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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (21 page)

BOOK: Colmillo Blanco
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Castor Gris
se negó a vender su perro. Se había enriquecido con el negocio y tenía ya cuanto necesitaba. Por otra parte, Colmillo Blanco era de gran valor para él, pues resultaba el mejor de cuantos había tenido para el trineo y un excelente guión de los demás del tiro. Y aún existía otra razón: la de que no había otro que pudiera rivalizar con él en la lucha, ni en las orillas del Mackenzie ni en las del Yukón. Mataba a los demás perros con la facilidad con que los hombres mataban mosquitos. Al oír esto, le brillaron los ojos al Hermoso Smith, y se pasó la lengua por los delgados labios con codiciosa expresión. No, era inútil: Colmillo Blanco no estaba en venta, no se cedía a ningún precio.

Pero Smith sabía cómo eran los indios. Visitó con frecuencia el campamento de
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, y en cada visita llevaba oculta alguna botella negra. Una de las cualidades del whisky es la de producir sed.
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comenzó a sentirla más y más. Febriles sus membranas y abrasado el estómago, ansiaba aumentar la dosis del ardiente licor, y enloquecido casi por la excitante bebida, no reparaba en medios para adquirirla. El dinero que había ganado con su negocio empezó a disminuir rápidamente. Y así continuó, con la circunstancia de que cuanto más menguaba su caudal, más iba en aumento su mal humor.

Al fin lo agotó todo, desde el dinero y los géneros hasta la paciencia. Solo le quedó la sed, y aunque no bebiera, hasta el mero acto de respirar la iba acrecentando. Entonces fue cuando Smith volvió a hablarle de vender el perro; pero esta vez el precio ofrecido era en botellas y no en metálico, proposición que sonó más agradable a los oídos del indio.

—Coge el perro y llévatelo —fueron sus últimas palabras. El pago en botellas se efectuó, aunque dos días después, porque la contestación de Smith había sido:

—Cógelo tú.

Cierto anochecer, Colmillo Blanco se retiró al campamento y se echó al suelo con un resuello de satisfacción. No estaba el temido dios blanco. Durante varios días se había mostrado más deseoso que nunca de ponerle la mano encima, y para evitarlo, él se ausentaba del campamento todo lo posible. Ignoraba qué era lo que aquellas manos pretendían; pero tenía la seguridad de que con algo malo lo amenazaban y que lo mejor era conservarse fuera de su alcance.

Acababa de echarse cuando
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se acercó dando traspiés y le ató al cuello una correa. Luego se sentó a su lado, sosteniendo el extremo de la correa en una mano. En la otra llevaba una botella cuyo contenido iba tragando con acompañamiento de ruidos guturales.

Transcurrió así una hora, y de pronto, un rumor de pasos anunció que alguien se acercaba. El primero que lo oyó fue Colmillo Blanco, y se alarmó enseguida al reconocer al que venía, mientras su amo seguía dando estúpidas cabezadas, medio dormido. El perro intentó tirar suavemente de la correa para que se desprendiera de la mano; pero esta se cerró con fuerza y
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despertó del todo.

El Hermoso Smith entró en el campamento y se quedó plantado frente a Colmillo Blanco, mirándolo. El animal gruñó sordamente al temible espantajo, observando muy fijo los movimientos de aquellas manos. Una, extendida, iba bajando sobre su cabeza. El sordo gruñido se hizo más recio y áspero. La mano continuó bajando lentamente, mientras él se iba acurrucando, sin dejar de mirarla con maligna expresión y gruñendo cada vez más al ver que iba ya a tocarle. De pronto, el animal le lanzó una dentellada, rápido como la serpiente en el ataque. Se retiró la mano con igual rapidez y los dientes de aquel chocaron unos con otros con seco ruido y sin hacer presa. Smith se asustó, mostrando gran enojo, y
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le dio un fuerte coscorrón a Colmillo Blanco, por lo que este se aplastó materialmente contra el suelo en señal de respetuosa obediencia.

