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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

Bajos fondos (14 page)

BOOK: Bajos fondos
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El guardia apostado en la puerta era un tarasaihgno rubicundo con algún que otro mechón pelirrojo en el pelo, lo cual no solía darse entre los moradores del pantano, que se extendía formando un círculo desigual desde el cuero cabelludo hasta la barbilla. Su uniforme estaba gastado pero limpio, igual que quien lo vestía. El hombre estaba cerca de los cincuenta, pero sin gran cosa que lo demostrara, aparte de la leve protuberancia que le asomaba sobre el cinto.

—Soy amigo de Yancey el Rimador —dije—. No tengo invitación.

Para mi sorpresa, me tendió la mano para saludarme.

—Dunkan Ballantine, yo tampoco tengo invitación.

Le estreché la mano.

—Supongo que eso no es un requisito para hacer guardia.

—Tampoco lo es para entrar, al menos para alguien a quien ha invitado el propio Yancey.

—¿Ha llegado ya?

—No habría fiesta sin la presencia del Rimador para entretener a la nobleza. —Miró en torno, como si acabase de hacerme una confidencia—. Claro que, entre tú y yo, se reserva lo mejor para los descansos. Probablemente lo encuentres fuera, contribuyendo a aumentar el humo de la cocina. —Me guiñó un ojo y reí.

—Gracias, Dunkan.

—De nada, de nada. Quizá volvamos a vernos a la salida.

Seguí el sendero bordeado de guijarros a través de un campo verde hacia la parte trasera de la mansión. Distinguí a lo lejos el sonido de la música y el aroma familiar de la vid del sueño en la fresca brisa nocturna. Di por sentado que lo primero se originaba en la fiesta, pero atribuí lo segundo a la solitaria figura de piel oscura, recostada a la sombra de la mansión de tres plantas mientras murmuraba rítmicamente.

Yancey me tendió el canuto que había estado fumando sin interrumpir su perfecta declamación. La hierba del Rimador era buena, una mezcla muy aromática sin llegar a ser demasiado fuerte. Exhalé una nube de humo plateado.

Pronunció la última rima.

—Buena vida.

—Lo mismo te deseo, hermano. Me alegra ver que has llegado sano y salvo. Últimamente has ido de un sobresalto a otro.

—Sí, he tenido una temporada muy ajetreada. ¿Me he perdido lo tuyo?

—La primera. Ahora está tocando la banda. Mi madre te envía un saludo. Quiere saber por qué no te has dejado ver últimamente. Le dije que es culpa de su empeño por buscarte esposa.

—Tan astuto como siempre —dije—. ¿A quién me dispongo a conocer?

Entornó los ojos mientras aceptaba el canuto que le tendía.

—¿No lo sabes?

—En tu mensaje tan sólo figuraba la dirección.

—Hablamos del rey mono en persona, hermano. El duque Rojar Calabbra III, lord Beaconfield. —Sus labios esbozaron una mueca burlona que dejó al descubierto unos dientes blancos y afilados, perfectamente recortados contra la piel y la noche—. La Hoja Sonriente.

Lancé un silbido grave, deseando no haberme fumado aquello. La Hoja Sonriente, famoso cortesano, duelista célebre y
enfant terrible
. Se suponía que tenía muy buena relación con el príncipe real, y todo el mundo lo consideraba el espadachín más mortífero desde que Caravollo el Incólume se cortó las venas a la muerte de su joven amante, muerto de resultas de la peste roja treinta veranos atrás. Por lo general,Yancey actuaba para los hijos jóvenes de la nobleza menor y los aristócratas de medio pelo. Era evidente que estaba progresando.

—¿Cómo lo has conocido?

—Ya conoces mis habilidades. El tipo me vio rimar algo en alguna parte y me hizo una oferta que acepté. —Yancey no era dado a muestras de humildad. Expulsó el humo por la nariz y éste le cubrió el rostro, envolviéndole el cráneo con una aureola espectral—. La pregunta es: ¿por qué quiere conocerte?

—Di por sentado que querría comprarme drogas, y que tú le hiciste saber que yo era la persona con quien le convenía hablar. Si me ha hecho venir aquí para que le enseñe un par de pasos de baile, supongo que acabará muy cabreado con nosotros dos.

—Yo te envié el mensaje, pero no mencioné tu nombre. Fueron ellos quienes preguntaron concretamente por ti. A decir verdad, si no fuera porque sé que soy un genio, diría que solamente me contrataron con ese propósito.

Esta última revelación bastó para cortar de raíz cualquier rastro de buen humor generado por la vid del sueño. No sabía por qué motivo quería verme el duque, ni siquiera cómo era consciente de mi existencia, pero si había una cosa que me habían enseñado los treinta y tantos años que llevaba cogiendo de las partes bajas a la sociedad de Rigus, era que nunca debía llamar la atención de la nobleza. Preferí confundirme en la uniforme hueste de gente que Sakra había alumbrado para servir a sus caprichos, un nombre medio olvidado sugerido por otro miembro de su anónima camarilla.

—Ten cuidado con éste, hermano —recomendó Yancey mientras se terminaba el canuto.

