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Authors: Agatha Christie

Cartas sobre la mesa (9 page)

BOOK: Cartas sobre la mesa
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—Quedaría usted atónita si supiera de qué forma las cosas insignificantes dan pie a un rumor —dijo Battle—. Siempre que un médico sale beneficiado por la muerte de un paciente, alguien tiene que esparcir alguna calumnia. Y sin embargo, ¿por qué no puede un paciente agradecido dejar un recuerdo pequeño o grande, al que lo atendió en su enfermedad?

—Son los parientes —comentó la señorita Burguess—. Siempre he creído que no hay nada mejor que la muerte para sacar a relucir toda la bajeza de la naturaleza humana. Antes de que se enfríe el cadáver ya disputan sobre quién se llevará lo mejor. Afortunadamente, el doctor Roberts no se ha visto mezclado en ningún caso de ésos. Dice siempre que tiene la esperanza de que sus pacientes no le dejen nada. Creo que una vez heredó cincuenta libras, con las que se compró dos bastones y un reloj de oro. Pero aparte de ello, nada más.

—Es difícil la vida de un facultativo —suspiró Battle—. Está expuesto siempre al chantaje. Los hechos más inocentes dan lugar muchas veces a suposiciones escandalosas. Un médico debe evitar hasta la sensación de maldad, lo cual quiere decir que debe vigilar con sus cinco sentidos todo lo que hace.

—Tiene usted mucha razón —convino la señorita Burguess—. Una de las preocupaciones de los médicos son las mujeres histéricas.

—Mujeres histéricas. Eso es. Para mí, a eso se reduce todo.

—¿Supongo que se referirá a lo ocurrido a la señora Craddock?

Battle hizo como si recapacitara.

—Déjeme que recuerde. ¿Fue hace unos tres años? No; más.

—Cuatro o cinco, me parece. ¡Era una mujer chiflada por completo! Me alegré cuando se fue al extranjero y creo que el doctor Roberts también. Le contó a su marido una sarta de mentiras... siempre hacen lo mismo. El pobre hombre pareció que ya no era el mismo... enfermó. Como usted sabe, murió de un ántrax producido por una brocha de afeitar infectada.

—Me había olvidado de ese detalle —mintió tranquilamente Battle.

—Luego ella se marchó al extranjero y murió poco después. Siempre la tuve por un mujer un tanto impúdica... se volvía loca por los hombres.

—Sí; conozco ese tipo —dijo el superintendente—. Son peligrosas. Un médico debe alejarse de ellas todo lo posible. ¿Dónde murió...? Creo que lo recuerdo...

—En Egipto. Contrajo una enfermedad de la sangre... una infección indígena.

—Otra cosa que puede ser un inconveniente para un médico —dijo Battle variando de tema—, es cuando sospecha que uno de sus pacientes está siendo envenenado por uno de sus parientes. ¿Qué hacer? Tiene que asegurarse de ello... o, en otro caso, cerrar la boca. Y si hace esto último, luego se sentirá embarazado si se habla de juego sucio. Me preguntaba si algún caso de esta índole se le había presentado al doctor Roberts.

—No creo que haya tenido ninguno —contestó la secretaria, como si estuviera recordando algo—. Nunca oí hablar de nada parecido.

—Desde un punto de vista estadístico, sería interesante saber cuántas defunciones ocurren anualmente entre la clientela de un médico. Por ejemplo, usted ha trabajado con el doctor Roberts durante algunos años...

—Siete.

—Siete. Bien. ¿Cuántas muertes imprevistas han ocurrido en ese período de tiempo?

—Es difícil de decir.

La señorita Burguess pareció abstraerse haciendo cálculos. Había desaparecido su hostilidad y no se veía que tuviera sospecha alguna.

—Siete, ocho... desde luego, no puedo recordar exactamente... diría que no han ocurrido más de treinta en ese tiempo.

