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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

¡Cómo Molo! (3 page)

BOOK: ¡Cómo Molo!
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—Ay, hijo mío, déjame vivir en paz, déjame que me ría como me dé la gana —y luego le dijo a la Luisa—: Mira, me tiene frita últimamente, no hace más que llamarme la atención, que si no te pongas esto, que si no hagas lo otro, qué control, parece mi madre…

Así me pagan la preocupación que tengo por ellos. Yo creo que es de ser un buen hijo no querer que tus padres hagan el ridículo. Mi madre dice que eso más que de ser un buen hijo es de ser un aguafiestas. Son dos formas de verlo. Allá ellos.

Me puse a mirar a un Buda Feliz que tenían en el fondo de una pecera. Pobrecillo, tan gordo y tan desnudo sin más compañía que los peces. Es imposible que uno pueda ser un Buda Feliz en esas condiciones. Pensé que la próxima vez que viniéramos a comer al Ching-Chong le traería un muñeco que me regaló mi padre de un llavero de Michelín para sentarlo a su lado. El Buda y Michelín, dos gordos submarinos… El Imbécil me dio una torta en la espalda y me sacó de mis pensamientos: se había puesto los palillos chinos en los agujeros de la nariz.

—El nene como Fétido.

Es que su personaje favorito es Fétido, el de la Familia Addams, y le gusta imitarle las gracias. Este año pasado se pidió un Fétido para su cumpleaños. Pasamos bastante vergüenza yendo de juguetería en juguetería y pidiendo un Fétido de peluche. Al final, hartos de patearnos las tiendas de España, mi madre le compró un Aladín. Yo le decía:

—Eso a él no le va a gustar, ya verás.

—Por qué no le va a gustar, a los niños les gustan todos los muñecos —me dijo ella con rabia.

Yo se lo advertí. Cuando él abrió el paquete con la ilusión de tener a su Fétido y vio el Aladín las lágrimas inundaron sus ojos, se puso él mismo su chupete, subió al Aladín encima del mueble-bar y ahí se ha quedado. Al Imbécil no le dan gato por liebre.

Pero volvamos a la ya famosa Comida de Reconciliación: entre mi madre y la Luisa brindando y riéndose como cosacas, mi padre y Bernabé que estaban empezando a cantar, mi abuelo que no paraba de preguntarle secretos de la comida oriental a una camarera china, y el Imbécil con los palos en la nariz (de vez en cuando se sacaba un palo con un regalito verde, y se lo volvía a meter. Para él toda materia es reciclable), entre todos ellos, yo me sentía como el único miembro normal de la Familia Addams, a la que a partir de ahora podemos llamar Familia García Moreno. Qué película más fuerte harían con nosotros. En Hollywood no se han enterado del chollo que tendrían en Carabanchel (Alto).

A estas alturas de este emocionante capítulo toda España se estará preguntando por qué se habían enfadado esas dos grandes amigas llamadas Luisa y Cata (mi madre).

Comenzaré esta tremenda historia como acostumbro, desde el principio de los tiempos:

Resulta que la Luisa se retiró, como todos los veranos, a su residencia de Miraflores de la Sierra, que es una residencia que llama la atención. Dice la Luisa que los turistas se paran a verla, sobre todo por las noches, cuando están todos los enanos del jardín encendidos. Es que en vez de farolas ha puesto a los enanitos con sus farolillos por el césped, y las vallas están hechas de ruedas de molino pintadas de verde y la casa la hicieron con forma de castillo pequeño. Uno de los torreones es la chimenea. La gente de Miraflores la llama «La casa de la Bruja». Se han debido de equivocar de personaje porque la Luisa hizo su casa pensando en Blancanieves y no en la bruja. Además, la que vivía con los enanos era Blancanieves, está superclaro. Pero la gente no pone atención, así que por más que la Luisa se mosquee, su casa es conocida por todo Miraflores como «La casa de la Bruja».

Allí se van la Luisa y Bernabé cuando hace calor, a su residencia veraniega, como hacen los famosos. La tarde antes de marcharse subió a mi casa y le preguntó a mi madre si le podía hacer el favor de regarle las plantas, y mi madre le dijo que para eso están las vecinas. Y luego la Luisa volvió a subir y le dijo a mi madre:

—Mujer, ya que me cuidas las plantas, por qué no me bajas y me subes las persianas tres veces al día.

Es que la Luisa había visto en el telediario todos los consejos que hay que seguir para disuadir a los ladrones de pisos en verano. Y mi madre dijo que ella se lo hacía, como vecina y como amiga. Y la Luisa subió la tercera vez para añadir:

—A la que bajas por la noche a subirme las persianas, también me podías dar la luz y me la apagas a la hora, que es otro de los consejos de la Dirección General Policiaca; así se creerán esos malditos ladrones que cenamos en casa.