Con ojos recelosos fue siguiendo el animal todos los movimientos de Smith. Le vio marcharse y volver con un grueso garrote. Entonces,
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le entregó el extremo de la correa que él sostenía. El otro se dispuso a partir, tirando de la correa, pero no lo consiguió: Colmillo Blanco se resistía, sin moverse. Nuevos golpes de su amo para obligarlo a levantarse y seguir. Obedeció, pero con tal arremetida que fue a arrojarse contra el forastero que tiraba de él para llevárselo. Smith no se apartó de un salto. Esperaba ya que ocurriera aquello. Enarbolando el garrote con viveza, le paró los pies al perro en mitad de su embestida, lanzándolo de un taconazo contra el suelo.
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se echó a reír, aprobando lo hecho. Entonces, Smith tiró otra vez de la correa, y el perro, cojeando y aturdido, se arrastró hasta sus pies.

Ya no arremetió por segunda vez contra él. Le bastaba el golpe recibido para persuadirle de que el dios blanco sabía manejar perfectamente el garrote, y él no iba a pelearse con lo fatal, lo inevitable. Siguió, pues, a Smith por la fuerza, cabizbajo y malhumorado, con la cola entre las piernas, aunque no sin gruñir suavemente, entre dientes. Pero Smith no lo perdía de vista un momento, con el garrote preparado a caer sobre él.

Al llegar al fuerte, su amo lo dejó bien atado y se fue a dormir. Colmillo Blanco esperó hasta que hubo transcurrido una hora. Entonces cortó la correa con los dientes y quedó en libertad. Fue cosa de unos diez segundos: no perdió tiempo inútilmente, royendo poco a poco. Cortó de golpe, diagonalmente, con la misma limpieza con que hubiera podido hacerlo un cuchillo. Levantó entonces la cabeza para mirar al fuerte, con los pelos erizados y gruñendo. Después le volvió la espalda y regresó trotando al campamento de
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. No se consideraba obligado a guardarle fidelidad a aquel raro y temible dios del cual huía. No era a él, sino al antiguo, a quien se había entregado, y a
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creía aún pertenecer.

Pero lo que antes había ocurrido se repitió ahora, con alguna diferencia. Su primitivo dueño lo sujetó de nuevo con la correa, y al llegar la mañana se lo devolvió a Smith. Pero aquí fue donde apareció la diferencia, pues Smith le propinó una paliza. Colmillo Blanco estaba fuertemente atado y todo su furor resultó inútil: no pudo evitar el castigo, en el que intervinieron por igual los palos y los latigazos; fue aquella la más soberana paliza que recibió en su vida. Ni la que
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le dio en sus tiempos de cachorro podía compararse con ella. El Hermoso Smith gozó con su tarea. Le tenía encantado. Sus ojos despedían llamaradas de estúpido júbilo al blandir el garrote o la tralla y oír los lamentos de dolor o los verdaderos rugidos del animal. Porque Smith era cruel, con aquella crueldad característica de los cobardes. Dispuesto siempre a humillarse y a huir ante los golpes o las injurias de un hombre, se vengaba de ello con los seres más débiles. Todo lo que tiene vida gusta de la fuerza, y Smith no constituía una excepción de la regla. Privado de manifestarse fuerte con los suyos, elegía a sus víctimas entre los que le eran inferiores, defendiendo así sus derechos de cosa viva. ¿Cómo culparle demasiado si había venido al mundo tan contrahecho de cuerpo como de inteligencia, y el mundo había acabado de estropearle?