—Entonces supongo que el doctor Roberts es mucho mejor que otros médicos —dijo Battle jovialmente—. Supongo también que la mayoría de sus pacientes pertenecerán a la alta sociedad. Tienen suficiente medios para cuidarse bien.

—Es un médico muy popular. Casi nunca se equivoca en sus diagnósticos.

Battle suspiró y se levantó.

—Temo que me he desviado de mi deber, el cual me obliga a encontrar una conexión entre el doctor y el señor Shaitana. ¿Está usted segura de que no era uno de los pacientes de su jefe?

—Completamente segura.

—¿Tal vez bajo otro nombre? —Battle le entregó una fotografía—. ¿Lo reconoce?

—¡Qué aspecto tan teatral! No; nunca lo vi por aquí.

—Bueno; eso es todo —volvió a suspirar Battle—. Le estoy muy agradecido al doctor por todas sus amabilidades. ¿Se lo dirá? Dígale también que ahora me voy a ocupar del número dos. Adiós, señorita Burguess, y muchas gracias por su ayuda.

Le estrechó la mano y se marchó. Mientras caminaba por la calle sacó del bolsillo una agenda e hizo dos anotaciones en la letra R.

«¿La señora Graves? No parece probable.

»¿La señora Craddock? No ha heredado.

»Es soltero. (Lástima.)

«Investigar la muerte de sus pacientes. (Difícil.)»

Cerró el librito y entró en la sucursal urbana de Lancester Gate, del London & Wessex Bank.

La presentación de su tarjeta oficial le permitió celebrar inmediatamente una entrevista privada con el director.

—Buenos días, señor. Tengo entendido que un tal doctor Geoffrey Roberts es cliente suyo.

—Eso es, superintendente.

—Necesito ciertos datos de la cuenta de ese caballero, que abarquen un período de varios años.

—Veré lo que se puede hacer,

Siguió una complicada media hora, al final de la cual, Battle, dando un suspiro, se guardó una hoja de papel cubierta de números hechos a lápiz.

—¿Encontró lo que quería? —preguntó el director del Banco con curiosidad.

—No, no lo he encontrado. Ni un indicio. Pero de todas formas le quedo muy reconocido.

En aquel mismo momento, el doctor Roberts, que estaba lavándose las manos en su sala de consultas, preguntaba a la señorita Burguess:

—¿Qué ha pasado con nuestro estólido sabueso? ¿Lo ha mirado todo y la ha vuelto a usted del revés?

—Le aseguro que de mí no consiguió nada —contestó la muchacha apretando los labios.

—No tenía necesidad de ser una ostra. Le dije que le contara cuanto quisiera saber. Y a propósito, ¿de qué quería enterarse?

—Estuvo insistiendo sobre la cuestión de si conocía usted a Shaitana. Sugirió que pudo haber venido aquí como un paciente, bajo distinto nombre. Me mostró su fotografía. ¡Qué hombre tan teatral!

—¿Shaitana? Sí, desde luego. Le gustaba mucho parecer un Mefistófeles moderno. Y hasta creyó que lo era en realidad. ¿Y qué más le preguntó Battle?

—Pocas cosas más, en realidad. Excepto... sí, alguien le ha estado contando algunas tonterías sobre la señora Graves... ya sabe usted lo que ocurrió con ella.

—¿Graves? ¿Graves? ¡Oh, sí, la anciana señora Graves! ¡Es divertido! —el médico rió con evidente satisfacción—. Sí, es divertidísimo.

Y con un excelente humor entró en el comedor.

Capítulo X
 
-
El Doctor Roberts
(continuación)

El superintendente Battle estaba almorzando con monsieur Hércules Poirot. El primero parecía alicaído y el detective daba la impresión de simpatizar con la depresión de que daba muestras su amigo.

—De modo que la mañana no ha sido totalmente fructífera —dijo Poirot con aspecto pensativo.