Y mi madre dijo que bueno, que sí.

—Y me recoges el correo, que cuando ven el buzón lleno saben que la gente está de vacaciones. No me dirás que eso te cuesta mucho trabajo…

Y mi madre dijo que por supuestísimo. Pero nada más irse la Luisa mi madre dijo otra cosa bien distinta, dijo:

—Qué morro más grande que tiene la Luisa. Se aprovecha porque no hay otra como yo, que me quedo sin veraneo y encima a cuidar la casa de las vecinas. Luego nadie te lo agradece, y ésta menos que ninguna, no te creas que se le ha ocurrido decirme: «Me llevo a tu Manolito unos días a que se bañe en la piscina de Miraflores…».

Estas cosas estaba pensando mi madre, gritándolas en voz alta (es que mi madre piensa a voces), cuando llamaron por cuarta vez a la puerta. ¿Quién era? Has acertado: la misma Luisa de siempre, la del mismo morro de antes. ¿Qué quería? Aquí lo tienes:

—Mira, Cata, que he pensando en Manolito, en el pobre, todo el verano aquí, sin un divertimento que llevarse a la boca, sin un mal amigo…

Según decía esto ya estaba mi madre con un pie en el armario para prepararme la mochila. Pero se paró en seco, porque la Luisa terminó diciendo:

—Y he pensado que le voy a dejar el canario y la pecera para que el chiquillo se entretenga.

Mi madre se quedó con la boca un poco abierta; para mí que buscaba palabras pero no terminaba de encontrarlas. Al cabo de diez minutos ya teníamos la jaula y la pecera encima del mueble-bar. A la
Boni
no nos la dejó porque, desde que está al tanto de que el Imbécil le presta a la
Boni
el chupete, tiene mucho miedo de que mi hermano le pegue alguna enfermedad. Lo entiendo.

Mi madre estuvo hablando sola en la cocina mientras preparaba la cena lo menos media hora. Hablaba de su vida tan triste, del verano que se iba a tirar vigilando la casa de la Luisa, con mi padre por esas carreteras de España, teniendo que cuidar de mi abuelo, de mí, que dice que le pongo la cabeza modorra de lo que hablo, del Imbécil, que sigue sin controlar sus propios esfínteres, y de unos peces y un canario extraños. Todo eso nos dolió, claro, porque no somos de piedra. Mi abuelo entró a la cocina y se empezó a hacer su cena.

—Pero ¿qué haces, papá? —le preguntó mi madre.

—Pues coger para cenar, a mí no me tiene que cuidar nadie, yo no quiero molestar.

Luego entré yo y no abrí la boca en todo el rato. Al no hablar yo, tampoco habla el Imbécil. Ya os he contado alguna vez que soy su líder.

—Bueno, ¿y al niño este qué le pasa, si puede saberse? —dijo mi madre.

—Yo tampoco quiero molestar —le contesté yo, hablando como un pobre niño ofendido.

Pero tuvimos que perdonarla inmediatamente, porque mi madre es una persona tan rara que le gusta que hagas exactamente aquello de lo que se está quejando a gritos. Y como no la perdones inmediatamente, se pone a llorar (es clavadita al Imbécil), así que seguimos los consejos que nos da mi padre el lunes antes de coger el camión:

—Haced lo que ella quiere y seréis felices.

El caso es que a partir del día siguiente empezamos a bajar a casa de la Luisa para seguir todas las instrucciones de la dirección policial. Mi madre descubrió las cintas de vídeo con dibujos animados que la Luisa nos graba para que cada mes las dejemos depilarse a sus anchas, y el Imbécil no sienta la tentación de meter el chupete en la cera y probarla. Mi madre pensó que, de la misma manera, podía ponernos una cinta todas las tardes en el vídeo de la Luisa y subirse ella a echarse una siesta a sus anchas.

—De alguna forma me tengo que cobrar lo que estoy haciendo por ella —dijo mi madre, en uno de sus pensamientos a voces.

Total, que yo y el Imbécil empezamos a bajarnos por las tardes a ver unos dibujos mientras mi abuelo y mi madre roncaban al unísono. Nos quitábamos los zapatos, hacíamos una pelea mortal de quesos y luego nos tumbábamos a ver la película. Como sólo había dos o tres películas, a la semana nos las sabíamos de memoria y yo me podía permitir el lujo de dormirme un rato con la película a la mitad y despertarme cuando llegaba el final. Te recomiendo esa experiencia, sólo necesitas: un sofá, un vídeo y una película que ya te hayas visto cincuenta veces. Una película que te sabes al dedillo te da mucha libertad: puedes levantarte al váter, dormirte o pelearte con tu mejor amigo. Con que veas el principio y el final basta. Los finales siempre son muy emocionantes y hay veces que te hacen llorar aunque la película sea un rollo repollo (en ese caso las lágrimas son de alegría, claro).