Colmillo Blanco sabía por qué le pegaban. Cuando
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le ató al cuello la correa y entregó el extremo de la misma a Smith, era porque quería que se fuera con él. Y cuando Smith lo dejó atado fuera del fuerte, fue porque quiso que se quedara allí. Así pues, resultaba que él se había revelado contra la voluntad de ambos dioses, haciéndose acreedor del castigo. Ya otras veces había visto que los perros cambiaban de dueño y que el que se escapaba recibía siempre una paliza. Por muy sagaz que él fuera, existían en su naturaleza ciertas fuerzas que superaban a todo conocimiento, a toda discreción. Una de éstas era la fidelidad.
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no le inspiraba cariño, y sin embargo, aun contra la voluntad del mismo y arriesgándose a enojarle, le era fiel. No podía evitarlo. Esa fidelidad formaba parte de su ser. Era la cualidad característica de su raza; la que colocaba a su especie en lugar aparte de las demás; la que había permitido al lobo y al perro salvaje abdicar de su libertad para convertirse en compañero del hombre.

Después del vapuleo, Colmillo Blanco se vio arrastrado nuevamente hacia el fuerte. Pero esta vez Smith lo ató con un palo, además de la correa, según el sistema indio. No se abandonan fácilmente los dioses a quienes se presta culto, y en aquel caso se hallaba el aprisionado animal.
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era su dios favorito, y, aun contra la voluntad del que él respetaba, Colmillo Blanco se sentía aferrado a su antiguo dios, al cual no quería renunciar. Verdad que su divinidad acababa de hacerle traición, de abandonarlo; pero eso no importaba. No en balde se había entregado a él por entero, sin reserva, y el lazo no podía romperse tan fácilmente.

Así pues, por la noche, cuando dormían los moradores del fuerte, Colmillo Blanco aplicó los dientes al palo que lo mantenía sujeto. La madera era dura, reseca, y tan cerca estaba de la atadura del cuello que apenas podía roerla. Solo arqueando el cuello, y después de grandes esfuerzos, logró que el palo quedara entre sus dientes delanteros, y, con inmensa paciencia y muchas horas, fue cortándolo poco a poco hasta separarlo en dos trozos. Aquello era algo sin precedentes, algo que se suponía imposible de realizar. Pero él lo hizo, marchándose alegremente del fuerte al rayar el alba y con uno de los trozos del palo colgándole del cuello.

Era listo el animal, pero si se hubiera limitado a serlo sin dejarse llevar por la fidelidad, no habría vuelto al campamento de
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, que lo había traicionado dos veces ya y lo repetiría una tercera. Lo ataron nuevamente y vino a reclamarlo Smith, y tal fue la azotaina, que superó aun la anterior.
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no hizo más que mirar con aire estúpido, mientras el otro manejaba el látigo. No hubo ni una señal de protección por su parte: el perro ya no era suyo. Cuando todo terminó, Colmillo Blanco se quedó extenuado, enfermo. Si hubiera sido tan flojo como los perros que venían de las tierras del sur, habría muerto. Pero era de más dura fibra, y la escuela de la vida había acabado por endurecerlo. Con mayor vitalidad, lo resistía todo, pero había quedado tan maltrecho que no podía ni moverse, y Smith tuvo que esperar más de media hora antes de que, casi a rastras, con vacilante paso, el animal pudiera seguirle hacia el fuerte.

Y esta vez le pusieron una cadena, contra la cual nada podían sus dientes, y que en vano trató de arrancar, con furiosas embestidas, de la argolla atornillada en un poste. A los pocos días,
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emprendió su largo viaje de regreso hacia el río Mackenzie. Colmillo Blanco se quedó en el Yukón. Había pasado a ser propiedad de un hombre medio loco y con el mismo nivel moral de los brutos. Pero ¿qué sabía un perro de locuras? Para él, el Hermoso Smith era un verdadero, aunque terrible, dios. Loco o no, resultaba ser su amo nuevo, a cuya voluntad debía someterse, obedeciéndole hasta en sus menores caprichos.