—¿Es peligroso?

Respondió con considerable solemnidad, teniendo en cuenta el entretenimiento de los últimos cinco minutos.

—Y no lo digo sólo por la espada.

El Rimador me condujo por la puerta trasera a una espaciosa cocina, con un modesto ejército de cocineros que iban con frenesí de un lado a otro, atendiendo cada una de sus extremidades una serie de alimentos tan tentadores como exquisitos. Lamenté haberme llenado el buche con pollo especiado, aunque, por otro lado, probablemente nadie me ofrecería un cubierto en el festín. Yancey y yo esperamos a que se formase un hueco, y después nos abrimos paso hasta el salón principal.

Había asistido a muchas de esas veladas, cortesía de los contactos de Yancey, y desde luego aquélla me pareció una de las más espléndidas. Los invitados pertenecían a la clase de personas que tienen aspecto de merecer andar por ahí de fiesta, y no siempre es ése el caso.

Aunque en buena parte era debido a la arquitectura. El salón era tres veces más amplio que el de El Conde, pero aparte de aquella insignificante diferencia, había poco más que pudiera compararse con el modesto negocio de Adolphus. Las paredes de madera tallada se alzaban sobre elaboradas alfombras kirenas. Una docena de impresionantes arañas de cristal colgaba de un techo dorado, cada una de ellas con un centenar de velas. En mitad de la sala, los nobles formaban en círculo, concentrados en los pasos de una compleja contradanza, moviéndose al ritmo de la música que interpretaba la banda que actuaba después de Yancey. En el centro había grupos de cortesanos riendo y charlando. A su alrededor, a un mismo tiempo invisibles y omnipresentes, los miembros del servicio con bandejas de aperitivos y bebidas de todas clases.

—Comunicaré tu llegada al pez gordo —dijo Yancey tras inclinarse hacia mí. A continuación se fundió entre la multitud.

Tomé una copa de vino espumoso de un camarero que carraspeó con desdén. El grado de desprecio que los subordinados son capaces de demostrar en beneficio de sus patronos constituye una fuente continua de diversión para mí. Di unos sorbos e intenté recordar por qué motivos odiaba a esa gente. Era difícil de explicar: eran estupendos y parecían pasarlo en grande, así que me esforcé por mantener el orgullo de clase entre tanta risa y colores llamativos. La hierba que acababa de quemar no ayudaba precisamente, pues la bruma me aturdía la afilada amargura.

Entre tanto dorado y tanto resplandor, la figura de la esquina llamaba la atención como un pulgar roto en una mano a la que le hubieran hecho la manicura. Era bajo y fornido, todo él hecho de una sola pieza, y la verdad es que había hecho poca cosa por cuidar del cuerpo que le había tocado en suerte: la grasa le rebasaba la hebilla del cinturón, y las venas rojas y quebradas que se le dibujaban, hinchadas, en la nariz sugerían una familiaridad más que pasajera con el alcohol. Su ropa añadía otra capa al misterio, puesto que si yo dudaba que el duque emplease a un individuo cuyo físico delatara de modo tan flagrante la humildad de sus orígenes, estaba totalmente seguro de que jamás le hubiera permitido vestir de esa forma tan peculiar. Hubo un tiempo en que aquel traje debió de costar lo suyo, aunque dudo que jamás hubiera estado de moda. Se componía de camisa negra y calzón del mismo color, y tanto el corte como la tela provenían de la sastrería de un maestro. El uso y abuso de las prendas habían traicionado el esmero de su creador, pues la capa de fango en las botas de cuero discurría también por la pernera, y la casaca no estaba en mucho mejor estado.

Si no me hubieran invitado a acudir para ejercer mi profesión, podría haberlo tomado por un miembro de la competencia, puesto que la combinación de ojeras y opulencia no estaba exenta de cierta promesa de violencia. Si llego a cruzármelo en la parte baja de la ciudad, habría dado por sentado que se trataba de un estafador o un ladrón de medio pelo y nunca le habría dedicado siquiera otro vistazo. Pero ahí, rodeado por la flor y nata de la sociedad de Rigus, llamaba la atención.

Además, me había estado mirando fijamente desde que entré por la puerta, y lo había hecho con una sonrisa burlona en los labios, como si conociera un vergonzoso secreto mío y estuviera disfrutando insinuándomelo abiertamente.

Quienquiera que fuese, no me interesaba lo más mínimo corresponder a su escrutinio, así que todas estas observaciones las hice con el rabillo del ojo. Sin embargo, mantuve la atención necesaria para verlo anadear hacia mí con paso torpe y holgazán.

—¿Vienes aquí a menudo? —me preguntó, lanzando después un resoplido alegre. Su voz tenía un fuerte acento y su risa era desagradable, lo que hacía juego con el resto de su persona.

Le ofrecí la media sonrisa que se adopta al rechazar la petición de una moneda con que te aborda un vagabundo.

—¿Qué pasa? ¿Es que no tengo la clase suficiente para mantener una conversación contigo?

—No se trata de ti. Es que soy sordomudo.

