca.

—Yo también, pero por otro lado, creo que no me acostumbraría a vivir en esta ciudad de locos.

Pablo sonrió y le abrió la puerta de la calle. En la entrada los esperaba un coche de caballos. Miguel de Unamuno no quería que Pablo se tomara tantas molestias, pero cuando se le metía algo en la cabeza al padre del socialismo español, era difícil contradecirle. Aquellos días habían sido intensos. La muerte de Ángel Ganivet, la carta misteriosa, las idas y venidas a la embajada de los Estados Unidos. Muchas emociones para un pobre profesor de provincia acostumbrado a sus libros, sus clases y su amable monotonía.

El coche de caballos los llevó hasta la estación de Atocha. Buscaron su vagón por el andén y en medio de los silbidos de los trenes y la bruma de las máquinas de vapor, los dos viejos amigos se despidieron con un fuerte abrazo. Unamuno subió al vagón, saludó por última vez a Pablo y se introdujo por el pasillo hasta su compartimiento. Colocó la maleta y dio un suspiro mientras se sentaba. Miró por la ventanilla, pero su amigo ya no estaba. Sacó un viejo libro de su bolsillo y comenzó a leer. Poco después, llegaron dos hombres, uno pequeño y otro alto y fornido. Se sentaron enfrente. El profesor los saludó sin apenas levantar la vista del libro, ellos le contestaron con un fuerte acento sudamericano.

El tren comenzó a moverse. Primero con un brusco arranque, que, poco a poco, fue convirtiéndose en una suave y melodiosa marcha. El más fuerte de los compañeros de viaje sacó una pequeña cuerda y la estiró varias veces comprobando su flexibilidad, miró a su cómplice, que con un gesto le indicó que actuase. El gigante se puso de pie, se acercó al despistado profesor, levantó la cuerda agarrada con las dos manos y… En ese momento otro hombre entró empujando la puerta del compartimiento, el cristal estalló en la espalda del gigante, que con un gesto de dolor cayó sobre el profesor. Acto seguido, se escucharon tres disparos rápidos y Unamuno, con las gafas manchadas de sangre y el cuerpo del gigante encima pudo comprobar quién era su salvador. Pablo Iglesias, con la pistola humeante en la mano, estaba rojo y sudoroso. Le hizo un gesto y Unamuno se apartó con dificultad el muerto y salió del compartimiento.

—Pero Pablo, ¿qué ha pasado? —preguntó el profesor con el corazón acelerado.

—Perdona que no te informara de nada, pero hace días que observaba que estos tipos te seguían. Creí que al marcharte de Madrid te dejarían en paz, cuando los descubrí en la estación tuve miedo de que quisieran hacerte daño.

—No comprendo. ¿Estos individuos querían matarme?

—Eso parece.

Unamuno se limpió las gafas y todavía temblando logró esbozar una sonrisa.

—¿Ahora entiendes por qué prefiero vivir en una ciudad de provincias, Pablo? —dijo apoyando la mano derecha sobre el hombro de su amigo.

La Habana, 13 de marzo de 1898

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