Bueno, pues te digo que me dormí, sin tener en cuenta que el Imbécil, al que puede considerar discípulo del demonio de Tasmania, se quedaba despierto y con total libertad para hacer de las suyas. Es un niño que necesitaría sólo para él un guardia-jurado de servicio las veinticuatro horas del día. Mientras yo dormía el Imbécil sacó la cinta y metió a dos de sus muñecos Pin y Pon por la ranura del vídeo. Luego, me despertó a su estilo, con sus inconfundibles tortas en la cara.

—Pero ¿qué pasa, niño? —le dije yo, con el corazón a 350 pulsaciones al segundo.

—El nene quiere ver a los
pin y pones
en la tele.

—Pues el nene se tiene que aguantar porque los
pin y pones
sólo salen en los anuncios de Navidad.

—Sí, salen. El nene los ha puesto —dicho esto, me señaló el vídeo.

—Pero ¿qué has hecho, bestia? —no le llamé bestia por insultarle, se lo llamé porque se lo tenía merecido.

Intenté meter la mano en la ranura pero no me llegaba hasta el fondo. Además, tampoco quería hurgar demasiado. Mi madre nos ha metido el miedo desde pequeños a morir electrocutados.

De repente, esa misma madre de la que os hablo siempre abrió la puerta. Se quedó con la cara a cuadros cuando me vio con la mano dentro del vídeo de la Luisa.

—¿Qué estás haciendo si puede saberse, bestia? —como verás, el término «bestia» es bastante común en mi familia. Lo empleamos los unos con los otros siempre que tenemos oportunidad, eso sí, siempre nos cuidamos de usarlo con un ser inferior en el escalafón.

—El nene quiere ver a los
pin y pones
en la tele —el Imbécil seguía con su idea.

—Es que los ha metido aquí y no los puedo sacar.

—¿Y tú para qué le dejas? —me dijo mi madre.

—Porque no me he dado cuenta, me había quedado dormido.

—¿Pero es que no te das cuenta de que con éste uno no se puede dormir?

Me hubiera gustado decirle: «Pues tú bien que te echas la siesta», pero no se lo dije porque amo la vida y sé el tipo de comentarios que la pueden poner bastante furiosa.

Mi dulce madre fue a sacarme la mano de un tirón, pero no lo consiguió porque la mano se había quedado dentro. No me preguntes cómo una mano que entra luego no puede salir pero así fue. El terror inundó mi cuerpo y me puse a sudar. Me imaginé toda una vida con la mano dentro del vídeo de la Luisa, a no ser que… ¡me cortaran la mano! Entonces cada vez que bajara a casa de la Luisa vería el vídeo y pensaría: «Ahí está mi pobre mano». Luego me entró un segundo terror, y es que los terrores nunca vienen solos; me imaginé qué podía recibir una descarga eléctrica y con un hilo de voz entrecortada le dije a mi madre:

—Por favor, desenchúfalo.

Mi madre lo desenchufó. Ahí se puede decir que estuvo muy humana. Pero luego lo único que le preocupaba era que se estropeara el vídeo de la Luisa y los gastos de la reparación. Se ve que para ella el tener un hijo manco era algo secundario.

Se fue al váter y trajo las manos llenas de agua y jabón. Empezó a frotarlas contra la mía hasta que la mano por fin empezó a escurrirse y salió. Mi madre secó el vídeo, nos cogió de la mano y dijo:

—Aquí no ha pasado nada. Al que le cuente a la Luisa lo que ha pasado le corto la lengua.

Siempre me queda la duda de si estas cosas las dice totalmente en serio o medio en serio medio en broma.

A los pocos días, la Luisa vino a Madrid porque quería comprobar si estábamos siguiendo sus instrucciones. Cuando por la tarde fue a poner el vídeo y vio que no funcionaba llamó al técnico. El técnico extrajo del interior dos
pin y pones
, y al ver los restos de jabón, le dijo a la Luisa:

—No es necesario que limpie usted el vídeo por dentro, con que le quite el polvo por fuera sobra y basta.

La Luisa subió a mi casa hecha un obelisco. Tiró los
pin y pones
en la mesa y le gritó a mi madre:

—¡Resulta que te dejo la casa para que la cuides de los ladrones y entráis vosotros en ella al asalto!

Yo pensé que mi madre le iba a contestar con otro grito, pero nos sorprendió una vez más. Cogió la pecera, se la puso en las manos a la Luisa, le dio también la jaula de
Pavarotti
, el canario, y una vez que la Luisa estaba haciendo malabarismos con la pecera y la jaula en las manos para que no se le cayeran, le dijo con una tranquilidad que cortaba el aliento:

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