Volvió a reír. En la mayoría de las personas, la jocosidad supone al menos una cualidad inofensiva, cuando no agradable. Pero el extraño pertenecía a esa clase cuyo cloqueo te perfora el oído como frota la lona una herida abierta.

—Qué divertido eres. Un bromista de tomo y lomo.

—Nunca pierdo ocasión de alegrar una fiesta.

Era más joven de lo que me había parecido en un principio, más joven que yo, aunque la mala vida lo había envejecido prematuramente, apergaminándole la piel y surcándole de arrugas el rostro y las manos, que llevaba cubiertas de toda clase de anillos, plata entremezclada con joyas tan brillantes y ostentosas que en seguida las identifiqué como falsas, perifollos que de nuevo delataban riqueza gastada sin contar con el beneficio del buen gusto. Mantenía la boca abierta, filtrando aire a través de una hilera de dientes torcidos y amarillentos, cuando no habían sido sustituidos por piezas de oro. Su aliento arrastraba consigo una repugnante combinación de vodka y carne en salazón.

—Sé qué estás pensando —dijo.

—Entonces espero que no te ofendas con facilidad.

—Te estás preguntando cómo vas a cruzar palabra con alguna de las pavas reales que nadan en este lago, con este feo cabrón a tu lado gritándote al oído.

De hecho, no era eso lo que estaba pensando. Había ido a hacer negocios, e incluso de no haberme llevado allí ese motivo, dudé que hubiese podido conquistar allí a nadie, teniendo en cuenta quién era y el aspecto que tenía. Dicho esto, de haber deseado encontrar compañía, probablemente la presencia junto a mí de aquel tumor no me habría ayudado demasiado.

—Pero verás, a estos putones —y meneó el dedo índice ante mi rostro, como un maestro de escuela regañándome— no les interesa lo más mínimo la gente como nosotros. No somos lo bastante buenos para ellas.

Incluso teniendo en cuenta mi rasero, hasta ahí estaba dispuesto a llegar. De un modo u otro, el extraño y yo habíamos alcanzado el final de nuestra conversación.

—¿Tanto tenemos en común, tú y yo?

—En lo que a mujeres concierne tenemos mucho en común —dijo, dotando a cada palabra pronunciada de una deliberada seriedad.

—Esto ha sido fascinante —respondí—, pero si no te importa, ¿qué tal si me haces el favor de apartarte de mí?

—No es necesario faltar al respeto. He venido a hablarte como un hombre y tú me haces un feo. No eres muy distinto de esos cabroncetes emperifollados con sus poses altivas. Y yo que creí que acabaríamos siendo buenos amigos.

Alcanzábamos el punto de convertirnos en un espectáculo, precisamente lo que debe evitarse cuando se entra en casa ajena con el propósito de vender droga a su dueño.

—De amigos tengo el cupo lleno, también de socios y conocidos. Las únicas vacantes disponibles corresponden a los extraños y a los enemigos. Sé de los primeros antes de verte incluido entre estos últimos.

Hasta el momento lo había considerado inofensivo, y supuse que sería fácil asustarlo. Pero mis palabras ejercieron escaso efecto en él, excepto para arrancar un destello de amenaza de sus ojos inyectados en sangre.

—¿Así es como lo quieres? Por mí estupendo. He sido enemigo de muchos hombres, una situación que no puedo decir que se haya prolongado mucho.

Me descubrí deseando ser capaz de repasar la jugada, pero una vez lanzado el guante no queda gran cosa que hacer, excepto proseguir en la misma línea.

—Hablas como alguien a quien nadie ha besado en todo el día —dije, volviendo la mirada hacia Yancey, que me hizo señas de que me acercara—.Pero ahora no es momento de rectificar esa carencia.

—¡Tendrás otra oportunidad! —exclamó mientras le daba la espalda. Lo hizo con un tono lo bastante elevado para llamar la atención de los invitados que teníamos más cerca—. ¡Tú no te preocupes por eso!

Fue un interludio desagradable, y de herencia me quedó el presagio de que auguraba futuros disgustos, pero hice lo posible por quitármelo de la cabeza mientras me dirigía hacia el duque, cuidando de no entrometerme entre los grupos de galantes nobles.

Si la raza humana ha inventado una institución más efectiva en la propagación de la mutilación ética e intelectual que la nobleza, aún tengo que cruzarme con ella. Tomamos la progenie de medio milenio de mongoloides engendrados por endogamia, primos hermanos y hemofílicos, y los criamos por medio de una serie de nodrizas hinchadas, confesores atontados por el alcohol y estudiosos fracasados, porque Sakra sabe que papá y mamá están demasiado ocupados perdiendo el tiempo en la corte como para ocuparse de la educación de sus hijos; nos aseguramos de que el adiestramiento de los jóvenes no trascienda nada que sea más práctico que el manejo de la espada y el estudio de lenguas que ya nadie habla; les otorgamos una fortuna cuando cumplen la mayoría de edad, y los colocamos al margen de los límites de cualquier sistema legal más desarrollado que el
code duello
; a todo ello le sumamos el instinto general que empuja a todo ser humano hacia la pereza, la avaricia y la intolerancia, y, finalmente, agitamos a conciencia el cóctel y... he ahí la aristocracia.

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