III

El reinado del odio

Bajo la tutelo del Dios loco, Colmillo Blanco se convirtió en un verdadero demonio. Lo tenía encadenado y metido en una jaula, detrás del fuerte, y se divertía atormentándolo hasta ponerlo furioso. Pronto descubrió el hombre que el punto flaco del animal era su susceptibilidad, fácilmente herida cuando se burlaban de él, y por lo mismo puso especial empeño en mortificarlo y reírse después de su ira impotente. Se reía a carcajadas, escandalosa y sarcásticamente, mientras señalaba al perro con el dedo. En tales ocasiones, Colmillo Blanco se volvía más loco aún que su dueño.

Si antes había sido el enemigo de su raza, y uno de los más feroces, por cierto, se convirtió ahora en el enemigo de todas las cosas, y más feroz que nunca. Lo atormentaban de tal modo, que odiaba ya ciegamente, sin el menor asomo de razón. Odiaba la cadena que lo mantenía sujeto; a los hombres que lo miraban a través de los barrotes de la jaula; a los perros que iban con ellos y que le gruñían viéndolo allí indefenso. Hasta la misma madera de la jaula que lo encerraba le era odiosa. Y por encima de todo esto, a quien más odiaba era al Hermoso Smith.

Pero cuanto este hacía con Colmillo Blanco obedecía a un propósito preconcebido. Cierto día, un grupo de hombres se paró frente a la jaula. Smith entró en ella con una tranca en la mano y le desató la cadena al animal. Cuando su dueño se marchó, y al verse casi libre, el perro se arrojó contra los barrotes de la jaula intentando llegar hasta el grupo que lo contemplaba. De tan terrible, su aspecto resultaba magnífico. Medía más de metro y medio de largo, era robusto; no hubiera podido compararse con ningún lobo de su edad y tamaño. Había heredado de su madre las macizas formas del perro, y así, aunque desprovisto de toda grasa inútil, su peso excedía de noventa libras. Era todo músculo, huesos y tendones…, carne para la lucha, y en las mejores condiciones.

Volvió a abrirse la puerta de la jaula. Colmillo Blanco esperó un momento. Ocurría algo desusado. La puerta se abrió de par en par, arrojaron dentro de la jaula un enorme perro y tras él resonó un portazo. El prisionero jamás había visto al intruso. Era un mastín. Pero su tamaño y su fiero aspecto no le intimidaron. Al fin había allí algo, que no era de hierro ni de madera, en que saciar su odio. De un salto se le echó encima, brillaron sus dientes y se los clavó al otro en el cuello, que quedó abierto por uno de sus lados. El mastín sacudió la cabeza, gruñó roncamente y se lanzó a fondo contra Colmillo Blanco. Pero este no estaba quieto un momento, evitaba el ataque tan pronto desde un sitio como desde otro, y saltaba continuamente para desgarrar con sus colmillos y huir después al golpe que le devolvían.

Los hombres que lo contemplaban prorrumpieron en gritos de admiración y en aplausos, mientras el Hermoso Smith parecía extasiado, mirando fija y codiciosamente toda aquella carnicería que era obra de su perro. Para el mastín no hubo ya esperanza desde los comienzos. Era demasiado pesado y lento. Al fin, mientras Smith hacia retroceder a garrotazos a Colmillo Blanco, su víctima era retirada de la lucha por su propio dueño. Luego vino el pago de las apuestas que se habían cruzado y sonaron las monedas al ir cayendo en la mano del monstruo.

Colmillo Blanco llegó a desear con ansia que hubiera grupos de hombres alrededor de su jaula, era el único medio por el cual se le permitía exteriorizar su furia. Atormentado y lleno de odio, se le conservaba prisionero, con lo que podía expulsar aquel odio, excepto cuando a su amo se le antojaba lanzar contra él otro perro. Smith había calculado perfectamente, pues ganaba siempre. Un día fueron tres los canes que le echaron sucesivamente. Otro día fue un lobo ya completamente desarrollado y que acababan de coger vivo en el bosque, o dos perros a la vez, los que pusieron contra él. Esta última fue la más dura de todas sus batallas, y aunque acabó por matarlos a los dos, a punto estuvo de perder él también la vida.

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