Battle sacudió la cabeza.

—Va a ser un trabajo arduo, monsieur Poirot.

—¿Qué opinión ha formado de él?

—¿Del doctor? Pues, francamente, creo que Shaitana tenía razón. Es un asesino. Me recuerda a Westaway y al abogado de Norfolk. Las mismas maneras cordiales y confianzudas. La misma popularidad. Ambos fueron unos diablos muy listos... igual que Roberts. Pero de todas formas, ello no quiere decir que matara a Shaitana... ni creo que lo hiciera. Conocía muy bien, mucho mejor que un profano, el riesgo de que Shaitana gritara. No, no creo que Roberts lo matara.

—¿Pero cree que ha matado a alguien?

—Posiblemente a gran cantidad de personas. Westaway lo hizo. Pero va a ser difícil demostrarlo. He estado revisando su cuenta corriente y no hay nada sospechoso; ningún ingreso de importancia. De cualquier forma, en los últimos siete años no ha recibido ningún legado de sus pacientes. Eso elimina la posibilidad de un asesinato por lucro. Es soltero, lo cual es una lástima, porque resulta sencillísimo para un médico asesinar a su propia esposa. Está en buena posición económica, pero al fin y al cabo, tiene una clientela muy buena entre gente acomodada.

—En resumen, que al parecer lleva una vida impecable... y tal vez sea así.

—Puede ser. Pero prefiero creer lo peor.

Luego prosiguió:

—Existe cierto indicio relacionado con un escándalo en el que se vio envuelta una mujer; una de sus pacientes, llamada Craddock. Creo que valdrá la pena investigar ese asunto. Haré que se ocupen de ello en seguida. La mujer murió en Egipto a consecuencia de una enfermedad indígena, por lo que no creo que haya nada en esto... pero puede darnos algo de aprovechable luz acerca de su carácter y moralidad.

—¿Hubo un marido de por medio?

—Sí. Murió de un ántrax.

—¿Ántrax?

—Sí. Por entonces salieron al mercado gran cantidad de brochas de afeitar barbas y algunas de ellas estaban infectadas. Se organizó un regular revuelo sobre el caso.

—Muy oportuno —sugirió Poirot.

—Eso creo yo. Si el marido amenazaba con armar escándalo... Pero todo es pura conjetura. No tenemos ningún punto en que apoyamos.

—Ánimo, amigo mío. Ya conozco su paciencia. Al final tendrá usted tantos en que apoyarse, que parecerá un ciempiés.

—Y me caeré en la zanja, de tanto pensar en ellos —replicó Battle haciendo una mueca.

Después preguntó con curiosidad:

—¿Y qué me dice de usted, monsieur Poirot? ¿Nos va a echar una mano?

—Puedo visitar también al doctor Roberts.

—Dos de nosotros en el mismo día. ¿No cree que eso despertará sus sospechas?

—No se preocupe; seré muy discreto. No investigaré su vida pasada.

—Me gustaría saber qué tema va a tratar —dijo Battle—. Pero si hubiera algún inconveniente no me lo diga si no lo desea.


Du tout... du tout
. Con mucho gusto. Hablaré un poco sobre
bridge
; eso es todo.

—Otra vez el
bridge
. Sigue usted aferrado a ese tema, ¿verdad, monsieur Poirot?

—Opino que es muy provechoso.

—Bueno; de gustos no hay nada escrito. Particularmente, no acostumbro a efectuar estos contactos tan sutiles. No cuadran a mi estilo.

—¿Cuál es su estilo, superintendente?

Battle respondió con un parpadeo de sus ojos al que vio en los de Poirot.

—Un policía íntegro, honrado, celoso, cumpliendo con su deber lo más diligentemente posible... ése es mi estilo. Nada de fruslerías ni de caprichos. Sólo sudor honrado. Estólido y un poco estúpido... ése es mi lema.

Poirot levantó su vaso.

—Por nuestros métodos respectivos... y que el éxito corone nuestros esfuerzos.

—Espero que el coronel Race nos proporcionará algo que valga la pena sobre Despard —dijo Battle—. Tiene a su disposición buenas fuentes de información.

—¿Y la señora Oliver?

—Es una especie de cara o cruz. Me gusta en cierto modo esa mujer. Dice muchas tonterías, pero es una deportista. Una mujer puede enterarse de cosas acerca de otras mujeres, que los hombres no podrían conseguir. Puede facilitarnos algo provechoso.

Se separaron. Battle volvió a Scotland Yard con objeto de dar unas cuantas órdenes relativas a ciertos puntos del asunto que convenía investigar.

Poirot se dirigió al 200 de Gloucester Terrace.

El doctor Roberts levantó cómicamente las cejas cuando vio al visitante.

—Dos sabuesos en un solo día —comentó—. Supongo que esta noche me encontraré con unas esposas en las muñecas.

Poirot sonrió.

—Le puedo asegurar, doctor Roberts, que mis intenciones están repartidas equitativamente entre ustedes cuatro.

—Eso es algo que debo agradecer. ¿Fuma?

—Si lo permite, prefiero fumar mis cigarrillos.

Poirot encendió uno de sus delgados pitillos rusos.

—Bien, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Roberts.

El detective fumó en silencio durante un momento y luego preguntó:

—¿Es usted un buen observador de la naturaleza humana, doctor?

—No lo sé. Supongo que debo serlo. Un médico está obligado a ello.

—Eso era precisamente lo que yo pensaba. Me dije: «Un médico tiene que estar vigilando constantemente a sus pacientes; sus rasgos, su color, la rapidez con que respiran, cualquier signo de desasosiego... un médico se da cuenta de estas cosas automáticamente, casi sin quererlo. El doctor Roberts es el hombre que puede ayudarme.»

—No deseo otra cosa. ¿En qué puedo serle útil?

Poirot sacó de una pequeña cartera tres hojas de carnet de
bridge
cuidadosamente dobladas.

—Corresponden a los tres primeros
rubbers
que se jugaron la otra noche —explicó—. Éste es del primero de ellos... los números son de la señorita Meredith. Con esto a la vista, para refrescar la memoria, ¿puede usted decirme exactamente cómo se subastó y de qué forma se jugaron los diferentes
games
?

Roberts le miró con estupefacción.

—Se está usted burlando, monsieur Poirot. ¿Cómo puedo acordarme de ello?

—¿No puede? Le agradecería mucho que hiciera un esfuerzo. Considere este primer
rubber
. El primer
game
pudo venir a parar en una subasta a corazones o picos, o de otro modo, uno u otro bando tuvo que perder Una baza.

—Déjeme ver... ésa fue la primera mano. Sí; creo que salieron los picos.

—¿Y la siguiente?

—Supongo que alguno de nosotros perdería una baza... pero no recuerdo quién ni cómo fue. En realidad, monsieur Poirot, no esperará que recuerde una cosa así.

—¿No puede acordarse de alguna de las subastas o de las manos?

—Hice un gran
slam
... recuerdo perfectamente. Además, lo habían doblado. También recuerdo que fallé ignominiosamente... jugando a tres «sin triunfo». Creo que... no hice casi ninguna baza. Pero eso sucedió después.

—¿Recuerda con quién estaba jugando?

—Con la señora Lorrimer. Pareció enfadarse un poco. Supongo que no le gustó mi manera de forzar el juego.

—¿Y no recuerda ninguna otra subasta o mano?

Roberts rió.

—Mi apreciado monsieur Poirot, ¿esperaba usted que me acordara? En primer lugar, ocurrió un crimen lo suficiente para hacer olvidar la más espectacular de las manos; y por añadidura, he jugado, por lo menos, una docena de
rubbers
desde entonces.

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